«Vosotros, que vivís en ciudades y lleváis vidas apacibles, no tenéis modo de saber si vuestros amigos atravesarían un infierno para ayudaros. Pero aquí, en las llanuras, los amigos tienen la oportunidad de demostrar su valía».
William F. «Buffalo Bill» Cody
A gazapados en las entrañas verde neón de un mercado de marisco en Chinatown, al final de un pasillo flanqueado de acuarios rebosantes de cangrejos, nos escondíamos en la bolsa de oscuridad que la devoradora de luz había creado, vigilados por miles de ojos alienígenas. Los pistoleros de Leo estaban cerca, y enfadados. Oímos gritos y ruido de cristales rotos cuando destrozaron el mercado a su paso, decididos a dar con nosotros.
—Por favor —oí llorar a una anciana—. No he visto a nadie…
Comprendimos demasiado tarde que nos habíamos escondido en un pasillo sin salida y ahora estábamos atrapados en nuestro pequeño resquicio, pegados a una cañería entre montones de crustáceos condenados a muerte, cuyos depósitos se apilaban en inestables torres de diez pisos, casi hasta el techo. Como contrapunto a los golpes y los gritos, por debajo de nuestras respiraciones entrecortadas de puro miedo, sonaban los incansables golpeteos de las pinzas de cangrejo contra el cristal como una desacompasada orquesta de máquinas de escribir escacharradas que me estaba taladrando el cráneo.
El ruido, por lo menos, enmascararía nuestras respiraciones. Tal vez bastara con eso, si Noor lograba sostener su oscuridad sobrenatural y si los hombres de andares pesados cuyos pasos resonaban cada vez más cerca no se detenían a observar el tembloroso vacío de contornos cambiantes que nos envolvía. Era como una ausencia en el espacio, una perturbación distinguible si la mirabas con atención. Noor la había creado desplazando la mano a nuestro alrededor con el fin de dibujar sombras según la luz se compactaba en la yema de sus dedos como glaseado fosforescente de un pastel. Se llevó la luz a la boca, donde resplandeció a través de sus carrillos y le iluminó el cuello al descender por su garganta… hasta que se la tragó.
Los matones de Leo la buscaban a ella, pero estarían encantados de capturarme a mí también, aunque solo fuera para descerrajarme un tiro. A estas alturas ya habrían encontrado el cadáver de H, que yacía muerto en su casa con los ojos arrancados por su propio espíritu hueco. Hacía un rato, H y el hueco habían rescatado a Noor del bucle temporal de Leo y, en el rifirrafe, habían herido a unos cuantos de sus hombres. El hecho no era tan grave en sí mismo. Lo imperdonable para Leo Burnham, cabecilla peculiar del clan de los Cinco Distritos, era la humillación. Le habían robado una fiera que consideraba suya en su propia casa, el centro neurálgico de un imperio peculiar que abarcaba gran parte de la Costa Este de los Estados Unidos. Si descubrían que yo estaba ayudando a Noor sería eso, más que nada, lo que determinaría mi condena a muerte.
Los hombres de Leo se estaban acercando y el volumen de sus gritos aumentaba por momentos. Noor no dejaba de reajustar su zona de oscuridad, reforzando los contornos con el índice y el pulgar cuando empezaba a difuminarse y rellenando la parte interior si se filtraba algo de luz.
Me habría gustado ver la cara de Noor, tener la oportunidad de interpretar su expresión. Quería saber qué estaba pensando, cómo llevaba la situación. Me costaba entender cómo alguien tan nuevo en este mundo era capaz de afrontar pruebas tan terribles sin desmoronarse. A lo largo de los días pasados la habían perseguido normales con helicópteros y dardos tranquilizantes, la había secuestrado una hipnotizadora peculiar que pretendía venderla en una subasta y, si bien escapó, acabó siendo capturada por la banda de Leo Burnham. Tras eso, Noor pasó varios días encerrada en una celda del cuartel general de Leo, fue rociada con polvo de sueño mientras escapaba con H y, al despertar, encontró a su rescatador muerto en el suelo. El impacto de ese descubrimiento fue tan tremendo que brotó de su interior un misil de luz concentrada potente como una explosión nuclear (y que, por cierto, por poco me arranca la cabeza).
Cuando se recuperó de la impresión, le conté una parte de lo que H me había revelado antes de exhalar su último aliento: existía un último cazador de huecos, una mujer llamada V, capaz de proteger a Noor y debía llevarla con ella. Las únicas pistas de su paradero eran un fragmento de mapa hallado en la caja fuerte de H y las instrucciones cifradas que el siniestro espíritu hueco de H, Horatio, nos había proporcionado.
Sin embargo, todavía no le había explicado a Noor los motivos por los que H se había esforzado tanto en ayudarla, nos había reclutado a mis amigos y a mí para su causa y, al final, había dado la vida para rescatarla de Leo. No le había hablado de la profecía. Apenas habíamos tenido tiempo para charlas, por cuanto llevábamos huyendo para no morir desde que oyéramos a los hombres de Leo en el rellano del piso de H. Pero había otra razón para mi silencio: teniendo en cuenta todo lo que Noor estaba descubriendo últimamente, temía que fuera demasiada información de una vez.
Una de los siete cuya llegada fue anunciada… Están destinados a liberar el reino peculiar… Su nacimiento presagia el comienzo de una nueva era. Una muy peligrosa… Parecían los delirios de un iluminado chiflado. El mundo peculiar había desafiado una y otra vez las tragaderas de Noor (por no hablar de su cordura) y me preocupaba que saliera por piernas si le hablaba de la profecía. Cualquier persona normal habría huido espantada hace tiempo.
No obstante, Noor Pradesh era cualquier cosa menos normal. Era peculiar. Y, por encima de todo, tenía un temple de acero.
En ese momento me acercó la cabeza y susurró:
—Entonces, cuando salgamos de aquí…, ¿qué plan tenemos? ¿A dónde vamos?
—Tenemos que marcharnos de Nueva York —le dije.
Guardó silencio. A continuación:
—¿Marcharnos? ¿Cómo?
—No lo sé. ¿En tren? ¿En autobús?
Yo todavía no lo tenía pensado.
—Ah —respondió ella con un amago de decepción en la voz—. ¿No podrías, no sé, teletransportarnos con magia? ¿Usando un portal temporal de esos que tú conoces?
—La cosa no funciona así. Bueno, supongo que a veces sí —rectifiqué, pensando en los portales del panbucleticón—, pero tenemos que encontrar uno.
—¿Y qué pasa con tus amigos? ¿No tienes a… alguien a quien recurrir?
La pregunta me encogió el corazón.
—Ni siquiera saben que estoy aquí.
Y aunque lo supieran… , pensé al momento.
Noté que mi respuesta la desanimaba.
—No te preocupes —la tranquilicé—. Ya se me ocurrirá algo.
En cualquier otro momento el plan habría sido sencillo: acudir en busca de mis amigos. Habría dado cualquier cosa por poder hacerlo ahora mismo. Ellos sabrían qué hacer. Me habían apoyado sin reservas desde mi llegada al mundo peculiar y sin ellos me sentía como un barco a la deriva. No obstante, H había mostrado una gran insistencia en que mantuviera a Noor alejada de las ymbrynes y, en cualquier caso, tampoco estaba seguro de seguir teniendo amigos, o por lo menos no tan incondicionales como antes. Lo que H había hecho, y lo que yo estaba haciendo ahora mismo, destruiría seguramente cualquier posibilidad de que las ymbrynes restauraran la paz entre los clanes. Y era muy probable que hubiera dañado de manera irreparable la confianza que mis amigos habían depositado en mí.
Así que estábamos solos. Y en esa situación el plan era sencillo, pero tosco a más no poder: correr mucho, pensar deprisa, cruzar los dedos.