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Chris Stewart - Tres maneras de volcar un barco

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Chris Stewart Tres maneras de volcar un barco
  • Libro:
    Tres maneras de volcar un barco
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2009
  • Índice:
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Tres maneras de volcar un barco: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Agradecimientos

Quisiera dar las gracias a Tom Cunliffe —y, por supuesto, a Ros y Hannah— por permitir que los acompañara a ver el mar; a Tim, por mostrarme las montañas de Grecia; a Florika, por su gran generosidad y amistad, así como a Nat y Mark, de Sort Of: sin ellos toda esta disparatada historia habría caído en el olvido.

Epílogo

Fowey es un lugar de lo más bonito, la perfecta localidad portuaria de Cornualles, con sus abruptos montes tapizados de bosques que parecen desplomarse sobre las tranquilas aguas de su estuario. En otoño, a mi vuelta del continente americano, Ana y yo fuimos en coche hasta allí desde Sussex para pasar un fin de semana con Patrick y su familia. Teníamos muchas ganas de mudarnos a esa zona y volver a empezar cuidando ovejas, aunque, para ser completamente sincero, me estaba costando sacarme de la cabeza el recuerdo del mar. Al parecer, el agua salada me había trastornado tanto que tenía el cerebro lleno a rebosar de barcos y alusiones náuticas.

Mientras coronábamos la cresta que se alza sobre la población, le expuse a Ana mi teoría favorita, a saber, que, como somos una estirpe isleña, el mar ha quedado totalmente impreso en las mismísimas raíces de nuestro idioma.

—Ahí tienes la expresión to the bitter end, por ejemplo —le dije—. Uno pensaría que significa la conclusión de algo bastante negativo e interminable, pero nada de eso. La bita es un poste que tienen los barcos y que sirve para amarrar los cabos, por lo que llegar al bitter end significa que la cuerda se ha acabado. Parece increíble, ¿verdad?

Silencio sepulcral. Ana simuló no haberme oído. De hecho, siguió callada hasta que le presenté a Rosemary, la mujer de Patrick, en quien de inmediato reconoció a otra víctima del lobo de mar que retorna, del pelmazo transoceánico.

Ana solía ser tolerante con mis manías —después de vivir unos cuantos años con una persona como yo, aprendes a ser indulgente con ella—, pero me temo que aquella vez mi nueva obsesión se pasaba un poco de la raya. Tal vez yo fuera realmente insufrible. Al parecer caminaba balanceándome, con lo que yo tomaba por unos andares marineros, salpicaba mis frases de metáforas náuticas y suspiraba con sólo pensar en el mar.

Mientras desayunábamos unos huevos con judías, a Patrick se le ocurrió que tal vez nos apeteciera dar un paseo en su bote de vela.

—Es pequeño, pero hará que le cojas un poco el truco al viento y el agua —le dijo a Ana.

Estaba sentada frente a mí. La miré e intenté convencerla:

—¡Vamos! Así podrás comprobar de qué te hablaba. Será un paseo mañanero muy agradable.

—Quizá tú lo encuentres agradable —repuso ella—, pero a mí me parece que ahí fuera hace un tiempo muy poco apetecible. Además, no hace mucho calor que digamos, ¿no?

—Estarás en buenas manos —le aseguró Patrick—. Tu hombre es un experto en la materia. Sabe qué hacer cuando te encuentras en un aprieto.

Viniendo de Patrick, aquello representaba un auténtico elogio. Sintiéndome un poco ufano y lleno de satisfacción, le pasé varonilmente un brazo por los hombros a mi novia.

—Si sólo nos hiciéramos a la mar cuando luce el sol, ¿dónde diablos estaríamos ahora? ¿Qué habría sido de nuestra estirpe isleña? —insistí, lo cual dará una idea al lector de lo mal que se habían puesto las cosas.

Con una paciencia impropia de ella, Ana se privó de darme la contestación obvia.

—Bueno, vale, qué remedio —dijo—. Vamos a ver qué has aprendido navegando por esos mares.

Patrick nos llevó al muelle, donde guardaba su compacto botecito de fibra de vidrio, y me ayudó a prepararlo para hacernos a la mar. La tarea sólo nos llevó unos minutos, un juego de niños después de nuestro viaje por el Atlántico.

Ana adoptó entonces una expresión de desaprobación típicamente femenina, la que una mujer adopta cuando se le ocurren mil buenas razones para no hacer algo pero sabe que tú vas a hacerlo de todos modos. Sin embargo, la sensación de euforia que la invadió cuando empezamos a avanzar dando saltos por encima de las olitas del resguardado puerto le borró esa expresión del rostro, y al cabo de un rato también ella era toda sonrisas. Orgulloso y satisfecho, aproé (que significa poner proa al viento), cacé la escota y ceñí más hacia el viento.

Salimos como una exhalación a mar abierto en dirección al club náutico, donde, a pesar de que era una mañana fresca, había un pequeño grupo de personajes con pinta de capitanes de yate reunidos en la terraza. Ni que decir tiene que iban perfectamente vestidos para la ocasión, con gorra y chaqueta marinera y pantalones de lona blancos, y estaban bebiéndose sus gin-tonics mientras escudriñaban el mar protegiéndose los ojos del sol con la mano. Aproé un poco más y entonces, para mi consternación, me di cuenta de que avanzábamos directa y rápidamente hacia las rocas de debajo de la terraza.

—¡¿Listos para virar?! —chillé.

—¿Qué demonios quieres decir? —preguntó Ana, mirándome estupefacta como si yo hubiera proferido a gritos una frase de mal gusto.

—Es lo que se dice cuando quieres cambiar de dirección —le expliqué apresuradamente sin perder de vista las rocas, que se aproximaban a toda velocidad—. Hay que decir «¿Listos para virar?» y después «¡Ahora!», y…

—¿Y por qué no puedes decir sencillamente «Ahora vamos a doblar», como decías cuando estábamos en Grecia?

—Porque es menos conciso y se presta a confusión, y además no es lo que se supone que tienes que decir… ¿comprendes? Y ahora mejor que nos demos prisa; de un momento a otro aquí va a armarse la de Dios. ¿Listos para virar?

—De acuerdo —refunfuñó Ana (aunque «¿Listos para virar?» es en realidad una pregunta retórica y, como tal, no necesita respuesta).

—¡Ahora! —chillé, empujando con un movimiento brusco la caña del timón.

—¡¿Qué demonios…?! —gritó Ana cuando la botavara pasó violentamente al lado opuesto dándole un fuerte golpe en la oreja.

El bote volcó en un abrir y cerrar de ojos, dejándonos a Ana y a mí debatiéndonos con medio cuerpo en el agua. Debido a la confusión, perdí el control del timón y la pequeña embarcación siguió girando.

—¡Largar las escotas! —grité.

—¿Largar las qué? —preguntó Ana, también a voz en cuello.

Entonces el viento llenó de repente la vela por el otro lado y, dado que nuestro peso estaba en el costado inapropiado, caímos al agua con el bote encima.

—¡Mierda! —barboté mientras el agua helada me cubría la cabeza. Salí como pude de debajo de la vela y miré alrededor en busca de mi novia.

Ana no tardó en salir a la superficie y nos agarramos al casco vuelto del revés. La miré un poco avergonzado. Tras sacudirse el agua del pelo y escupir un chorro de agua, dijo:

—Ya sabía yo que iba a pasar esto. —Se señaló la muñeca y añadió—: Mira, incluso me he dejado el reloj en tierra.

Acto seguido me dirigió una amplia y acuosa sonrisa por encima del casco volcado y soltó una carcajada. Para mí fue toda una revelación. «Es una mujer absolutamente excepcional —me dije—. Ahí está, en las últimas, cabeceando en el agua como si fuera un barco a punto de irse a pique, y se echa a reír». Cuanto más pensaba yo en aquello, más convencido estaba de que, con ella a mi lado, las cosas irían siempre viento en popa.

PRIMERA PARTE

Título de tripulante

SEGUNDA PARTE

Las islas griegas

TERCERA PARTE

A mal tiempo, buena cara

Los Jumblies

I

A la mar se hicieron en un colador, sí señor,

en un colador a la mar se hicieron,

pese a lo que opinaran sus amigos,

una tormentosa mañana de invierno,

¡a la mar se hicieron en un colador!

Y cuando el colador daba vueltas y vueltas

y todos gritaban: «¡Os vais a ahogar!»,

ellos dijeron a voces: «Aun grande no siendo nuestro colador,

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