Salvador Dalí - Confesiones inconfesables
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- Libro:Confesiones inconfesables
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1974
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Confesiones inconfesables: resumen, descripción y anotación
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Confesiones inconfesables — leer online gratis el libro completo
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CÓMO VIVIR CON LA MUERTE
Yo, Dalí, quiero que mi libro comience con una evocación de mi propia muerte. No por amor a la paradoja, sino para hacer comprender la originalidad genial de mi voluntad de vivir.
Yo vivo con la muerte desde que sé que respiro, y ella me mata con una voluptuosidad fría sólo comparable a mi lúcida pasión por sobrevivirme a cada minuto, a cada segundo infinitesimal de mi conciencia de ser. Esta tensión continua, obstinada, feroz, terrible, constituye toda la historia de mi búsqueda.
Mi juego supremo es imaginarme muerto, devorado por los gusanos. Cierro los ojos, Y con increíbles detalles de una precisión absoluta y escatológica, me veo mordido y deglutido lentamente por un hervidero infernal de larvas grandes y verduscas que se alimentan con mi carne. Se instalan en mis órbitas tras haber roído mis ojos y atacan mi cerebro con glotonería. Las siento sobre mi lengua, babeantes de placer al morderme. Bajo las costillas, son como un aire que agita mi tórax mientras sus mandíbulas destruyen la arácnea red de mis pulmones. Mi corazón, por su parte, resiste un poco, quizá por aquello de guardar las formas; siempre me ha servido con fidelidad y abnegación. Ahora es como una gran esponja empapada de pus, que de pronto estalla y se derrama en un magma en el que se agitan gruesos gusanos blancos. Después es mi vientre, pútrido, pestilente, el que revienta como un globo lleno de carroña, estercolero agitado por los movimientos de su vida subterránea. Suelto un cuezco por última vez, como un viejo volcán, y me disloco en un desgarramiento de carnes y huesos que estallan bajo la presión de los gusanos que saborean golosamente mi médula. Este ejercicio constituye un útil entrenamiento al que me someto desde que era niño.
El más antiguo recuerdo daliniano
Yo he vivido la muerte antes de vivir la vida. Mi hermano murió a causa de una meningitis, a la edad de siete años, tres antes de mi nacimiento. Mi madre se trastornó hasta lo más hondo de sí misma. La precocidad de este hermano, su genio, su gracia, su belleza, eran para ella otros tantos motivos de exaltación. Su desaparición fue un golpe terrible del que nunca se recobró. La desesperación de mis padres se calmó con mi nacimiento, pero su tristeza impregnaba todas las células de su cuerpo. En el vientre de mi madre yo sentía ya su angustia. Mi feto se bañaba en una placenta infernal, y esta angustia no me ha abandonado jamás. Los rastros de este hermano mayor muerto, los fui encontrando a medida que se despertaba mi sentido de observación —vestidos, retratos, juguetes—, y en la memoria de mis padres dejó unos recuerdos afectivos imborrables. Esa continua presencia de mi hermano muerto la he sentido a la vez como un traumatismo —como si me robaran el afecto— y un estimulo para superarme. Desde entonces mis esfuerzos tenderían a reconquistar mis derechos en la vida, en primer lugar provocando la atención, el interés constante de mis familiares hacia mí, mediante una especie de agresión constante.
Van Gogh se volvió loco por la presencia de un doble, muerto a su lado. Yo, no. Yo siempre he sabido contener y dominar todos mis recuerdos, aun los más atroces; tanto, que me acuerdo incluso de mi vida intrauterina.
Para ello me basta con cerrar los ojos, apretarlos con mis puños, y vuelvo a encontrar los colores del purgatorio intrauterino, los del fuego luciferino: el rojo, el naranja, el amarillo de reflejos azulados; una viscosidad de esperma y clara de huevo fosforescente en la que floto como un ángel despojado de su gracia.
Los recuerdos dalinianos de la vida fetal: ¿creación intelectual u obsesión?
Yo he nacido, como todos, en el horror, el sufrimiento y el estupor. Si retiro brutalmente mis dos manos y abro los ojos a la luz violenta, revivo de pronto una pequeña parte del choque que, en la asfixia, el ahogo, la ceguera, los gritos, la sangre y el miedo, marcó el acontecimiento de mi llegada al mundo. Este hermano muerto cuyo fantasma me acogió a guisa de bienvenida fue, por así decir, el primer diablo daliniano. Mi hermano había vivido siete años. Lo considero como un ensayo de mí mismo, una especie de genio llevado al último extremo. Su cerebro se quemó como un circuito eléctrico sobrecargado por una increíble precocidad. No fue un azar que se llamase Salvador, como mi padre, Salvador Dalí i Cusí, y como yo. Él era el bien amado: a mí, se me amó demasiado. Al nacer puse los pies sobre las huellas de un muerto a quien adoraban y al que, a través de mí, se seguía amando más aún tal vez. Este exceso de amor fue una herida narcisista que me infligió mi padre desde el día de mi nacimiento y que yo presentía ya en el vientre de mi madre. Gracias a la paranoia, es decir, la exaltación orgullosa de mí mismo, he conseguido salvarme de la anulación que me produce la duda sistemática sobre mi persona. Aprendí a vivir llenando, con mi amor por mí mismo, el vacío de un afecto que no me daban. Así vencí por primera vez a la muerte: mediante el orgullo y el narcisismo.
A lo largo de mis días he encontrado a menudo a la muerte en las circunstancias más insospechadas. Cierta vez, finalizaba una conferencia en Figueras, mi ciudad natal, ante una muchedumbre presidida por las autoridades locales. Era en 1928. La gente había venido a ver y escuchar a un paisano suyo. Yo había adoptado un tono agresivo, para sacudir a aquellas gentes adormecidas. Al final casi grité: «Señoras y señores, he terminado». La sala, que me había seguido con lentitud, no acababa de comprender aún que les había despedido. Me callé. Hubo un instante de silencio, de inmovilidad y, de pronto, el alcalde, que estaba sentado frente a mí, casi a mis pies, cayó muerto de repente. Toda la gente se levantó con emoción y horror. Todos se agitaban. Yo permanecí allí, inmóvil, contemplando aquel rostro apagado y de ojos cerrados, cuya última expresión había animado con mi pensamiento.
¿Le asusta la muerte a Dalí?
Esa muerte estuvo sellada por el timbre daliniano. Los muertos son para mí como una blanda almohada sobre la que me duermo, pero el horror a la muerte lo he experimentado en más de una ocasión.
Tenía cinco años. Estábamos en 1909. Uno de mis primos, que había cumplido los veinte, abatió un murciélago con su carabina, hiriéndole en un ojo. Lo guardó dentro de un cubo. Yo tuve un capricho, exigí que me diera el animalillo y corrí a esconderlo en uno de mis lugares preferidos, un lavadero en el que me refugiaba a menudo. Miré al pequeño animal, tembloroso y doliente, que se acurrucaba en su prisión. Le hablé, lo tomé, lo besé en su velluda cabeza. Llegué casi a adorarle. Al día siguiente, en cuanto me desperté, corrí hacia él. Levanté el cubo, pero el animal agonizaba panza arriba, cubierto por un bullicio de hormigas. Vi su lengüecita jadeante y sus dientes de viejo alrededor de su nariz. Lo miré con una piedad infinita, lo tomé, y en lugar de besarlo como había sido mi primera intención, de pronto, con una especie de rabia, de un mordisco casi le seccioné la cabeza. Me sentí sobrecogido por el horror de esa acción, por aquel regusto de sangre que tenía en la boca, y arrojé frenéticamente el pequeño cadáver al lavadero que estaba a mis pies, junto a una gran higuera. Huí con los ojos llenos de lágrimas. Me volví, sin embargo, pero el murciélago había desaparecido bajo el agua. Grandes higos negros flotaban en la superficie como señales de luto. Todavía recuerdo aquel momento con un estremecimiento, y, a menudo, sólo el ver unos puntos negros basta para traer a mi memoria la muerte de aquel animalito.
Cuando niño, tuve también un erizo, pero un día desapareció. Al cabo de una semana lo encontré en un gallinero, muerto. Pero recuerdo que al principio le creí vivo, pues sus púas se agitaban por una multitud de gusanos que, como un paquete hirviente pululaban sobre el cadáver. Su cabeza desaparecía bajo una masa verdusca y gelatinosa. Viví entonces hasta el delirio la extraña fascinación de esta muerte, de este cadáver inmundo, del hedor putrefacto que emanaba de aquel estercolero biológico. Sólo pude apartar mi vista debido a que las piernas me temblaban y a la peste, que me hizo huir. Por aquel entonces comenzaba la recolección del tilo, y a la salida del gallinero, temblando de horror, aspiré como un perfume bendito sus embalsamados efluvios. Pero mi fascinación fue más fuerte. Contuve la respiración y entré de nuevo en el gallinero a contemplar aquel cadáver purulento. Volví acto seguido al aire libre para respirar, y regresé al gallinero aún otra vez. Hedor, tilo, sombra y luz, cadáver, belleza de las flores; este
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