El baile de la corrupción
El baile de
la corrupción
Jorge Trias Sagnier
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Cita
«Nadie enciende un candil para taparlo con un perol o meterlo debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran vean la luz. Porque nada hay oculto que no deba descubrirse ni nada secreto que no deba saberse o hacerse público. Por eso a ver cómo aprendéis: porque al que produzca se le dará, pero al que no produzca se le quitará hasta lo que cree tener.»
Lucas 8:16-18
Prólogo
Como en tantas otras ocasiones me dirigía en AVE a Barcelona, aunque esta vez era solo para ver a mi hermano Eugenio, con cáncer en fase terminal. Era el sábado 19 de enero de 2013, y a la altura de Calatayud recibí la llamada de José Manuel Romero, subdirector de El País . Volvía a pedirme mi opinión sobre la fortuna oculta en Suiza del extesorero del Partido Popular, Luis Bárcenas, de la que hablaban todos los periódicos. Le repetí que no quería opinar sobre ese tema, pero le confesé que sí, que me sorprendía lo que se estaba publicando, de lo cual no tenía ni el más remoto conocimiento. Todas esas historias no me cuadraban con lo que Bárcenas me había contado a mí, y a quienes le conocíamos: que él gestionaba un fondo que pertenecía a diversas personas, una especie de sicav o de fondo de inversión, como hacían quienes se dedicaban a las finanzas o a este tipo de operaciones. ¿Y eso qué tenía de irregular?, decía.
Efectivamente, ninguno de quienes habíamos escuchado sus explicaciones le dimos mayor trascendencia. Al fin y al cabo, hacía más de dos años que había dejado de ser tesorero del PP y senador. Estaba apartado de la política. Sin embargo, hubo algo que me inquietó. ¿Qué había de verdad en todo lo que estaba apareciendo? ¿Por qué nos dejaba Luis Bárcenas en mal lugar a quienes, como yo o sus abogados, le habíamos defendido públicamente? ¿A qué se debía tanto hermetismo y que no fuera capaz de dar una explicación pública convincente ante la gravedad de esas imputaciones que podían llevarle a la cárcel? Y, además, ¿qué tenía yo que ver con todo eso?
Ya no veía a Luis con la asiduidad de los dos últimos años. Lo había conocido a finales de 2009. Sus llamadas ahora se habían distanciado. Estábamos en mundos distintos. El último contacto que tuve con él fue para pedirle el teléfono de una persona que organizaba viajes singulares. Mi intención era hacer una expedición a Kirguistán. Pero ese proyecto, y tantas otras cosas, quedó anegado en el tsunami del caso Bárcenas.
En mi asiento del AVE, por más que intentaba distraerme, no podía dejar de pensar en cómo encontraría a mi hermano Eugenio. Era uno de esos días tristes y fríos de invierno. Los bancos de niebla se alternaban con el suelo nevado. Abrí mi iPad preguntándome si me saldría algo que mereciera la pena mandar a El País; así me dejarían en paz de una vez. A fin de cuentas, ¿por qué estaba metido en ese lío? Sonreí al imaginarme a mí mismo en medio de una escalera sin saber si subía o bajaba. Pero ¿qué más me daba si subía o bajaba? Aquello no iba conmigo. Y así, entre dudas, con pensamientos lúgubres sobre la salud de mi hermano, en un día de penumbra, y mientras se iban sucediendo los paisajes más diversos a casi trescientos kilómetros por hora, fui escribiendo un borrador de artículo que titulé «¿Sombras o certezas?». En media hora había terminado un texto que al releerlo me gustó. Reflejaba con bastante exactitud lo que recordaba haber vivido de toda esta historia en los últimos años. Por decencia había que contar esas cosas. ¿Debía hacerlo yo? ¿Acaso no había dicho la secretaria general del PP aquella lapidaria frase de que cada palo aguantase su vela?
La buena fe de quienes creíamos en la transparencia de las finanzas del Partido Popular había sido burlada. Aquellos que nos hicimos del PP porque, además de vocación política, nos tomamos muy en serio la necesidad de una regeneración democrática, fuimos engañados. Y lo peor de todo: los millones de ciudadanos que nos habían votado habían sido traicionados por unos dirigentes que convirtieron la política en su forma de vida, y el partido, en una oficina de colocación.
En ese momento creí que, por deber moral, debía denunciarlo desde un artículo en la prensa. Mis ambiciones personales estaban más que colmadas. Es cierto que me hubiese gustado ser ministro o defensor del pueblo. Tal vez lo hubiera hecho mejor que algunas personas que han ocupado esos cargos. Pero ya había comprendido que yo era alguien incómodo y que no me ajustaría nunca al argumentario rígido de un partido. Los independientes tenemos difícil encaje en la vida política. Y yo no estuve jamás dispuesto a abandonar mi independencia de criterio.
Quienes me conocen saben que siempre he actuado así. Los españoles nos merecemos que se sepa la interioridad de la vida política en nuestro país, el juego del poder, cómo funciona la justicia, cómo se mueven los hilos de las decisiones, etcétera. Eso es lo que trato de escribir en estas páginas, tal vez cubriendo con humor y acidez la angustia que he sentido al vivir todo lo que aquí dejo narrado.
Ese día, en el AVE, me estaba debatiendo entre si desvelar o no todavía, en un artículo para El País, la corrupción que yo había visto y que Luis Bárcenas me había mostrado en estado puro.
Sabía que era una bomba porque iba a confirmar que en el PP muchos de sus dirigentes percibían sobresueldos en dinero negro. Pero no me di suficiente cuenta de la potencia de esa bomba, de que estaba cruzando la frontera entre la reflexión sobre una noticia que ya había sido publicada, y la confirmación de un escándalo. Quizás en ese momento no era consciente de la importancia de que, además, lo dijera alguien que había sido diputado del PP, aunque ya no estuviera metido en la política activa. Al fin y al cabo, los diputados que seguían en activo se soltaban auténticas barbaridades unos a otros en el Congreso, y no pasaba nada.
Durante un rato me dediqué a mirar el paisaje. ¿Y ahora qué hacía? ¿Esperaba a llegar a Barcelona? ¿Comentaba el artículo con alguien antes de enviarlo? Después de darle varias vueltas, decidí mandarlo. Llamé al subdirector de El País para decirle que finalmente sí había escrito un texto y que me diese su correo electrónico para remitírselo. En él plasmé lo que había visto, oído y vivido entre los años 2009 y 2013, como si fuera el «notario de la vida» de Balzac. El artículo me salió bien. Sinceramente. Entonces pensé —y en líneas generales sigo pensándolo— que era uno de esos artículos de los que me sentía satisfecho. El juego político que había visto era tan sucio que merecía la pena ser contado. Y, una vez más en mi vida, me dejé guiar por la intuición, que casi siempre me ha llevado a tomar decisiones acertadas.
Ahora, desde la atalaya que da el tiempo, creo que podría haber mejorado el artículo dando más datos, pues los tenía. Y veo con claridad que la resolución de ese día debió estar acompañada de una estrategia política y mediática que entonces ni siquiera me planteé. No imaginé que se diera a mi testimonio un valor que no había previsto. Las alimañas se lanzaron contra mí, y sufrí unas consecuencias personales que también cuento en este libro.
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