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Fernando Baeza C. - Los alemanes también saben llorar

Aquí puedes leer online Fernando Baeza C. - Los alemanes también saben llorar texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2017, Editor: Caligrama, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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  • Libro:
    Los alemanes también saben llorar
  • Autor:
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    Caligrama
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  • Año:
    2017
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Los alemanes también saben llorar: resumen, descripción y anotación

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Un español de sangre latina intenta profundizar en el alma de uno de los pueblos más ordenados e inteligentes del mundo: el pueblo alemán.Intercede por una nueva visión de la historia para valorarles ya no como individuos pertenecientes a una ideología excluyente que causó daño en el pasado, sino como personas pertenecientes a un mundo que cada día hace esfuerzos para integrarse entre sí. Les observa desde el exterior y dialécticamente intenta sacudir de sus conciencias el inquietante peso de un horroroso pasado y ponerlos frente a frente consigo mismos como lo que siempre debieran ser: no una raza pura, sino una raza purificada más dentro del concierto mundial de naciones reconciliadas consigo mismas, con su historia y con el resto del mundo.Para que puedan ponerse de pie sin temor ni vergüenza frente a la historia, con la vista fija hacia delante y la conciencia limpia ocupando el importante lugar que les corresponde en el fin de los tiempos.Sin nada que esconder, mirando cara a cara a Aquel que conoce el corazón de los hombres y que tiene en sus manos el destino de la humanidad.

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Los alemanes también saben llorar

Fernando Baeza Castillo

Introducción Un español de sangre latina intenta profundizar en el alma de uno - photo 1

Introducción

Un español de sangre latina intenta profundizar en el alma de uno de los pueblos más ordenados e inteligentes del mundo: el pueblo alemán.

Intercede por una nueva visión de la historia para valorarles ya no como individuos pertenecientes a una ideología excluyente que causó daño en el pasado, sino como personas pertenecientes a un mundo que cada día hace esfuerzos para integrarse entre sí.

Les observa desde el exterior y dialécticamente intenta sacudir de sus conciencias el inquietante peso de un horroroso pasado y ponerlos frente a frente consigo mismos como lo que siempre debieran ser: no una raza pura, sino una raza purificada más dentro del concierto mundial de naciones reconciliadas consigo mismas, con su historia y con el resto del mundo.

Para que puedan ponerse de pie sin temor ni vergüenza frente a la historia, con la vista fija hacia delante y la conciencia limpia ocupando el importante lugar que les corresponde en el fin de los tiempos.

Sin nada que esconder, mirando cara a cara a Aquel que conoce el corazón de los hombres y que tiene en sus manos el destino de la humanidad.

Capítulo 1
¿Te has enamorado alguna vez?

—¡Qué tengo que ver yo con lo que hizo mi abuelo! —el rubio muchacho lanzó con indignación al aire la diatriba y se levantó de la mesa con furia blandiendo en alto su brazo empuñado. Tan alto como lo permitía su espigada altura. Como una amenaza y una respuesta a la pregunta que el desconocido le hiciera sobre su pasado alemán.

—¿Por qué siempre nos sacan en cara algo que nosotros no hemos hecho? —Los ojos llenos de lágrimas casi a punto de estallar por la intensa rabia denotaban que aquella era una pregunta que muchos germanos deseaban evitar. Y en el fondo tenían razón. Las nuevas generaciones no eran culpables de las atrocidades de sus antepasados.

Pero era también lamentable que quedarían marcados para siempre por estos hechos. Porque para muchos el gentilicio «alemán» era sinónimo de Hitler, Auchswitz, SS, Segunda Guerra Mundial, esvástica y campos de concentración.

En otras palabras: Alemania, el pueblo asesino.

* * *

Giraba en mi coche la última rotonda de Cala Ratjada antes de enfilar directamente hacia Palma, la capital de Mallorca, cuando le vi sentado en la acera, frente al enorme supermercado Lidl a la salida de la ciudad. Su rostro denotaba congoja y su mirada estaba perdida más allá de las bajas montañas circundantes del lugar. Encuclillado, sus piernas formaban un ángulo recto sobre la cual descansaban sus entrecruzados brazos y sobre estos su negra cabeza.

Los coches iban y venían a escasos centímetros frente a él, que permanecía impertérrito, ignorante o desafiante frente al peligro con cuatro ruedas y maloliente de gasolina que le rodeaba. Le reconocí de inmediato porque su vestir era casi el mismo de siempre y su figura circunspecta de rasgos latinos le delataba en cualquier lugar donde estuviera. Si la regla matemática de «el orden de los factores no altera el producto» se hubiese aplicado a su forma de vestir, de seguro que habría confirmado su veracidad. Ojos color avellana, piel color mate, estatura mediana y pelo tieso como escobilla de crines le hacían inconfundible desde cualquier lugar.

Nos habíamos conocido trabajando en la construcción. Él era peón de una empresa contratista de piscinas y excavaciones, de la cual siempre se quejaba porque el sueldo era bajo, pero en la que aún se sentía conforme de trabajar. Su nombre era Juan Pablo y, como él decía, provenía de algún lugar de la América morena. Se decía a sí mismo the other non blondes .

Yo manejaba las máquinas pesadas de la empresa concesionaria de aquel enorme complejo habitacional para alemanes jubilados que se fabricaba en uno de los confines de la hermosa isla. Era una de las tantas obras que se construían debido al boom del crecimiento demográfico y turístico que España experimentaba en aquellos momentos como nación emergente y desarrollada.

Trabamos amistad aquel día en que, por una tardanza en la entrega de información y un mal cálculo hecho por el arquitecto de turno, estuve a punto de sepultar bajo toneladas de roca y grava a treinta y cinco trabajadores que cumplían una función de drenaje de aguas residuales en uno de los túneles subterráneos de la gigantesca piscina olímpica perteneciente al complejo habitacional. Cuando tenía en alto la pala mecánica de una de las grúas Caterpillar y lentamente la volteaba para dejar caer al enorme agujero el material que contenía, le vi aparecer corriendo, subiendo por un montón de piedras y tierra, pálido, blandiendo un paño azul y gritando con frenesí inusitado para que me detuviera. Él había visto la escena desde lejos e intuyó que ni siquiera los trabajadores que estaban abajo se habían percatado del peligro que se fraguaba sobre sus cabezas en forma de lluvia de piedras, barro y tierra, transformando un tecnicismo en mortal accidente laboral. Faltaron solo décimas de segundos para que aquello se convirtiera en una catástrofe de proporciones europeas. Pero había salvado a aquellos trabajadores y de paso se había convertido en una especie de héroe, desconocido para el resto, pero conocido y apreciado para nosotros, los cientos de trabajadores de todas las nacionalidades que trabajábamos allí. Aunque desde aquel día nunca más volvimos a ver al arquitecto.

Juan Pablo era de corazón noble y sencillo en sus palabras. Actuaba con naturalidad y era espontáneo. Denotaba un origen humilde pero decente. Tenía sueños, muchos sueños. Religiosamente, durante los primeros días de cada mes enviaba parte de su sueldo a su familia en América latina. Como lo hacían muchos extranjeros que venían a trabajar a Europa. De este sueldo compartido subsistían muchos miles de familias y también decenas de economías de países pobres.

Y allí estaba sentado, como un futbolista que ha perdido el partido en el último minuto, derrotado, frente a una de las cadenas de supermercados alemanes más grandes y económicos del continente. Disminuí la velocidad de mi deslustrado Volkswagen de segunda mano al cual, desde lejos, se le notaba la falta de una buena mano de pintura, y me estacioné a escasos centímetros de él. Ni se enteró de mi maniobra. Su mirada seguía perdida en medio de las montañas, quizás mirando más allá. Hacia el horizonte. O hacia la nada.

—¡Juan Pablo! —le dije, mientras le cogía por el hombro y repetía por segunda vez su nombre. Me miró con ojos extraviados. Perdidos quizás entre los recuerdos añosos y tristes que en ese momento circulaban entre su mente y el último de los tantos vasos de vodka con Red Bull que quizás había bebido.

Intentó esbozar una débil mueca en forma de sonrisa, dándome a entender que se alegraba de verme.

—¡Qué haces aquí, hombre! —le hablé mientras alzaba la vista y veía pasar ante nosotros las estelas de coches de los atrevidos conductores que no respetaban los límites mínimos de velocidad en aquella parte de la ciudad—. ¡Vamos, puedes tener un accidente! —insistí y le levanté, mientras él se daba un par de golpes en el trasero para limpiarse la tierra impregnada en el pantalón de mezclilla azul. Intentó articular un par de palabras, pero me apresuré a subirle al coche, ya que desde el otro lado de la calzada dos coches de policía comenzaban a disminuir la velocidad y encendían sus luminosas sirenas, mientras desde adentro cuatro pares de ojos nos miraban con suspicacia. En aquellos días Mallorca había sido azotada por varios atentados extremistas por parte de ETA, el grupo terrorista vasco, por lo tanto, los controles policiales se habían multiplicado por la zona. Les grité, intentando hacerme entender por encima del intenso ruido del tráfico que era mi amigo. E hice el gesto universal del que está con algo de bebida en el cuerpo. El dedo índice de mi mano derecha apuntando hacia adelante y arriba como un revolver y el pulgar apuntando hacia mis labios. Pasado el momento de tensión levantaron sus manos en gesto de aprobación y los policías siguieron su habitual ronda de control en dirección a la pequeña ciudad que estaba unas cuantas decenas de metros más abajo.

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