JORGE BUCAY, escritor y terapeuta argentino, es conocido por sus libros de autoayuda y superación con los que se ha convertido en uno de los autores más vendidos de España y América Latina.
Licenciado en Medicina en Buenos Aires, Bucay es un colaborador habitual de diarios, revistas y medios televisivos. Definido en sus propias palabras como un ayudador profesional, combina la preparación de sus libros con cursos, seminarios y su labor como terapeuta.
De entre su obra habría que destacar obras como Cartas para Claudia, Déjame que te cuente o El candidato, además de las llamadas «Hojas de ruta», como El camino de las lágrimas o El camino de la felicidad. Traducido a más de quince idiomas, con el éxito de sus últimos libros ha conseguido situarse al nivel de autores como Paulo Coelho.
SILVIA SALINAS, licenciada en psicología en la U. B. A. Trabaja en la integración de la psicología y el camino espiritual. Especialista en psicoterapia de parejas.
Vivió un año (1979) en Esalen, California, la comunidad donde se inició el movimiento gestáltico, en donde se formó dentro de esta línea. Estudió con Gregory Bateson, Christine y Stanislave Grof, Dick Olney y Dick Price.
En 1980 empezó a trabajar con la Nana, la doctora Adriana Schnake. Trabajo con ella durante 16 años, en los que fue su asistente y colaboradora.
Ha sido integrante de la delegación Argentina y expositora en el Congreso Gestáltico Internacional de 1996 en San Francisco y 1997 en Cleveland, EE UU. Y expositora en el Congreso en Querétaro, México en Febrero del 2005.
Es la autora de tres libros de psicología, Amarse con los ojos abiertos (2000), Todo (no) terminó (2003), Seguir sin ti (2009), publicados por editoriales de Argentina, México y España.
Participa del entrenamiento anual con John Welwood desde 1996, de Presencia Incondicional, que es un abordaje terapéutico que integra el budismo tibetano y la psicología occidental.
Practica diariamente Kundalini Yoga e incluye en su abordaje terapéutico las enseñanzas de Yogui Bhajan.
En la actualidad dicta seminarios de formación para terapeutas y trabaja con su equipo en terapia individual, de pareja y grupal; e imparte talleres y charlas en España, México, Uruguay y Argentina.
Capítulo 1
—¿ Q ué estoy haciendo mal? Ya ha pasado bastante tiempo desde mi separación, ¿por qué sigo sola? ¿No sería hora de que encontrara una pareja?
Las preguntas de Estela quedaron flotando en el aire, sin respuesta.
En realidad, eso era lo que yo deseaba porque en ese momento de su terapia, lo importante era que empezaran a surgir en ella, por fin, interrogantes que no pudieran esconderse debajo de las usuales, vulgares y casi mentirosas respuestas automáticas.
Cientos de veces había escuchado en la consulta las «explicaciones» que las mujeres como ella, separadas y con hijos, daban y se daban durante meses o años para justificar su incómoda situación:
«Lo que pasa es que casi no salgo».
«Lo que pasa es que estoy demasiado ocupada con mis hijos».
«Lo que pasa es que no es fácil hacerse cargo sola de todo, educar, trabajar y encima tratar de mantener las cosas como antes».
«Lo que pasa es que a mi edad es muy difícil encontrar una persona afín».
«Lo que pasa es que no quiero parecer una desesperada».
Estela ya había recitado estas excusas (algunas más de una vez), en casi todas nuestras entrevistas. Por eso yo pretendía que, esta vez, ella centrara más que nunca su atención en las preguntas que ahora repetía, casi como una queja. Yo quería que resonaran en lo más profundo de su corazón para obligarla a darse cuenta de que seguramente era una parte de sí misma la que estaba diciéndole «no» a su aparente deseo de estar nuevamente en pareja.
Aprendí como terapeuta que cuando las oportunidades no aparecen, casi siempre se debe a que hay uno o más aspectos internos que están «saboteando» el encuentro. Cuando la pareja «no se da», es la propia persona la que, de alguna forma, está poniendo frenos.
Miré el reloj y, aun sabiendo que faltaban todavía cuatro minutos, le dije a Estela que la sesión había llegado a su fin y que sería bueno que ella dedicara algún tiempo del fin de semana a reflexionar sobre sus preguntas antes de nuestra siguiente sesión.
Cuando Estela salió del consultorio, volví a mi sillón y me quedé inmóvil, mirando por la ventana sin ver. Había sido la última de una larga jornada de consultas encadenadas y estaba agotada. El color de la habitación se volvía más y más ocre. Eran casi las siete y el sol empezaba a desaparecer detrás del edificio de enfrente.
«Demasiados pacientes», me dije, aunque sabía de sobra que era yo la única responsable de ese cansancio abrumador, resultado previsible de mi hiperactividad de siempre.
«De siempre, no», me corregí.
De pequeña había sido muy diferente.
Mientras a mi hermana Silvana no le importaba restarle horas al sueño con tal de mantenerse en un movimiento permanente, yo era más selectiva. No me gustaba nada la idea de hacer mucho y de todo, yo sólo quería dedicarle tiempo a las pocas cosas que me atraían y hacerlas bien.
Aunque al principio a mis padres les había costado entender que fuéramos tan distintas, al final lo aceptaron. Si bien era cierto que nos mandaban al mismo colegio inglés de doble escolaridad, mientras mi hermana Silvana después de clase aprendía francés y alemán, nadaba, jugaba al voleibol y estudiaba piano (con un oído privilegiado según su profesora de solfeo), yo sólo me desvivía por el dibujo… Y si acepté estudiar italiano fue porque no pude resistir el acoso insistente de mi padre que al final me convenció con el argumento de que el italiano era «el idioma del arte».
Sonreí ante la verdad de Perogrullo: de pequeña todo había sido muy diferente.
Justo cuando el sol terminó de ocultarse yo me decía que la tranquilidad de mi niñez, prolongada en mi adolescencia, posiblemente habría signado el resto de mi vida si no hubiera sido porque allí se me cruzó Luis…
Para mí y para todos a mi alrededor, fue claro que el dinamismo casi «eléctrico» de aquel muchachito avasallador que me había deslumbrado desde el primer encuentro terminaría contagiándoseme, para bien y para mal. Como solía bromear mamá, él había sacado de mí la veta familiar más característica: el gusto por la vorágine.
El golpe en la puerta me devolvió al presente. Sonia entró con una carpeta en la mano.
—Discúlpame, Irene, pero volvieron a llamar de la Editorial Pacífico…
Lo dijo con un tono «paternal» que tal vez pudiera pasar inadvertido para cualquiera, pero no para mí; porque ella, que con los años había pasado de ser mi asistente a ser mi amiga más incondicional, desde la muerte de mi padre había asumido también el papel de mi más sabia consejera.
La miré con culpa. Hacía días que la editorial me pedía una respuesta. Querían que me hiciera cargo de un nuevo proyecto: un manual de asistencia sobre temas de pareja, área en la que, en mi calidad de especialista, ya me había vinculado a ellos a través de las columnas que escribía todos los meses para su revista Nueva Mirada.
Y yo dudaba; por un lado no quería agregar una actividad más a mi ya saturada agenda, pero por otro me tentaba la idea de ayudar a más gente. Era la oportunidad de llegar a un público que quizá se resistiera a una consulta con un profesional o que despreciaba la información que pudiera acercarle una revista, aun cuando fuera, como en este caso, la más prestigiosa de las publicaciones.