La brevedad de este libro es deliberada, por lo que he escogido únicamente argumentos y casos ilustrativos. Utilizaré una terminología no carente de trasfondo histórico; empleo palabras como negro o del este asiático al tiempo que reconozco que son denominaciones poco científicas que no abarcan la inmensa diversidad presente en estos grupos que engloban a miles de millones de personas. Resulta irónico que sepamos grosso modo qué significan estos descriptores coloquialmente a pesar de su más que probable incoherencia respecto a la taxonomía científica. La semántica empleada en este libro y en el discurso público más generalizado no es irrelevante. A pesar de que gran parte de esta obra se centra en la validez del término raza, yo mismo lo utilizaré principalmente porque el público lo reconoce y lo emplea al margen de su validez científica. Los términos población, ascendencia y linaje resultan más útiles a medida que la conversación sobre la evolución humana y la diversidad adquiere una dimensión más técnica. Este libro se centra principalmente en el racismo derivado de la cultura occidental y europea, en parte porque es la cultura a la que pertenezco, pero también porque los conceptos de raza a los que nos aferramos globalmente surgieron en Europa y fueron consagrados en la cultura de la mano de la expansión europea, del surgimiento de la ciencia tal como la reconocemos hoy en día y de los valores de la Ilustración.
PREFACIO
Escribo estas líneas en otoño de 2020. Aunque el año todavía no ha terminado, el mundo ya se ha visto sacudido dos veces por acontecimientos globales en cuyo seno se encuentra la raza: una pandemia que ha amenazado todas las vidas humanas, pero que al matar ha discriminado, y las manifestaciones contra la brutalidad policial que estallaron cuando un policía blanco presionó el cuello de George Floyd con la rodilla durante ocho minutos y cuarenta y seis segundos, asesinándolo con su silencio y con su peso. La frustración, la angustia y la rabia son reacciones apropiadas a ambas situaciones.
No obstante, y a pesar de la conmoción que han provocado, el racismo subyacente no es nuevo. En los últimos años, las cuestiones sobre raza, racismo, genealogía y genética han ido ocupando un lugar cada vez más prominente en la conciencia pública, una tendencia que me ha llevado a escribir este libro. Pretendo demostrar que, aunque históricamente se ha hecho un uso artero de la ciencia para institucionalizar el racismo, hoy en día los racistas no pueden contar con ella como su aliada. La ciencia puede y debe utilizarse como una herramienta antirracista.
En enero de 2020, los engranajes del mundo empezaron a detenerse. Muchos científicos —y algunos políticos— ya sabían que otra pandemia era inminente e inevitable, aunque pocos predijeron el impacto que la COVID-19 tendría en las vidas de todos. En el momento en el que escribo, todavía estamos muy lejos de conocer el curso que tomará esta situación: las primeras vacunas llegan con cuentagotas, pero no sabemos si habrá varias olas, o si esta enfermedad pasará a ser una presencia permanente en nuestra vida que deberá ser gestionada, contenida y resistida. Son acalorados los debates sobre las medidas científicas y políticas que podrían, deberían ser y han sido implementadas; dos países de entre los más afectados —Estados Unidos y el Reino Unido— representan alrededor de un cuarto del total de víctimas en todo el mundo. En el momento de escribir esto, más de cincuenta millones de personas se han contagiado en ciento ochenta y ocho países, y el número de muertes asciende a más de 1,3 millones.
Y entonces, a finales de mayo —mientras los Gobiernos buscaban soluciones con distintos grados de eficacia— un policía de Minneapolis demostró una vez más lo mortal que puede llegar a ser la combinación de racismo y poder al exprimirle la vida a un hombre negro de cuarenta y seis años. El asesinato de George Floyd encendió la mecha de airadas protestas en todo el mundo, y en el polvorín que es Estados Unidos estallaron la violencia y los enfrentamientos con unos policías armados como soldados en un videojuego. En agosto, el levantamiento se reavivó cuando la policía disparó por la espalda siete veces a Jacob Blake, un hombre negro que no iba armado, tras una disputa doméstica en su casa de Wisconsin. El nombre de Blake se unió a los de Floyd, Rayshard Brooks y Breonna Taylor en la lista de asesinatos notorios de personas negras a manos de la policía estadounidense.
En el Reino Unido, la estatua del destacado comerciante de esclavos Edward Colston fue derribada en junio y lanzada al puerto de Bristol por los vecinos, agotados tras repetidos y legítimos intentos de retirar su efigie del espacio público que siempre resultaban fallidos. En verano, los nombres de tres científicos muy notables e influyentes, así como profundamente racistas, se retiraron de los edificios y de las cátedras de mi universidad. Los alumnos de la University College de Londres (UCL) ya no recibirían clases de ningún profesor Galton, en el edificio Pearson, o en el centro Fisher. Yo estuve involucrado en estas decisiones, las cuales forman parte de un debate más amplio sobre el pasado racista de Gran Bretaña.