PRÓLOGO
I
Un texto comienza, muchas veces, allí mismo donde otro termina. Algo sucede, sin embargo, en el intervalo. Entre el punto final de un texto ya terminado y la letra con que se inaugura el siguiente hay una importante cesura. La muerte es, quizás, un espacio en blanco: el que media entre dos aforismos. Y todo libro es, en sustancia, un aforismo que ha tomado posesión del espacio textual hasta exprimir su quintaesencia. Entre un texto y otro se vive una experiencia de cambio, de alteración. Se accede, quizás, hacia otra forma de ser. Tal vez también la muerte sea eso, mutación hacia una nueva, o renovada, forma de ser y de existir. Quizás, cuando se tienen bastantes libros publicados, la clave del sentido de los mismos debería buscarse en las cesuras o calderones musicales que interrumpen con su silencio soñador el fluir, discreto o languideciente, del discurso.
Entre medio, en esos tiempos suspendidos, se oye el imperativo goetheano; el que dice, de forma categórica, en conjugación imperativa: «¡Muere y transfórmate!». Es decir, cumple la ley y el imperativo causal, el único quizás que rige por igual para los seres vivientes, para los hombres y los dioses, esa ley del karma que podría llamarse ley general de todas las transmigraciones. Esta ley tiene sobre otras leyes morales y religiosas la ventaja inmensa de una sanción, retributiva o punitiva, de carácter automático. ¡Ante esta ley del karma no hay error judicial, no hay fraude ni suplantación posible ni en el premio ni en el castigo! Los problemas inherentes a la teodicea, las antinomias entre la bondad (divina) y el mal (cósmico y humano) son, automáticamente, resueltos merced a la postulación de una nueva vida heredera de los efectos (culpables o meritorios) de las anteriores existencias.
Un texto es, también, en cierto modo, una reencarnación. Heredero del karma que desprendieron los textos antecedentes, hijo de sus culpas y de sus méritos, inicia su singladura como estricta novedad y como recreación rigurosa de toda su herencia genética espiritual. En la medida que esa rueda de Ixión, que algunos santos y sabios sintieron como condena y maldición, no haya sido aún rota ni descalabrada, la vida sigue su curso y su emanación, en forma de recreación del impulso que la anima. Se varía, se reedita en formas nuevas. Y un texto siempre es la expresión comunicada de una experiencia vital, aun cuando el texto sea de estricta filosofía. O precisamente por serlo.
Para que esa rueda se rompiera se necesitaría un verdadero salto de pértiga, eso que Kierkegaard definió enfáticamente como el salto. ¿Salto adónde? ¿A la Nada, al Ser, al Nirvana, a la Gracia, al pléroma, al Espacio-luz? Esta pregunta nerviosa, inquieta, ha sido sobresaltada acaso por la ráfaga de aire boreal que me ha exigido, ahora, aquí, reencontrarme con la pluma y con el papel en blanco. ¿Es posible pensar la posibilidad de un salto más allá de toda ley, de toda gramática, de toda expresión y comunicación lingüística? Ese más allá ¿puede ser siquiera barruntado, intuido, imaginado e ideado? ¿Puede descubrirse y colonizarse? ¿Hay caminos, métodos o accesos que hagan posible llegarse hasta lo inaccesible, o decirse lo indecible, o expresarse y comunicarse lo que jamás puede ser dicho?
Esa forma interrogativa no puede ser acaso respondida con palabras. En consecuencia, de responderse a esa interrogación, estaría de más la palabra, la escritura y el espacio del texto, o libro, en el cual tal respuesta se produjera. Precisamente porque no me ha sido dado responder en términos absolutos a esas preguntas éstas subsisten erectas, grávidas de e'ros, de deseo, enfrentadas al enigma, como flechas de arco a punto de ser disparadas en dirección hacia la estrella. Precisamente porque no he sabido aún contestarme estas preguntas, por eso he escrito este libro. En la esperanza de que el curso de la escritura me produzca una iluminación del campo del sentido, una transformación de vida y pensamiento (siendo ambos, vida y pensamiento, en sustancia la misma cosa).
Quiero, pues, desde esa incertidumbre y no saber del comienzo avanzar a tientas hacia la conquista del saber, al modo de los argonautas órficos. Quizás en el curso de esta aventura pueda dar con el deseado y áureo vellocino. Un libro de pensamiento es, por necesidad, una aventura en dirección hacia el conocimiento, una experiencia en el curso de la cual se espera alcanzar cierto nivel ambicionado y querido de conocimiento, de iluminación interior y exterior, de sentido. Escribir es, para mí, una expectativa de conocimiento, un deseo por llegar a conocer. Llámese ciencia, sabiduría o filosofía lo que resulta de ese proceso, todos esos nombres señalan un único objetivo: conocer. Y comunicar a los lectores esa experiencia.
II
A esa aventura se le llama, en el curso de este texto, aventura espiritual. Ella traza y determina el recorrido que en él se lleva a cabo. Establece, asimismo, el horizonte final que le orienta y polariza. Se intenta, pues, alcanzar, a través de una verdadera odisea del espíritu, un concepto que sea acorde y consonante con la realidad espiritual.
Se trata de elaborar un concepto filosófico de la realidad espiritual. Pero en lugar de determinar éste a priori, se pretende exponer el largo recorrido a través del cual puede llegar a ser determinado. Tal recorrido constituye, ni más ni menos, la aventura que en este libro se expone. Una aventura compleja e intrincada, llena de extravíos y de pruebas, a través de la cual se va formando ese concepto filosófico de espíritu.
Podría ser comparada con la aventura marina de Ulises, relatada por Homero. Igual que en ésta deben también aquí desglosarse diferentes singladuras, o jornadas de navegación. Cada una de ellas cubre un hito en el recorrido de esa experiencia histórica del espíritu, o de su genuino acontecer; a través de esas jornadas se va trabando y tramando el acontecer histórico del espíritu.
En este libro se da exposición a esa aventura, determinando cada una de esas singladuras como los distintos episodios o avatares, en estricta conexión, a través de los cuales tal recorrido se va articulando. La exposición va, pues, relatando y narrando ese recorrido, atendiendo a esas diferentes jornadas.
A éstas se les llamará eones, término de procedencia gnóstica que expresará, en este texto, la exposición histórica y temporal de cada una de las diferentes singladuras a través de las cuales se va componiendo el espíritu. Éste sólo al final del recorrido podrá ser definido y determinado. Constituirá entonces el horizonte final que da sentido y orientación a toda la navegación.
Puede adelantarse que esa aventura espiritual, a través de la cual se va gestando y tramando el acontecer histórico, y la experiencia ligada a él, se despliega en dos grandes ciclos, a los que se llamará ciclo simbólico y ciclo espiritual. El espíritu posee una matriz simbólica de la cual debe desprenderse. Debe inhibir esa matriz, o mantenerla en régimen de ocultación. En virtud de ese despojo puede el espíritu realizar su revelación manifiesta. Tal revelación es, como se irá viendo, la razón (lo que por tal se entiende en la modernidad, a partir de Descartes y Galileo).
Pero una vez promovida esa revelación debe el espíritu reencontrar su verdadera patria, tramando una conjunción entre el mundo simbólico inhibido y su manifestación