Serie:
ARTISTAS MINI-ANIMALISTAS
Historia de una Cucaracha
© 2011 del texto: Carmen Gil
© 2011 de las ilustraciones: Sonja Wimmer
© 2011 Cuento de Luz SL
Calle Claveles 10 | Urb Monteclaro | Pozuelo de Alarcón | 28223 Madrid | España www.cuentodeluz.com
ISBN: 978-84-15241-21-8
Impreso en PRC por Shanghai Chenxi Printing Co Ltd, en septiembre 2011, tirada número xxx
Reservados todos los derechos
Me llamo Anastasia y soy una cucaracha.
Como a todas las de mi especie desde hace trescientos millones de años, me gusta vivir en lugares calientes y seguros.
Yo, particularmente, prefiero las pequeñas grietas que hay en el salón, los huecos en los armarios de la cocina o las tuberías del cuarto de baño. Pero no crean que mi vida es fácil. ¡No! En mi largo año de existencia puedo llegar a tener hasta cuatrocientos hijos. Así que, como se pueden imaginar, me paso el día rodeada de cucarachitas y cucarachitos chillones a los que alimentar. Menos mal que, afortunadamente, se conforman con cualquier cosa. Lo mismo devoran una bola de pelusa que una viruta de cartón.
Aunque tengo fama de NOCTÁMBULA, soy una cucaracha formal y pacífica que no hace daño a nadie. No pico, como los mosquitos; no roo, como los ratones; tampoco molesto con mi canto ruidoso, como la chicharra…
Sin embargo, no sé por qué, los seres humanos me odian. Sí, sí, me detestan. Por alguna razón misteriosa, cada vez que me ven, chillan, gritan, hacen aspavientos y, en la mayor parte de los casos, terminan intentando aplastarme.
No es de extrañar que yo padezca escobafobia.*
* un pánico terrible a las escobas.
Claro que los hay que prefieren eliminarme de un zapatazo o con uno de esos espráis que tanto miedo nos dan a las cucarachas domésticas. Pero bueno, después de todo, morir aplastada es mejor que hacerlo hirviendo lentamente en la olla de una bruja —a ellas les encanta echarnos a sus pociones—, o acabar frita en una sartén, como les ocurre a mis hermanas de países tropicales.
La verdad es que no puedo entenderlo, otros insectos parecidos a mí son queridos y apreciados por las personas. Mis primos los grillos, sin ir más lejos, les caen tan simpáticos que los cachorros humanos los adoptan y les dan de comer amorosamente trocitos de tomate fresco. Fíjense si son populares que uno de ellos, Pepito Grillo, fue actor principal de una famosa película y desde entonces no hace más que firmar autógrafos. ¡Si hasta se ha comprado una lujosa mansión en Miami…!
Y qué decir de mis parientes los escarabajos. En Egipto eran animales sagrados y los trataban a cuerpo de rey. ¡Qué envidia! A mí, sin embargo, todos me consideran un ser repugnante y asqueroso; y para una vez que hablan de mí en una canción, me faltan las dos patitas de atrás…
Pero, a pesar de todo, no me cambiaría por NADIE.
Y es que no siempre he sido una cucaracha… Una vez fui princesa. La princesa Anastasia. Resulta que una noche de invierno, mientras abandonaba mi escondite para buscar comida en el cubo de la basura y me quejaba de mi suerte, el hada Brunilda, la decana de la Academia de Magia, oyó mis lamentos y se compadeció de mí. Ni corta ni perezosa, empuñó su varita, la agitó en el aire y pronunció unas palabras mágicas:
A esta triste cucaracha
la transformaré en muchacha,
princesa de Tarantino,
un reino del quinto pino.
En menos que ladra un perro o una vaca dice mu, me vi convertida en una princesa de las que viven en castillos y duermen en camas con dosel.
Creen que ser princesa es el oficio más bonito del mundo, ¿verdad?
Pues están muy equivocados.
No lo es en absoluto, al menos para mí.
—Anastasia, deja de tocarte la nariz —me gritaba el aya.
—Anastasia, no te rías a carcajadas —me aconsejaba el mayordomo.
—Anastasia, anda derecha —me recriminaba el senescal.
—Anastasia, no frunzas el ceño —me pedía el primer ministro.
Y entre gritos, consejos, recriminaciones y peticiones, las ayas, los mayordomos, los senescales y los ministros me tenían hasta la punta de la corona. Me pasaba el día de aquí para allá con tacones que me apretaban terriblemente los juanetes y vestidos que se me enredaban entre los pies y a menudo me hacían darme de narices contra el suelo. Mas no era este el único inconveniente de mi principesca vida…
No podía rascarme la nariz si me picaba, no podía bostezar y, por supuesto, mucho menos tirarme un pedo. ¡Una princesa jamás tiene unas necesidades tan vulgares! Y por si esto fuera poco, debía sonreír todo el rato a monarcas a los que no había visto en mi vida y que me aburrían soberanamente, nunca mejor dicho.
—Anastasia, mañana vendrá a presentarnos sus respetos tu futuro marido —me anunció una mañana mi papá. ¡Aquello fue lo peor de todo! Mi pretendiente era un príncipe cursi y remilgado que no hacía más que repeinarse el copete, ajustarse la capa de armiño y mostrar al mundo su mejor perfil, que, por cierto, era el derecho. Además, Borja, que así se llamaba el príncipe, hablaba hasta por los codos.
Su cháchara
incontenible
me despertaba
tremendos dolores
de cabeza.
Y no había tisana,
jarabe ni hierba mágica
capaces de calmarlos.
Mis ayes y mis gemidos eran tan desesperados que llegaron a oídos del hada Brunilda. —Esto lo arreglo yo en un periquete —dijo agarrándose el cucurucho.
A esta princesa llorosa
la convertiré en famosa
y en la más rica del mundo.
¡Todo en menos de un segundo!
«¡Vaya suerte!», pensarán ustedes.
«¡Debe de ser una maravilla ser rica y famosa!». Nada más lejos de la realidad. Con la magia del hada, me convertí de buenas a primeras en la descendiente de la conocida familia de los Caspones, hija, nieta, bisnieta y tataranieta de Caspones.
Vivía en un palacio con cinco comedores —uno para el desayuno, otro para el tentempié, otro para el almuerzo, otro para la merienda y otro para la cena—, diez cuartos de baño, treinta dormitorios, tres salones de baile, seis despachos, cuatro cocinas y no sé cuántos balcones.
Como la casa era enorme, a pesar de los trescientos guardianes que la custodiaban, me daba un miedo terrible vivir allí. Me pasaba el día y la noche de habitación en habitación, de salón en salón, y de despacho en despacho, comprobando que ningún intruso se hubiera colado en ella.
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