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Hernán Casciari - El pibe que arruinaba las fotos

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Hernán Casciari El pibe que arruinaba las fotos
  • Libro:
    El pibe que arruinaba las fotos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2009
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A Chiri Desde su más rolliza infancia el gordito Casciari arruinaba las fotos - photo 1

A Chiri

Desde su más rolliza infancia, el gordito Casciari arruinaba las fotos. Todas las fotos. Con el tiempo las cosas cambiaron. Se había convertido en un adolescente que arruinaba, sin querer, los momentos importantes de su vida: amores juveniles, estudios, vidas ajenas y la salud de sus mayores. El clima de Mercedes, el agobio de la situación familiar y la necesidad de escapar, lo impulsaron a la búsqueda de sí mismo por el camino de la escritura, el único sitio donde todavía es posible inventarse un pasado mejor.

Hernán Casciari El pibe que arruinaba las fotos ePub r11 lenny 120813 - photo 2

Hernán Casciari

El pibe que arruinaba las fotos

ePub r1.1

lenny12.08.13

Título original: El pibe que arruinaba las fotos

Hernán Casciari, 2009

Fotografía de portada: Familia Pontoni

Editor digital: lenny

Corrección de erratas: jascnet

ePub base r1.0

HERNÁN CASCIARI nació en Mercedes Buenos Aires en marzo de 1971 Es escritor - photo 3

HERNÁN CASCIARI nació en Mercedes Buenos Aires en marzo de 1971 Es escritor - photo 4

HERNÁN CASCIARI nació en Mercedes, Buenos Aires, en marzo de 1971. Es escritor y periodista. Ha recibido el Primer Premio de Novela en la Bienal de Arte de Buenos Aires (1991), con la novela Subir de espaldas la vida, y el premio Juan Rulfo (París, 1998), con el relato Ropa sucia. Desde el año 2000 está radicado en Barcelona, desde donde ha escrito una serie de blogonovelas pioneras en la literatura por Internet. En febrero de 2004 comienza a escribir artículos, ensayos y piezas cortas de ficción en su blog personal Orsai. Ha publicado las novelas El pibe que arruinaba las fotos y Más respeto que soy tu madre (que adaptó al teatro con gran éxito Antonio Gasalla), y los libros de relatos, España, decí alpiste, El nuevo paraíso de los tontos y Charlas con mi hemisferio derecho. Sus libros han sido traducidos a varios idiomas. Hasta septiembre de 2010 fue columnista semanal de opinión en El País (España) y La Nación (Argentina), periódicos a los que renunció para embarcarse en el proyecto Orsai.

I

La desgracia llega en sobres papel madera

En la infancia yo siempre arruinaba las fotos. Todas las fotos. A los tres años empecé a desarrollar esta patología extraña, perversa, fruto de algún complejo o trauma no resuelto. No sé bien por qué lo hacía, pero no era capaz de evitarlo. Podría definirse como un tic, pero no lo era. Podía pensarse que se trataba de una gracia infantil, pero tampoco. Me pasó durante años y lo sufrí en silencio hasta hoy, que me atrevo a contarlo. Todavía me causa un poco de vergüenza hablar del tema.

Cada vez que veía a alguien a punto de hacerme una fotografía, individual o de grupo, casual o pautada, una fuerza más poderosa que cien caballos me obligaba a poner un determinado gesto histriónico. Siempre el mismo gesto, durante dolorosísimos años. En mi casa de Mercedes hay cantidad de fotos mías, que van desde que tengo uso de razón hasta el otoño en que el presidente Videla vino en persona al colegio y nos regaló una jaula gigante; en todas las fotos de esa época aparezco inmortalizado con esa cara de idiota. Burlándome del buen gusto; despreciando la posteridad de los álbumes familiares.

La mueca, técnicamente hablando, era un homenaje involuntario a cuatro celebridades de entonces. Un segundo antes del flash, yo inflaba las mejillas como el actor mexicano Carlos Villagrán, ponía la trompa como el cómico argentino José Marrone, y los ojos bizcos como la vedette Susana Giménez. A la vez, ladeaba un poco el cogote para la derecha, como el científico Stephen Hawking. El resultado era de un patetismo brutal.

Las primeras ocho o doce veces que lo hice me festejaron la gracia. Según mis estudios posteriores, comencé a desarrollar esta enfermedad en Mar del Plata, en el verano del setenta y cuatro. La primera foto que arruiné todavía existe, descolorida, en algún cajón de mi casa. En toda la serie de fotografías de aquellas vacaciones tengo ese gesto infame. Pero mis padres no captaron entonces la gravedad del suceso.

Al principio se reían, creyéndome un gordito extravagante. Con el tiempo le restaron importancia al asunto, con una frase que usaban mucho conmigo para casi cualquier cosa:

—Dejálo, quiere llamar la atención.

Sin embargo los años y las fotos se sucedían y yo no lograba quitarme esa mueca de la cara cada vez que oía el clic de una cámara. En la intimidad de mi habitación, y aún siendo muy niño para traumatizarme por algo, yo sabía que tenía un problema grave. Los demás, en cambio, seguían pensando que aquello era normal y pasajero.

Marcos, mi abuelo materno, fue el primero en darle importancia al asunto. Durante la Navidad del setenta y seis llamó a mi madre aparte y le dijo que yo era un pelotudo, que había que hacer algo con urgencia, que no podía ser que me burlase de toda la familia y le arruinara, sistemáticamente, las fotos de las Fiestas y las Pascuas, y que si alguien no me encarrilaba a tiempo, yo de grande iba a terminar muy mal: o muerto apuñalado en una zanja o, lo que es peor, dijo mi abuelo tocando madera, haciendo bolos en los programas de los hermanos Sofovich.

El regreso a casa en coche resultó ser la primera confrontación pública con mi enfermedad secreta. Mi madre, un poco cortada, me dijo que dejara de hacer morisquetas en las fotos. Me lo dijo con calma, pero dolorida por el sermón de su padre, al que respetaba mucho. Y sobre todo, me lo dijo como si esas muecas fuesen algo manejable para mí, como si yo, realmente, pudiese controlar el problema. Me aconsejó dejar de hacerlo, y se quedó tranquila.

En marzo del setenta y siete comencé la escuela primaria. Yo ya no era un chico de jardín de infantes, ya no se me perdonaba todo: comenzaba a usar guardapolvo blanco, bléizer, e iba al colegio engominado. Ya sabía leer, y ya sabía escribir. A las dos semanas de clase nos sacaron a todos al patio para hacernos la típica foto de grupo. Las maestras me colocaron en la primera fila, a la izquierda de la pizarra negra que ponía Escuela N° 1, Primer Grado B. Juro que hice un esfuerzo sobrehumano para que no ocurriera la catástrofe, pero la mueca apareció, inmensa, justo en el momento del flash.

A la semana, en un sobre color madera, llegó la fotografía escolar a mi casa y las cosas empezaron a complicarse. Mi madre se desinfló en la cama grande, angustiada, y guardó la foto en un cajón en vez de ponerla en el álbum. No hablamos del tema nunca. Por fin todos sabíamos que yo padecía una enfermedad extraña, pero la familia no era capaz de afrontar el tema en la sobremesa.

Pasó todo ese año en puntas de pie. Yo intentaba no ponerme jamás delante de una cámara, y mi madre me quitaba de las reuniones y cumpleaños cuando llegaba el fotógrafo. Pero al siguiente marzo, cuando empecé segundo grado en un colegio distinto, los nuevos profesores (ignorantes de mi patología) me dieron otra vez posición de honor en la foto de grupo. Segundo Grado, 1978. Escuela Normal Superior, decía esta vez la pizarra. Y como el tiempo pasaba veloz, la foto ya era a colores, y mi mueca asquerosa apareció, entonces, tres veces más nítida y real.

Mi familia ya no sabía qué hacer conmigo. Con desconcierto le echaban la culpa a los muchos libros que yo ya empezaba a leer por las noches. En ese tiempo me gustaban Tom y Huck, los personajes de Mark Twain, más que cualquier otra cosa en la vida.

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