PATRICK RADDEN KEEFE es periodista en plantilla de The New Yorker y autor de otros dos libros de no ficción: Chatter (2006) y The Snakehead (2009). Ha publicado artículos en The New York Times Magazine , Slate y The New York Review of Books . En 2014 recibió el National Magazine Award en la categoría de crónica por «A Loaded Gun» y fue finalista del mismo premio en la categoría de reportaje en los años 2015 y 2016. Actualmente ostenta una beca Guggenheim y otra de la New America Foundation.
Todas las guerras se libran dos veces,
la primera en el campo de batalla
y la segunda en el recuerdo.
VIET THANH NGUYEN
Para Lucian y Felix.
3
DESALOJO
Jean McConville apenas si dejó rastro. Desapareció en una época muy caótica, y los hijos que dejó eran tan pequeños que muchos de ellos no habían elaborado todavía un catálogo amplio de recuerdos. Pero nos ha quedado una fotografía de Jean; es una instantánea en la que aparece delante de la casa familiar, en East Belfast, a mediados los años sesenta. Jean está de pie con tres de sus hijos, y Arthur, su esposo, aparece acuclillado en primer plano. Jean mira al objetivo, con los brazos cruzados sobre el pecho, los labios fruncidos en una sonrisa, los ojos entornados al sol. Un detalle que varios de sus hijos sí recordarían es un imperdible, uno de color azul que llevaba prendido de la ropa, porque a uno u otro de sus críos siempre le faltaba un botón o había que arreglarle cualquier otra cosa. Era el accesorio que la definía.
Jean Murray había nacido en 1934, hija de Thomas y May, un matrimonio protestante de East Belfast. Belfast era una ciudad de chimeneas y campanarios, gris y cubierta de hollín, con una montaña verde y chata a un lado y al otro el Belfast Lough, una ensenada del canal del Norte. Había fábricas de hilo y de tabaco, un puerto donde se construían barcos e hileras e hileras de casas de trabajadores, todas de ladrillo, todas idénticas. Los Murray vivían en Avoniel Road, no lejos del astillero Harland & Wolff, famoso por ser donde se construyó el Titanic. El padre de Jean trabajaba en Harland & Wolff. Todas las mañanas, cuando Jean era muy pequeña, se sumaba a la procesión de millares de hombres que desfilaba camino de los astilleros, y todas las tardes volvía cuando la procesión de obreros hacía el camino opuesto. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, las fábricas de hilo de Belfast produjeron millones de uniformes y en los astilleros se construyeron muchos buques de guerra. Luego, una noche de 1941, cuando a Jean le faltaba poco para cumplir siete años, las sirenas de la alarma antiaérea empezaron a sonar cuando una formación de bombarderos de la Luftwaffe sobrevoló la costa lanzando minas en paracaídas y bombas incendiarias. Harland & Wolff estalló en llamas.
Jean McConville, con Robert, Helen, Archie, y su marido, Arthur.
La educación de las chicas no era una prioridad en el Belfast obrero de aquellos tiempos, de modo que cuando Jean cumplió los catorce, dejó los estudios y se puso a buscar trabajo. Acabó encontrando un empleo como criada de una viuda católica que vivía cerca de su casa, en Hollywood Road. La viuda se llamaba Mary McConville y tenía un hijo ya mayor, Arthur, hijo único además, que era militar del ejército británico. Arthur tenía doce años más que Jean y era muy alto. La diferencia de estatura era muy notable, puesto que Jean solo medía un metro cincuenta con zapatos. Arthur pertenecía a una larga saga de soldados y solía contarle anécdotas de su estancia en Birmania combatiendo contra los japoneses.
Cuando Jean y Arthur se enamoraron, el hecho de que procedieran de diferentes vertientes de la divisoria religiosa no pasó desapercibido a sus respectivas familias. En los años cincuenta las tensiones eran, en ese sentido, menos pronunciadas de lo que lo habían sido anteriormente y lo serían más adelante, pero aun así una pareja «mestiza» era poco habitual. Y esto no solo por razones de solidaridad tribal, sino porque protestantes y católicos solían vivir en mundos restringidos: residían en vecindarios diferentes, iban a colegios e institutos diferentes, tenían empleos diferentes, frecuentaban pubs diferentes. Al entrar a trabajar como criada en casa de la madre de Arthur, Jean había cruzado una línea roja. Y cuando Arthur y ella empezaron a salir, la madre de él puso mala cara. (Tampoco a la madre de Jean debió de hacerle gracia, pero aceptó que se casaran, aunque uno de los tíos de Jean, que era de la orden de Orange, le pegó una paliza por aquella transgresión).
La joven pareja se fugó a Inglaterra en 1952. Estuvieron viviendo un tiempo en el cuartel militar donde Arthur estaba destinado, pero en 1957 regresaron a Belfast para instalarse en casa de la madre de Jean. El primer hijo que tuvieron, una niña, Anne, nació con una rara enfermedad genética que la dejaría hospitalizada durante la mayor parte de su vida. A Anne le siguieron poco después Robert, Arthur (más conocido como Archie), Helen, Agnes, Michael (a quien todos llamaban Mickey), Thomas (al que todos llamaban Tucker), Susan y, por último, los mellizos Billy y Jim. Entre Jean, su madre, Arthur y los hijos, eran como una docena de personas en la pequeñísima casa de Avoniel Road. La planta baja tenía una salita con vistas a la calle y una cocina en la parte de atrás, con una letrina fuera, un fogón al aire libre y un fregadero sin agua caliente.
Arthur dejó las fuerzas armadas en 1964 y con la pensión decidió montar un pequeño negocio de reparaciones a domicilio, pero siempre procuró tener un empleo fijo. El primer trabajo fue en una empresa de maquinaria, pero le duró lo que tardaron sus jefes en descubrir que era católico. Estuvo empleado durante un tiempo en una cordelería. Los hijos, más adelante, recordarían ese período (la foto es de entonces) como una época de felicidad. Hubo privaciones, qué duda cabe, pero nada del otro mundo para unos hijos de clase obrera en el Belfast de la posguerra. No eran huérfanos de padre ni de madre; llevaban una existencia más o menos estable; su vida estaba intacta.
Pero durante los años sesenta, las sospechas mutuas entre católicos y protestantes fueron aumentando progresivamente. Cuando miembros de la orden de Orange llevaban a cabo sus triunfales marchas estivales, insistían en que el punto de encuentro fuera justo enfrente de la casa de los McConville. Ian Paisley había estado exhortando a sus fieles, durante años, a localizar y expulsar a todo católico que viviera entre protestantes. «Vosotros, los de Shankill Road, ¿se puede saber qué os pasa? —bramaba—. ¿Sabéis quién vive en el número 425?, ¿eh? ¡Pues gente del papa de Roma!». Era una limpieza étnica al por menor: Paisley iba soltando direcciones: el 56 de Aden Street, el 38 de Crimea Street, los dueños de la heladería. Para él eran agentes «papistas» y, en consecuencia, había que echarlos. En la casita de Avoniel Road no había televisor, pero algunos días Jean y Arthur iban a casa de un vecino, sobre todo cuando el movimiento pro derechos civiles fue tomando cuerpo e Irlanda del Norte empezó a registrar altercados casi a diario. Y las noticias de la noche les causaban cada vez mayor inquietud.
Cuando en 1969 se armó la gorda, Michael McConville tenía ocho años. Todos los veranos, una orden lealista conocida como los Aprendices desfilaba por Derry para conmemorar la gesta de los jóvenes protestantes que en 1688 atrancaron las puertas de la ciudad para cerrar el paso a las fuerzas católicas del rey Jacobo. Siguiendo la tradición, la fiesta terminaba con los jóvenes lanzando calderilla sobre las aceras y casas del Bogside, un suburbio católico, desde lo alto de las murallas. Pero, aquel año en concreto, la provocación dio pie a disturbios violentos que la historia acabaría conociendo después como la batalla del Bogside.