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Hernán Casciari - España, perdiste

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Hernán Casciari España, perdiste

España, perdiste: resumen, descripción y anotación

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España, perdiste es un libro sincero en el que el humor toma la palabra para poner en solfa la relación entre argentinos y españoles. Ambos se reirán a pierna suelta de las situaciones humorísticas que el autor plantea, y aquellos argentinos que devoren el libro llorarán por la nostalgia de un país que aunque vive dentro de ellos, lo hace muy lejos. Una mirada incisiva, nostálgica y desopilante de la convivencia que argentinos y españoles desarrollan en la península.

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España, perdiste es un libro sincero en el que el humor toma la palabra para poner en solfa la relación entre argentinos y españoles. Ambos se reirán a pierna suelta de las situaciones humorísticas que el autor plantea, y aquellos argentinos que devoren el libro llorarán por la nostalgia de un país que aunque vive dentro de ellos, lo hace muy lejos.

Una mirada incisiva, nostálgica y desopilante de la convivencia que argentinos y españoles desarrollan en la península.

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Hernán Casciari

España, perdiste

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II El deporte nacional Tan lejos del dolor y de la fiesta La noche del 27 de - photo 3

II. El deporte nacional
Tan lejos del dolor y de la fiesta

La noche del 27 de diciembre de 2001, una semana después del caos, ya habíamos tenido cuatro nuevos ex-presidentes, y yo buscaba con desesperación, en Barcelona, un bar con TV satelital para ver a Racing salir campeón en un país que se estaba cayendo a pedazos.

Recuerdo el bar, casi vacío. Dos españoles mirando esa final como quien ve llover, un camarero aburrido y con sueño, y un chico argentino, desgarbado, envuelto en una bandera celeste y blanca, sentado solo en una mesa, agarradito a una botella de Damm. Cristina y yo nos acodamos en la barra. Afuera un invierno cerrado, que no hacía juego con las tribunas que mostraba la tele, con la hinchada enloquecida y en cuero, revoleando las camisetas.

Había sido una semana muy rara. El día veinte me desayuné con esta portada en La Vanguardia, el 21 con esta otra, y desde entonces en los noticieros españoles no se habló de otra cosa más que de la debacle de un pueblo.

Los catalanes me preguntaban por mi familia, si estaban bien, si les había ocurrido algo. Los taxistas —al escuchar mi acento— querían saber cómo era posible, un país tan rico, gente tan culta. Argentina se estaba yendo a la mierda como siempre: es decir, más que nunca. Pero esta vez yo no estaba.

Nunca pensé que sería tan triste el fútbol. Desde que tengo uso de razón, una de los milagros que más deseé en la vida es que Racing saliera campeón mientras viviera mi padre (confié siempre en su longevidad mucho más que en el equipo), que pudiéramos verlo juntos como lo vimos descender en el '83, como lo vimos resurgir un año después, contra Lanús en cancha de River. Ver juntos a Racing campeón, en el sillón de casa o en la cancha, y después ir a una plaza a gritar, o a tocar bocina por la calle venticinco; eso quería yo.

A diez mil kilómetros, tan lejos y tan cerca del milagro, mis ojos miraban el monitor —aburridísimo partido— pero estaban en otra parte: mi vieja trayendo el mate, yendo y viniendo de la cocina al comedor, preguntando "cómo van"; mi papá en su sillón de siempre, mirando la hora, puteando al idiota que llamaba por teléfono (mi papá piensa que si alguien llama por teléfono en medio de un partido trascendente, es mujer o es puto). Y después mi sillón vacío. No podía dejar de pensar en mi hueco sin nadie, y me molestaba en el hígado saber que mi viejo tampoco estaba disfrutando porque le faltaba algo. No podía dejar de pensar que todo el mundo estaba en su sitio menos él y yo.

Cuando el juez señaló el centro del campo y pitó el final, Racing había salido campeón después de 34 años. Yo tenía treinta, y un nudo en la garganta del tamaño de un pomelo. Automáticamente agucé el oído para empezar a oír los bocinazos de los coches por Passeig Sant Joan. El silencio fue como un cachetazo. El chico argentino, desgarbado, que había moqueado en silencio durante todo el partido, ahora había metido la cabeza entre los brazos y se había hundido en el llanto. Pensé que seguramente también pensaba en su padre, en esas ironías.

Entonces miré al camarero y al dueño del bar, a ver si me hacían un guiño, pero lavaban las copas y miraban la hora esperando cerrar, como si en ese pitido arbitral no hubiese cambiado el mundo para siempre. Me acuerdo como si fuera ahora: mientras Macaya Márquez hacía el resúmen del partido, me puse de espaldas a Cristina para que no me pensara un maricón, para que no me viera llorar ni creyera que el fútbol, esa tontería, podía hacerme sufrir.

Lloré de cara a la pared, en un lugar del planeta donde Racing no era nada. Nunca —ni antes ni después— me había sentido tan lejos de todo lo mío, tan a destiempo del mundo, tan del revés de mi vida, tan en orsai, desesperadamente solo. Lejos como nunca del dolor y de la fiesta.

En Europa no se consigue

La primera cosa horrible que ocurrió en mi matrimonio tuvo lugar la madrugada del 6 de junio del año 2002. Acostumbrado a mis orígenes, di por sentado que Cristina, como cualquier mujer adoradora de su marido, se iba despertar a las cinco de la mañana para ver conmigo el Mundial del Japón. Para cebar mate en silencio y disfrutar de las tribunas multicolores, para preguntar esas cosas que preguntan las mujeres durante los mundiales, esas ridiculeces simpáticas que respondemos con desgano disfrazado de dulzura. Pero no.

Cristina, al igual que el resto de las mujeres españolas, siguió durmiendo durante ésa y todas las madrugadas de junio. Un sueño, el suyo, que me llenó de tristeza, porque el único motivo por el que un argentino acepta vivir en pareja es, sin duda, que la mujer lo mime en medio de un partido complicado.

No sé cómo funcionará el amor en otras familias, pero en mi hogar mercedino el amor de madre, o el amor de esposa, alcanzaba su máxima expresión cuando Chichita entraba al comedor a los cinco minutos del primer tiempo con la bandeja del mate y los bizcochitos de grasa. O cuando, promediando un partido trabado, asomaba la cabeza por la puerta y preguntaba:

—¿Siguen uno a uno?

A mi madre, como es lógico, le importaba una mierda el resultado de la semifinal de la Copa Libertadores. Pero en esa pregunta ("¿siguen uno a uno?") había otra inquietud escondida, una duda que sí era fundamental para ella. La pregunta tácita era esta otra:

—¿Cómo está mi familia? ¿Son ustedes felices con este empate transitorio, o debo preocuparme y amasar una pastafrola?

La mujer argentina, desde que es hermana menor, es decir desde la cuna misma, ve llorar a su padre, a sus tíos y a su abuelo. Esto no suele pasarle a las demás mujeres del mundo. Ver llorar a un hombre no es tan fácil en otros países. Y esto, el llanto masculino, marcará para siempre a la mujer nacional.

Sabe esta mujercita, desde la niñez de sus trenzas, que el hombre sufre. Que no es tan macho. Que el hombre se angustia y llora y patalea, que hace puchero frente a un corner a la olla en área propia cuando faltan dos minutos, o que se persigna con repentina devoción católica ante un avance peligroso; y conoce de sobra, la mujer argentina, que el hombre se quedará mudo días enteros si echan a la Selección de un Mundial en semifinales, o que será capaz de abrazar y besar a todas las mujeres de la casa si su equipo logra el triple punto G —gustar, ganar, golear— y que habrá felicidad y alegría en la pobreza del hogar si el domingo por la tarde la radio trae buenas noticias desde la cancha de Talleres.

La mujer argentina (y la brasileña, y la uruguaya; no la chilena, no la española) nace sabedora de esta pasión que envuelve al hombre de la casa. No sólo eso: la mujer argentina guarda en su memoria para siempre el recuerdo feliz de cuando su padre la llevaba, sobre los hombros, a la cancha, y le explicaba los secretos maravillosos del balompié desde una tribuna atiborrada de otros hombres con otras hijas en brazos.

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