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Vivian Gornick - Apegos Feroces

Aquí puedes leer online Vivian Gornick - Apegos Feroces texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1986, Editor: ePubLibre, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Vivian Gornick Apegos Feroces
  • Libro:
    Apegos Feroces
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1986
  • Índice:
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Apegos Feroces: resumen, descripción y anotación

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Pocas veces en la literatura se ha retratado de manera tan humana, vital y honesta la relación entre una madre y su hija como en Apegos feroces, las memorias de la escritora y activista Vivian Gornick, ahora publicadas por primera vez en español desde que vieran la luz en inglés en 1987. Gornick, una mujer madura, camina con su madre, ya anciana, por las calles de Manhattan, y en el transcurso de esos paseos llenos de reproches, de recuerdos y complicidades, va desgranando el relato de la lucha de una hija por encontrar su propio lugar en el mundo. Desde muy temprano, Gornick se ve influenciada por dos modelos femeninos muy distintos: uno, el de su madre, una mujer neurótica, terca e inteligente que dedica toda su energía al cuidado de su familia, que coloca el amor en el centro de su existencia y renuncia a cualquier otro ideal; el otro, el de Nettie, la joven vecina apasionada, inexperta y dependiente, viuda y madre de un bebé, que sólo se siente segura frente a los hombres, consciente de que es sensualidad en estado puro. Ambas, figuras protagónicas en el mundo plagado de mujeres que es su entorno, representan modelos que la joven Gornick ansia y detesta encarnar, y que determinarán su relación con los hombres, el trabajo y otras mujeres durante el resto de su vida. Ésta es la historia de un vínculo delicado y fatigoso, de un nexo que define y limita al mismo tiempo, pero también es el retrato de una sociedad y una época, y una extensa meditación sobre la experiencia de ser mujer.

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APEGOS FEROCES

Tengo ocho años. Mi madre y yo salimos de nuestro apartamento, que da al rellano del segundo piso. La señora Drucker está de pie, junto a la puerta abierta del apartamento de al lado, fumando un cigarrillo. Mi madre echa la llave y le pregunta:

—¿Qué haces aquí?

La señora Drucker señala hacia dentro con la cabeza.

—Este, que quiere echarme un polvo. Le he dicho que ni tocarme sin pasar antes por la ducha.

Yo sé que «este» es su marido. «Este» siempre es el marido.

—¿Por qué? ¿Tan sucio está? —dice mi madre.

—Es un cerdo asqueroso —dice la señora Drucker.

—Drucker, eres una puta —dice mi madre.

La señora Drucker se encoge de hombros.

—No puedo montar en metro —dice.

En el Bronx, «montar en metro» era un eufemismo para ir a trabajar.

Viví en aquel bloque de pisos entre los seis y los veintiún años. En total había veinte apartamentos, cuatro por planta, y lo único que recuerdo es un edificio lleno de mujeres. Apenas recuerdo a ningún hombre. Estaban por todas partes, claro está —maridos, padres, hermanos—, pero solo recuerdo a las mujeres. Y las recuerdo a todas tan toscas como la señora Drucker o tan feroces como mi madre. Nunca hablaban como si supiesen quiénes eran, como si comprendieran el trato que habían hecho con la vida, pero a menudo actuaban como si lo supiesen. Astutas, irascibles, iletradas, parecían sacadas de una novela de Dreiser. Había años de aparente calma y, de repente, cundían el pánico y la locura: dos o tres vidas marcadas (quizá arruinadas) y el tumulto se apagaba. De nuevo calma silenciosa, letargo erótico, la normalidad de la abnegación cotidiana. Y yo —la niña que crecía entre todas ellas, formándose a su imagen y semejanza— me empapaba de ellas como de cloroformo impregnado en un paño apretado contra mi cara. He tardado treinta años en entender cuánto entendí de ellas.

Mi madre y yo hemos salido a dar un paseo. Le pregunto si recuerda a las mujeres de aquel edificio del Bronx.

—Cómo no —responde.

Le digo que siempre he pensado que la rabia sexual era lo que las hacía estar tan locas.

—Totalmente —afirma sin aminorar el paso—. ¿Te acuerdas de la Drucker? Solía decir que si no se hubiese fumado un cigarrillo mientras tenía relaciones con su marido se habría tirado por la ventana. ¿Y Zimmerman, la de enfrente? La casaron a los dieciséis, odiaba al tipo a muerte y solía decir que si se mataba en el trabajo (era obrero de la construcción) sería un mitzvah. —Mi madre se detiene. El volumen de su voz disminuye, sobrecogida por su propio recuerdo—. De hecho, él solía tomarla por la fuerza —dice—. La pillaba en mitad del salón y la arrastraba hasta la cama. —Se queda mirando al vacío durante un momento. A continuación, me dice—: Los hombres europeos. Eran unos animales. Unos auténticos animales. —Retoma el paso—. Una vez, la Zimmerman lo dejó fuera. Él tocó nuestro timbre. No se dignó a mirarme. Preguntó si podía usar nuestra salida de incendios. Yo no le dirigí la palabra. Cruzó toda la casa y salió por la ventana. —Mi madre se echa a reír—. Esa salida de incendios, ¡qué buenos servicios nos prestó! ¿Te acuerdas de Cessa, la de arriba? No, claro, seguro que no te acuerdas. Vivió apenas un año justo después de mudarnos nosotros y luego ya fue cuando llegaron los rusos. Pues la Cessa y yo nos llevábamos muy bien. Si me paro a pensar, se me hace raro. Apenas nos conocíamos, incluyo a todas, a veces ni nos hablábamos, pero vivíamos unas encima de las otras y nos pasábamos el día saliendo y entrando las unas de casa de las otras. Todo el mundo se enteraba de todo nada más pasar. Unos pocos meses en el edificio y las mujeres ya eran, digamos, íntimas.

»Pues esta Cessa era una mujer joven y guapa que llevaba casada solo unos pocos años. No quería a su marido, aunque tampoco lo odiaba. De hecho, él era un hombre bastante agradable. Qué quieres que te diga, no lo quería, así que se pasaba todo el día fuera de casa. Creo que se había buscado un amante por ahí. En fin, tenía una melena negra que le llegaba hasta el culo. Un día, se la cortó. Quería ser moderna. Su marido no le dijo nada, pero su padre llegó a la casa, le echó un vistazo a su pelo corto y le arreó un bofetón que casi la manda al otro barrio. Después, le ordenó al marido que la dejase encerrada en casa durante un mes. Solía bajar por la escalera de incendios hasta mi ventana para salir por la puerta de nuestra casa. Todas las tardes durante un mes. Un día, a su vuelta, nos tomamos las dos un café en la cocina y le digo: “Cessa, dile a tu padre que esto son los Estados Unidos, Cessa, los Estados Unidos. Eres una mujer libre”. Ella me mira y dice: “¿Qué quieres? ¿Que le diga a mi padre que esto son los Estados Unidos? Pero si nació en Brooklyn”.

La relación con mi madre no es buena y, a medida que nuestras vidas se van acumulando, a menudo tengo la sensación de que empeora. Estamos atrapadas en un estrecho canal de familiaridad, intenso y vinculante: durante años surge por temporadas un agotamiento, una especie de debilitamiento, entre nosotras. Después, la ira brota de nuevo, ardiente y clara, erótica en su habilidad para llamar la atención. Últimamente estamos a malas. La manera que tiene mi madre de «lidiar» con los malos momentos es echarme en cara a gritos y en público la verdad. Cada vez que me ve, dice: «Me odias. Sé que me odias». Voy a hacerle una visita y a cualquiera que esté presente —un vecino, un amigo, mi hermano, uno de mis sobrinos— le dice: «Me odia. No sé qué tiene contra mí, pero me odia». Del mismo modo, es perfectamente capaz de parar por la calle a un completo desconocido cuando salimos a pasear y soltarle: «Esta es mi hija. Me odia». Y a continuación se dirige a mí e implora: «¿Pero qué te he hecho yo para que me odies tanto?». Nunca le respondo. Sé que arde de rabia y me alegra verla así. ¿Y por qué no? Yo también ardo de rabia.

Pero paseamos por las calles de Nueva York juntas continuamente. Ahora ambas vivimos en el Lower Manhattan, nuestros apartamentos están a kilómetro y medio de distancia y, cuando nos visitamos, lo hacemos a pie. Mi madre es una campesina urbana y yo soy la hija de mi madre. La ciudad es nuestro elemento natural. Las dos tenemos aventuras a diario con conductores de autobús, mendigas que arrastran carritos, acomodadores y locos callejeros. Pasear saca lo mejor de nosotras. Yo ahora tengo cuarenta y cinco años y mi madre, setenta y siete. Está fuerte y sana. Recorre la isla conmigo sin dificultad. Durante estos paseos no nos queremos, sino que a menudo rabiamos una contra la otra, pero de todas formas paseamos.

Nuestros mejores momentos juntas son cuando hablamos del pasado. Yo le digo: «Mamá, ¿te acuerdas de la señora Kornfeld? Cuéntame esa historia otra vez», y ella se recrea contándomela de nuevo. (Lo único que odia es el presente; en cuanto el presente se hace pasado, comienza a amarlo inmediatamente). Cada vez que cuenta la historia, es la misma y también es completamente distinta, porque cada vez que la oigo soy más mayor y se me ocurren preguntas que no le hice la última vez.

La primera vez que mi madre me contó que su tío Sol había intentado acostarse con ella, yo tenía veintidós y la escuché en silencio: embobada y aterrorizada. Me sabía de memoria los antecedentes. Ella era la menor de dieciocho hermanos, ocho de los cuales sobrevivieron hasta la edad adulta. (Imaginaos: mi abuela se pasó veinte años embarazada). Cuando la familia llegó a Nueva York desde Rusia, Sol, el hermano menor de mi abuela y de la misma edad que su hijo mayor (su madre también se había pasado veinte años embarazada), iba con ellos. Los dos hermanos mayores de mi madre habían llegado unos años antes que el resto de la familia, para trabajar en la industria textil, y habían alquilado un piso sin agua caliente en el Lower East Side para los once: baño en el pasillo, cocina de carbón, una hilera de oscuros cuchitriles interiores. Mi madre, que por entonces tenía diez años, dormía sobre dos sillas en la cocina porque mi abuela tenía un inquilino.

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