El Valero
—Ni hablar, no quiero vivir aquí —dije mientras avanzábamos por una carretera asfaltada que discurría por detrás de una hilera de casas blanqueadas—. Quiero vivir en las montañas, por Dios santo, no en las afueras de un pueblo del fondo de un valle.
—Cállate y sigue conduciendo —me ordenó Georgina, la mujer sentada a mi lado. Encendió otro cigarrillo de tabaco negro fuerte y me bañó en una nube de humo.
Había conocido a Georgina aquella misma tarde, pero no le había llevado mucho tiempo ponerme en mi sitio. Era una joven inglesa segura de sí misma, con una manera característicamente mediterránea de parecer sentirse a gusto en su entorno. Durante los últimos diez años había vivido en Las Alpujarras, una región situada en las estribaciones de Sierra Nevada, al sur de Granada, y se había hecho un hueco actuando de intermediaria entre los agricultores que querían vender sus cortijos en la montaña y trasladarse a una población y los extranjeros que querían comprarlos. Era un trabajo duro, pero viéndola allanar tratos con el campesino más tosco o discutir de derechos de agua con el burócrata más obstinado, nadie habría podido dudar que ella era la mujer más indicada para el mismo. La única debilidad que tenía era que se negaba a soportar a tontos e indecisos.
—¿Intimidas así a todos tus clientes? —protesté.
—No, sólo a ti. Tuerce a la izquierda.
Obedientemente, giré el volante y dejamos atrás las últimas casas de Órgiva, el pueblo donde me había adoptado mi agente. Entramos dando botes por un camino de tierra y empezamos a bajar hacia el río.
—¿Dónde están las montañas? —dije con voz quejumbrosa.
Georgina ignoró mi pregunta y se puso a mirar los naranjales y olivares a ambos lados de la carretera. Había casas blancas cubiertas por los resecos sarmientos del año anterior y adornadas con vistosos geranios y buganvillas; unos mulos araban el campo; unos trabajadores con monos se inclinaban con el culo en alto entre perfectas hileras de hortalizas; una palmera daba sombra a una parte de la carretera donde unas gallinas nadaban en el polvo. Unos perros dormían en la carretera a la sombra; unos gatos dormían en la carretera al sol. El ser con menor prioridad en la carretera era el coche. Frené y di un poco marcha atrás para bordear un limón.
—Pasa por encima de los limones —me ordenó Georgina.
Ciertamente, había limones a montones, pasando a toda velocidad arrastrados por un torrente de agua que borboteaba por allí cerca; en algunos lugares la carretera era una alfombra de fruta aplastada, y bajo los árboles las esferas amarillas daban un vivo color a la tierra. Recordé un trozo de canción medio olvidada, algo sobre un gitano perdidamente enamorado lanzando limones al Gran Rio hasta que éste se ponía de color dorado.
Los limones, los animales y las flores me reconfortaron un poco. Seguimos avanzando por una llanura tapizada de campos de coles y judías, al final de la cual se alzaba un pequeño cerro. Después de pasar por un platanal, giramos en ángulo recto hacia la derecha y empezamos a ascender por una empinada pendiente con profundos cortes de roca rojiza a ambos lados del camino.
—Esto se va pareciendo más a lo que busco.
—Espérate, todavía no hemos llegado.
Seguimos subiendo más y más, curva tras curva, con el valle del río extendiéndose a nuestros pies como una fotografía aérea. Continuamos avanzando por un desfiladero y de pronto irrumpimos en otro valle. La llanura que habíamos atravesado desapareció completamente, escondida de nuestra vista por la mole de la montaña y ahogada por el rugir del río abajo en el desfiladero.
Allá abajo, junto al río, divisé un pequeño cortijo en el interior de un valle en forma de herradura, una casa abandonada construida en un tajo cubierto de cactus y rodeada por campos descuidados y bancales de viejos olivos.
—La Herradura —anunció Georgina—. ¿Qué te parece?
—Pues que está bien soñar, pero la miseria que tenemos para gastar a duras penas va a permitirnos comprar un lugar así.
—Con el dinero de que dispones podrías comprar ese lugar y aún te sobraría suficiente para arreglarlo.
—No te creo. No puedes estar hablando en serio.
Me mostraba incrédulo porque esto iba mucho más allá de lo que jamás hubiera podido esperar. Había venido a España con una cantidad de dinero que apenas bastaría para comprar un cobertizo en el sur de Inglaterra, esperando adquirir, en el mejor de los casos, una casa en ruinas quizá con un pequeño terreno a su alrededor.
—Bien, no hace falta que vayamos más lejos. Me lo quedo. Vamos a bajar a verlo.
Dejamos el coche al borde de la carretera y descendimos a paso ligero por un sendero. Estaba tan lleno de entusiasmo y alegría que me sentía mareado. Cogí una naranja de un árbol, la primera vez que hacía algo así. Resultó ser la peor naranja que jamás había comido.
—Naranjas dulces —dijo Georgina—. Aquí la mayoría son naranjas dulces, buenas para zumo. Y a los viejos desdentados les gustan.
—Esto es lo que quiero, Georgina. Es un paraíso. Lo quiero para mí, o sea que lo compro ahora mismo.
—No es buena idea andarse con demasiadas prisas en estos asuntos. Vámonos a echar una ojeada a otras fincas.
—No quiero ver ninguna otra finca. Quiero vivir aquí, y en cualquier caso yo soy tu cliente. Hacemos lo que quiero yo, ¿no?, no lo que dices tú.
Cogimos el coche para adentrarnos más en el valle, y Georgina me llevó a ver una ruina de piedra que se deslizaba lentamente por una ladera hacia un precipicio. Estaba rodeada de cactus medio podridos, y las laderas a su alrededor estaban cubiertas por bosquecillos de árboles muertos. En la parte más baja de la finca un manantial de aspecto sospechoso rezumaba agua entre un macizo de espinos.
—¡Ni hablar! ¿Para qué demonios querías que viera este sitio?
—Tiene sus cosas buenas.
—Tiene la ventaja de encontrarse lejos del campo de golf más próximo, pero aparte de eso no sé qué más tiene.
Proseguimos para echar un vistazo a una caseta de hormigón, una granja de pollos, una mugrienta casucha infestada de murciélagos y una especie de cueva llena de excrementos y pedazos de periódicos viejos.
—No quiero seguir viendo más cosas de este tipo. Volvamos a La Herradura.
Así lo hicimos, y al llegar me senté en una piedra caliente del cauce del río soñando uno de esos raros sueños que de pronto empiezan a hacerse realidad a tu alrededor, hasta que Georgina me sacó de mi ensimismamiento.
—Ya sé que es muy bonito, Chris, pero hay algunos problemas con La Herradura. Es propiedad de un cierto número de personas, y no todos quieren venderla, y uno de los que no quieren venderla tiene acceso a una habitación propiedad suya que se encuentra justo en el centro de la casa, lo que podría resultar inconveniente, por no decir de lo más desagradable. Y además está el asunto del agua…
Sus palabras se apagaron al volver ambos la cabeza para captar un retazo de canción que llegaba hasta nosotros por el cauce del río. Logré entender las palabras «rana» y «vasos de cristal», pero el resto se perdía en una voz áspera de barítono. Una cabra roja con un solo cuerno surgió de detrás de una roca. Nos estudió durante unos momentos y después ejecutó esa gracia que ha granjeado a la cabra el cariño de la humanidad desde el inicio de los tiempos, eructar y tirarse un pedo al mismo tiempo.
—Qué listas son para hacer eso, ¿verdad?
Georgina ignoró esta observación.
—El hombre que se nos está acercando —anunció con un urgente susurro— es el propietario de la finca del otro lado del río y creo que podría estar interesado en venderla.
Detrás de la cabra de un cuerno venía un hombre enorme con la cara colorada y la barba crecida, montado a horcajadas en un caballo. Era él quien cantaba, me imagino que para entretenerse mientras vigilaba a la cabra y sus diversos acompañantes, entre los que se incluían un par de vacas, un cabrito, una oveja mugrienta y una pareja de perros. Se detuvo, se inclinó hacia delante en su silla y nos analizó bajo un sucísimo sombrero de playa de algodón blanco. Profiriendo un juramento, detuvo su séquito.