EPÍLOGO
UN CAMINO DE ESPERANZA
Querido lector, como has llegado hasta aquí en la lectura, admiro tu paciencia. Es probable que, si no estabas familiarizado con el tema, este libro te haya perturbado. No es para menos. Estás en condiciones de empezar a armar un rompecabezas, con tantas realidades, noticias periodísticas y conversaciones de amigos —café de por medio—, de las que intuías tenían algún hilo conductor entre ellas, pero no acertabas a imaginarte cuál podía ser. Ahora ya sabes qué está pasando en este mundo loco y porqué. También conoces el origen de esa locura y su objetivo final. Estás «marcado». Ya no tienes excusa para desentenderte de tu familia, tu ciudad, tu comarca, tu patria, ni del resto del mundo. Te necesitamos. Eres una pieza clave, única, insustituible. No lo olvides.
Cuando hace quince años comencé a estudiar esta ideología, me pareció obra de chiflados. Al exponer públicamente los resultados de esos estudios, mis interlocutores tuvieron la misma impresión: se trata de la exagerada extravagancia propia de mentes calenturientas; no puede prosperar. Sin embargo, esta década y media apenas que ha transcurrido desde entonces, ha mostrado un avance notable de la misma, en casi todo el mundo. Es cierto que ese desarrollo ha sido a costa de la libertad y la felicidad de muchas personas. Para toda ideología, libertad y felicidad son abstracciones inexistentes. Para los cultores del género también.
Querido amigo, tu reacción no puede ser la de mis oyentes de hace quince años. Tú puedes ver cosas que ellos no tenían a la vista. Te lo repito: estás marcado. Ya no puedes hacerte el distraído mirando para otro lado. Si lo hicieras no podrías conciliar el sueño. No imagines que está todo perdido. Muy por el contrario, no hay ninguna derrota a la vista. Depende de ti y de mí. Verás, cuando una persona se enferma, lo peor que le puede suceder es pensar que está sana. Lo mejor para ella es conocer su enfermedad, la terapia adecuada y aquello que no debe hacer, pues agravaría su dolencia. Hoy ha sido un día memorable para ti. Ya conoces la enfermedad que padece la sociedad en la que vives. Recién ahora estás en condiciones de aplicar los fármacos que pueden curarla. Ya puedes empezar, ¿qué o a quien esperas? Nunca lo olvides: estoy contigo. Al menos ya somos dos… Este trabajo es mi aporte a la causa; y tú, ¿qué vas a aportar?… No me respondas: ¡hazlo!
a. Motivos de esperanza: Hay muchos. La historia, como maestra de la vida, está plagada de razones que alientan nuestra esperanza. La humanidad ha conocido todo tipo de luces y de sombras. Pueblos feroces como los hititas, asirios, hunos, germanos, vikingos, mongoles, sarracenos, turcos, etc., tuvieron su cuarto de hora de gloria. Sin embargo, hoy no son más que algunas páginas en los libros de historia. En los tiempos de las caídas de Roma y Constantinopla, se pensó que la cultura se acabaría; y, si bien trastabilló, nunca concluyó. A unos pueblos los han sucedido otros, las culturas decaen en civilizaciones y luego desaparecen. Pero vienen otras a suplantarlas. Y así ha sido siempre. ¿Acaso la ideología de género es más poderosa que la marxista o la nazi?, ¿y qué queda de estas, fuera de sus últimos estertores? El ser humano posee, en su naturaleza más íntima, esa ambivalencia que le permite —siempre—, resurgir de sus cenizas. Ahora también. Podría poner muchos ejemplos. Algunos bastan. Aquí van:
a.1. Lech Walesa, el electricista que dirigió la revuelta de los astilleros Lenin, en Gdansk, en su Polonia natal, que fue el principio del fin de la ideología marxista, al comienzo de su autobiografía, afirmó: «… en mis actividades, llegado el momento de actuar, felizmente me ha inspirado el instinto del hombre salido —y a su vez padre— de una familia numerosa. Por otra parte, esa fue siempre la tradición entre los míos: una retahíla de hijos, una vasta ramificación familiar. En este simple rasgo biológico reside tal vez un valor que me permite permanecer en pie pese a las vicisitudes del destino». El mensaje es muy claro: de las familias basadas en los matrimonios —en especial las numerosas—, saldrán los hombres —mujeres y varones—, que volverán a poner las cosas en su sitio. Siempre es lo mismo: un poco de levadura que fermente toda la masa; hoy como ayer y mañana.
a.2. Con su fina ironía, Jean Guitton hace una observación fundamental, que me exime de mayores comentarios: «Todos los siglos se dice que la Iglesia va a caer, y se mantiene. Es increíble. Y cada siglo se dice que no es como los siglos precedentes, que esta vez es la definitiva, y que la Iglesia no se salvará. Y se salva siempre. Vea aún en el siglo XX. El comunismo debía enterrarla. Todo el mundo lo decía. El materialismo era insuperable. Usted recordará que todo el mundo lo decía. Yo también esperaba lo peor, en Europa y en todas partes. ¿Qué pasó? La Iglesia enterró al comunismo. Y ya verá que lo mismo va a pasar con el liberalismo que se cree eterno. A los ojos humanos, nadie sensato pondría un centavo en las acciones del “Catolicismo”. Hoy en día se dice: el consumo y el sexo barrerán a la Iglesia. Y bien: yo no lo creo. Una vez más ocurrirá algo, no sé qué. Le repito: es increíble. Toda esta historia es inverosímil»…
a.3. En su último libro, Juan Pablo II desarrolla —entre otros—, el problema del mal en el mundo. Cuenta el drama interior de los polacos que habían actuado en la resistencia contra el nazismo, por el hecho que —a su caída—, otro totalitarismo había ocupado su lugar. La situación llegó a interpelar la fe de esos polacos: ¿dónde está Dios al que le rezamos y en quien confiamos, para quitar el nazismo de Polonia? Karol Wojtyla no fue ajeno a esa crisis. Dejemos que él nos relate cuál fue su actitud, en esos años.
«… una vez terminada la guerra, pensé para mí: Dios concedió al hitlerismo doce años de existencia y, cumplido ese plazo, el sistema sucumbió. Por lo visto, este fue el límite que la Divina Providencia impuso a semejante locura. A decir verdad, no fue solamente una locura: fue una “bestialidad”, como escribió Konstanty Michalski. El hecho es que la Divina Providencia concedió solo aquellos doce años al desenfreno de aquel furor bestial. Si el comunismo ha sobrevivido más tiempo y tiene alguna perspectiva de un desarrollo mayor, pensaba para mis adentros, debe ser por algún motivo… Me quedó entonces muy claro que su dominio duraría mucho más tiempo que el del nazismo. ¿Cuánto? Era difícil de prever. Lo que se podía pensar es que también este mal era en cierto sentido necesario para el mundo y para el hombre. En efecto, en determinadas circunstancias de la existencia humana parece que el mal sea en cierta medida útil, en cuanto propicia ocasiones para el bien… Me he detenido en destacar el límite impuesto al mal en la historia de Europa precisamente para mostrar que dicho límite es el bien… En todo caso, no se olvida fácilmente el mal que se ha experimentado directamente. Solo se puede perdonar. Y, ¿qué significa perdonar sino recurrir al bien, que es mayor que cualquier mal?».
Así reflexionaba Karol Wojtyla respecto del marxismo. Sabía que iba a durar más que el nazismo, y opuso una resistencia similar a la que tuvo con este: dejando de lado la lucha armada, para circunscribirse a la cuestión cultural. Él intuía —acertadamente—, que las ideologías no pueden resistir la verdad —objeto de la inteligencia—, ni el bien —objeto de la voluntad—. Y allí enfocó su lucha. Lo que no podía imaginar Wojtyla en esos años, es que poco más de cuatro décadas más tarde, él sería uno de los actores principales en la caída del sistema totalitario marxista. Colapsó sin derramamiento de sangre, como toda mentira que —una vez descubierta—, se deshace como una pompa de jabón…
Sin embargo, su análisis no se queda aquí, y entronca directamente con el objeto de este trabajo: «A este propósito, no se puede omitir la referencia a una cuestión más actual que nunca, y dolorosa. Después de la caída de los sistemas construidos sobre las ideologías del mal, cesaron de hecho en esos países las formas de exterminio apenas citadas. No obstante, se mantiene aún la destrucción legal de vidas humanas concebidas, antes de su nacimiento. Y en este caso se trata de un exterminio decidido incluso por parlamentos elegidos democráticamente, en los cuales se invoca el progreso civil de la sociedad y de la humanidad entera. Tampoco faltan otras formas graves de infringir la ley de Dios. Pienso, por ejemplo, en las fuertes presiones del Parlamento Europeo para que se reconozcan las uniones homosexuales como si fueran otra forma de familia, que tendría también derecho a la adopción. Se puede, más aún,