El calor ha llegado al pueblo de Moonville, y Anna y los demás brujos planean una excursión al pantano para refrescarse. Por desgracia, los vecinos han convertido el lugar en un basurero. Está lleno de latas de refresco, bolsas viejas, un monstruo con tentáculos … ¡¿un monstruo?! ¡El mágico Club de la Luna Llena tendrá que vencerlo! ¿O quizá deba salvarlo?
¡Uf, por fin has abierto el libro!
Si llegas a tardar un poco más, me derrito. Solo quedarían dos medias de colores flotando en un charco. Y es que, por mucho que digan, las brujas no resistimos bien las altas temperaturas. A mí, hasta la varita se me pone mustia.
Pues sí, soy Anna Kadabra, aprendiz de hechicera. O lo que queda de ella.
Resulta que el calor ha llegado a Moonville, el pueblo mágico en el que vivo. Bueno, más que llegar, nos ha atropellado. ¡Qué bochorno, qué alergias, qué mosquitos! Son tan gordos que parecen urracas. En vez de picarte, te embisten.
Pero los insectos no son lo peor. La ola de calor ha despertado a criaturas aún más terribles. ¡Tendrás que enfrentarte a ellas si decides seguir leyendo!
Todo comenzó durante una reunión del Club de la Luna Llena. Somos cuatro aprendices que estudian magia después del cole en una vieja mansión. Aquella tarde, Madame Prune, nuestra maestra, estaba leyéndonos un libro gordísimo. Kilo y medio de puro aburrimiento.
—La poción purificadora se equilibra con sales de plata y debe reposar tres noches a la luz de la luna. A continuación… —Entonces alzó la vista y nos miró—. ¡¿Os ocurre algo, niños?!
A mí me ocurrían por lo menos tres cosas:
Pero es que los demás estaban aún peor.
A Marcus Pocus, mi mejor amigo, lo estaban acribillando los mosquitos. Y él jamás le haría daño a un animal. Por eso se conformaba con espantarlos agitando la varita.
Ángela Sésamo, que es alérgica al polen, se rascaba como loca. Tenía la piel llena de ronchas. Ah, y botas de cowboy en vez de zapatillas. No me preguntes por qué.
Sarah Kazam, la mayor de la clase, es demasiado orgullosa para sudar. A cambio, se le escapaban enormes bostezos. Y al rato también se le escapó algo del interior del sombrero. Era Cruela, su murciélaga, que estaba a punto de cocerse en su propio jugo.
El resto de nuestras mascotas son un sapo, un cuervo y mi gato Cosmo. Pero estaban todos tan quietos y abatidos que parecían disecados.
—Bah, estáis exagerando —dijo la profe—. ¡Esto lo arregla un buen hechizo refrescante!
Pero… ¡puf!, su varita estaba tan recalentada que solo salió de ella una nube de polvo.
—Bueno —tosió, avergonzada—. Algo de calor sí que hace. Os vendrían bien unas vacaciones.
Vacaciones. Esa sí que era una palabra mágica.
Madame Prune decidió suspender las clases de magia durante la ola de calor.
¡Por fin tendríamos un par de tardes libres! Ahora faltaba lo más importante: ponernos de acuerdo para hacer algo divertido. Por desgracia, además de importante, parecía imposible.
—¿Os apetece una excursión por el bosque? —propuse yo aquella misma tarde.
—¿Para que se nos coman los bichos? —preguntó Marcus—. Prefiero ir a merendar a la playa.
—¿A llenarnos el culo de arena? —repuso Ángela—. Mejor si vamos a explorar cuevas.
—¿Qué somos, trogloditas?—se burló Sarah—. Deberíamos aprovechar para practicar conjuros.
Sarah no acababa de entender lo que significa la palabra «vacaciones».
—¡Ay, no, qué rollo! —me opuse yo.
Empezamos a discutir a gritos. Por si había poco jaleo, nuestras mascotas se pusieron a maullar, croar, gritar y graznar. Cada uno lo suyo, claro.
—Vale —gruñí, enfurruñada—. Pues nos sentaremos en el suelo a ver pasar a la gente.
—¿Por qué dices eso?
—Porque nada os parece bien…
—¡Tampoco a ti te parece bien nada!
Ya íbamos a lanzarnos un maleficio cuando dos críos pequeños nos adelantaron. Llevaban bañadores, toallas y bolsas de deporte.
—¡La piscina municipal! —sonreímos todos a un tiempo.
Regresamos al galope a casa a por la ropa de baño. Y luego, dando gritos de guerra, cruzamos la valla y corrimos al borde de la piscina. Así hasta que nos detuvo la barriga del socorrista. Fue como chocar contra un globo aerostático. Un globo lleno de pelos.
—¿Qué hacéis aquí? —jadeó el gigantón al recobrar el aliento.
—Venimos a pescar gambas —bromeó Ángela—. ¿Usted qué cree?
—Muy chistosa —gruñó él—. Quiero decir que si estáis apuntados a alguna clase.
Negamos con la cabeza. Todos sabíamos nadar solitos.
—Entonces no podéis bañaros. A partir de las seis, la piscina solo abre para alumnos de natación. ¡Hala, a refrescaros a otra parte!
Las reglas del club prohíben usar la magia para hacer el mal. De otro modo, lo habríamos convertido en un salmonete con silbato.