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Gustave Flaubert - Cartas a Louise Colet

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Gustave Flaubert Cartas a Louise Colet
  • Libro:
    Cartas a Louise Colet
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1976
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Cartas a Louise Colet: resumen, descripción y anotación

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Que nadie pregunte por las cartas de Louise Colet a Gustave Flaubert: la piadosa mano de Caroline Franklin-Grout, preocupada por mantener limpia la memoria de su ilustre tío, destruyó aquellas misivas, harto indecentes a su juicio. Pero es inútil lamentarse al respecto. Las cartas de Louise a su amante difícilmente podrían contener nada muy nuevo, nada que no sepamos o podamos adivinar gracias a las cartas del propio Flaubert entre agosto de 1846 y marzo de 1855. En efecto, éstas no constituyen la mitad de un todo truncado para siempre, la mitad del medallón que encaja en su otra mitad, las réplicas de un diálogo perdido. Son una totalidad, un monólogo completo y redondo —salvo en aspectos nimios que sólo podrían atraer a un mirón—, un retrato personal e íntimo del joven Flaubert y de la poetisa madura. Poco importa que dichos retratos sean exactos o que estén falseados, sobre todo en las primeras cartas, por la pasión amorosa. Tal fuego, en todo caso, no duraría. Los entusiasmos iniciales de los primeros meses, ocasionalmente enfriados por riñas epistolares (sobre todo epistolares, pues las ocasiones de verse eran escasas), cederán pronto ante la serenidad de sentimientos más tibios, y darán paso, antes de la ruptura final, a lo que da todo su valor a estas cartas para el lector no exclusivamente interesado por la vida sexual de los famosos: las reflexiones de Flaubert sobre la vida y sobre el pasado; consejos (desaprovechados) sobre lecturas, y sobre el arte de escribir; varias fobias, y ardientes filias; juicios apasionados sobre la amistad y el arte, sobre la sociedad y sobre la creación literaria; larguísimas, detalladas anotaciones y correcciones de textos de Louise, que revelan la paciencia y el gusto artístico de Flaubert y, en definitiva, la lealtad a su amiga. Ni siquiera las correcciones de Gustave lograron que los versos de «la Musa» sean legibles hoy. La poetisa profesional ha muerto para la historia literaria, pero la amante de Flaubert vive en las cartas, lo que no deja de ser un consuelo, y algo que debemos agradecerle

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Cartas a Louise Colet
1

Martes, medianoche [4 de agosto de 1846].

Hace doce horas aún estábamos juntos; ayer, a estas horas, te tenía en mis brazos… ¿Recuerdas?… ¡Qué lejos queda ya! Ahora la noche es cálida y suave; oigo cómo se estremece al viento el gran tulipero, bajo mi ventana, y cuando alzo la cabeza, veo cómo se mira la luna en el río. Ahí están, mientras te escribo, tus zapatillitas; las tengo ante los ojos, y las miro. Acabo de guardar, a solas y bien encerrado, todo cuanto me regalaste; tus dos cartas están en la bolsita bordada; las releeré cuando haya lacrado la mía. Para escribirte no he querido usar mi papel de cartas; está orlado de negro; ninguna tristeza debe ir de mí hacia ti. Quisiera hablarte solamente de dicha, y rodearte de una felicidad tranquila y continua, para pagarte un poco todo lo que me has dado a manos llenas, con la generosidad de tu amor. Temo ser frío, seco, egoísta, y Dios sabe bien, sin embargo, lo que sucede en este momento dentro de mí. ¡Qué recuerdo! ¡Y qué deseo! ¡Ah, nuestros dos estupendos paseos en calesa! ¡Qué hermosos, sobre todo el segundo, con sus relámpagos! Recuerdo el color de los árboles iluminados por los faroles, y el balanceo de los muelles; estábamos solos, y éramos felices. Yo contemplaba tu cabeza en la noche; la veía, a pesar de las tinieblas; tus ojos te iluminaban todo el rostro. Me parece que escribo mal; vas a leer esto con frialdad; no digo nada de lo que quiero decir. Y es que mis frases chocan como suspiros; para entenderlas, hay que colmar lo que separa una de otra; lo harás, ¿verdad? ¿Soñarás con cada letra, con cada signo de la escritura, como yo al mirar tus zapatillitas pardas? Pienso en los movimientos de tu pie cuando las llenaba y las calentaba. El pañuelo está dentro, veo tu sangre y quisiera que estuviera rojo de ella.

Mi madre me aguardaba en la estación; lloró al verme regresar. Tú lloraste al verme partir. ¡Así pues, nuestra desdicha es tal, que no podemos desplazarnos de un lugar sin que cueste lágrimas a ambos lados! Es de un grotesco sombrío. He reencontrado aquí el césped verde, los árboles altos y el agua corriendo como cuando partí. Mis libros están abiertos en el mismo sitio; nada ha cambiado. La naturaleza exterior nos avergüenza: es de una serenidad desoladora para nuestro orgullo. Es igual, no pensemos ni en el porvenir, ni en nosotros, ni en nada. Pensar es la manera de sufrir. Dejémonos llevar por el viento de nuestro corazón, mientras hinche la vela; que nos empuje como guste, y en cuanto a los escollos… ¡qué más da! Ya veremos.

Y el bueno de X… [Pradier], ¿qué ha dicho del envío? Nos reímos con ganas ayer noche. Fue algo tierno para nosotros, alegre para él y bueno para los tres. Mientras venía he leído un libro casi entero. Me conmovieron diferentes pasajes. Te hablaré de ello más largo y tendido. Ya ves que no estoy bastante concentrado, esta noche me falta del todo el sentido crítico. Sólo he querido enviarte un beso más antes de dormirme, decirte que te quería. Apenas te he dejado, y a medida que me alejaba, mi pensamiento regresaba hacia ti. Corría más aprisa que el humo de la locomotora que huía tras de nosotros (es una comparación con muchos humos, perdón por el chiste). Vamos, un beso, rápido, ya sabes cómo, de los que dice Ariosto, y otro más, ¡más!, más, y también, después, bajo la barbilla, en ese sitio que me gusta de tu piel, tan suave, en tu pecho, donde apoyo mi corazón.

Adiós, adiós.

Todas las ternuras que quieras.

2

Jueves, once de la noche [6 de agosto de 1846].

Estoy roto, aturdido, como después de una orgía prolongada; me aburro mortalmente. Tengo en el corazón un vacío inaudito. Yo que era antes tan tranquilo, tan orgulloso de mi serenidad, que trabajaba de la mañana a la noche con un rigor persistente, no puedo leer, ni pensar, ni escribir; tu amor me ha vuelto triste. Veo que sufres, preveo que te haré sufrir. Quisiera no haberte conocido nunca, por ti, luego por mí, y sin embargo tu recuerdo me atrae sin descanso. Encuentro en él una exquisita dulzura. ¡Ay, qué preferible habría sido limitarnos a nuestro primer paseo! ¡Ya sospechaba yo todo esto! Cuando, al día siguiente, no volví a casa de Fidias [Pradier], es porque ya me sentía resbalar por la pendiente. Quise detenerme; ¿qué es lo que me empujó a esto? ¡Tanto peor! ¡Tanto mejor! El cielo no me ha dado una constitución graciosa. Nadie posee en mayor grado que yo el sentimiento de la miseria de la vida. No creo en nada, ni siquiera en mí mismo, cosa que es infrecuente. Me dedico al arte porque me divierte, pero no tengo fe alguna en la belleza, ni en lo demás. Así que el punto de tu carta, pobre amiga mía, en que me hablas de patriotismo, me habría hecho reír con ganas si me hubiera encontrado en estado de ánimo más alegre. Vas a creer que soy duro. Querría serlo. Todos los que se acercan a mí se beneficiarían de ello, y yo también, que tengo el corazón comido, como lo está en otoño la hierba de los prados, por todas las ovejas que han pasado por encima. No quisiste creerme cuando te dije que era viejo. Desgraciadamente es así, pues todo sentimiento que llega a mi alma se avinagra en ella, como el vino que se pone en recipientes demasiado usados. Si supieras todas las fuerzas internas que me han agotado, todas las locuras que han pasado por mi cabeza, todo lo que he probado y experimentado en cuanto a sentimientos y pasiones, verías que no soy tan joven. Tú eres la criatura, tú eres fresca y nueva, tú, cuyo candor me sonroja. Me humillas con la grandeza de tu amor. Merecías algo mejor que yo. ¡Que me parta un rayo, que caigan sobre mí todas las maldiciones posibles, si alguna vez lo olvido! ¿Despreciarte, dices, porque te has entregado a mí demasiado pronto? ¿Has sido capaz de pensarlo? ¡Nunca, nunca, hagas lo que hagas, ocurra lo que ocurra! Me entrego a ti de por vida, a ti, a tu hija, a los que desees. Es una promesa; retenla y haz uso de ella. La hago porque puedo cumplirla.

Sí, te deseo y pienso en ti. Te quiero más de lo que te quería en París. Ya no puedo hacer nada; te veo continuamente en el taller, de pie cerca de tu busto, con los papillotes moviéndose sobre tus hombros blancos, tu vestido azul, tu brazo, tu rostro, ¿qué sé yo?, todo. ¡Mira!, ahora me circula la fuerza por la sangre. Me parece que estás aquí; ardo, vibran mis nervios… ya sabes cómo… sabes qué calor tienen mis besos.

Desde que nos dijimos que nos queríamos, te preguntas el motivo de mi reserva en añadir «para siempre». ¿Por qué? Es que yo adivino el porvenir; es que la antítesis se alza constantemente ante mis ojos. Jamás he visto un niño sin pensar que se convertiría en un anciano, ni una cuna sin imaginar una sepultura. Contemplar una mujer desnuda me hace imaginar su esqueleto. Por eso me entristecen los espectáculos alegres, y las escenas tristes me conmueven poco. Lloro demasiado por dentro como para derramar lágrimas al exterior; una lectura me emociona más que una desdicha auténtica. Cuando tenía familia, a menudo deseé no tenerla, para ser más libre, para irme a vivir a China o entre los salvajes. Ahora que ya carezco de ella, la echo en falta y me aferro a las paredes en que aún permanece su sombra. Otros estarían orgullosos del amor que me prodigas, su vanidad bebería en él a sus anchas, y su egoísmo masculino se vería halagado hasta sus más íntimos repliegues. Pero a mí, una vez han pasado los momentos ardientes, el corazón me desfallece de tristeza, pues me digo: me quiere; y yo, que también la quiero, no la quiero lo bastante. ¡Si ella no me hubiera conocido, le habría ahorrado todas las lágrimas que está derramando! Perdóname esto, perdónamelo en nombre de toda la embriaguez que me has hecho experimentar. Pero presiento una desdicha enorme para ti. Temo que mis cartas sean descubiertas, que se sepa todo. Estoy enfermo por ti.

Crees que me amarás siempre, criatura. ¡Siempre! ¡Qué presunción, en labios humanos! Has amado ya, ¿verdad? Como yo; recuerda que antaño dijiste también: siempre. Pero te estoy maltratando, te entristezco; ya sabes que mis caricias son feroces. Da igual, prefiero turbar ahora tu felicidad que exagerarla fríamente, como hacen todos, para que después su pérdida te haga sufrir más… ¿Quién sabe? Quizá más adelante me agradecerás el que haya tenido el valor de no ser más tierno. ¡Ay, si hubiese vivido en París, si todos los días de mi vida hubiesen podido transcurrir junto a ti, sí, me dejaría arrastrar por esta corriente sin pedir auxilio! En ti habría hallado para mi corazón, mi cuerpo y mi cabeza una satisfacción diaria que jamás me habría hartado. Pero separados, destinados a vernos raras veces, es horrible. ¡Qué perspectiva! Y ¿qué hacer? Sin embargo… No concibo cómo he podido alejarme de ti. ¡Ése sí que soy yo! Es lo propio de mi lamentable naturaleza. Si no me quisieras, me moriría; como me quieres, aquí estoy, escribiéndote que te detengas. Mi propia estupidez me da asco. Habría querido pasar por tu vida como un arroyo claro que hubiera refrescado sus orillas resecas, y no como un torrente que la arrasa. Mi recuerdo habría hecho estremecerse a tu carne, y sonreír a tu corazón. ¡No me maldigas nunca! Créeme, antes de dejar de quererte, te habré amado mucho. En cuanto a mí, te bendeciré siempre; conservaré tu imagen, empapada de poesía y de ternura, como lo estaba ayer la noche en el vapor lechoso de su niebla plateada.

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