Annotation
Ruina: Reminiscencia histórica, equivalente antropológico del recuerdo. El mundo está permanentemente en construcción, destrucción y reconstrucción. El resultado de la destrucción es la ruina, que conserva fragmentos de la memoria; y el escombro, que anula la posibilidad del recuerdo. “Estamos siempre reconstruyendo y el problema es saber si reconstruimos lo mismo u otra cosa”.
Augé postula la contemplación de las ruinas no como un viaje en la Historia, sino como la experiencia del tiempo, del tiempo puro. El libro agrupa breves ensayos que tienen como tema la escritura a partir de las ruinas de la memoria personal; la apreciación del arte antiguo como percepción de una ausencia; o la tensión entre ruina y reconstrucción que tiene lugar en ciudades como Berlín o París. Pero el núcleo duro, por decirlo así, del libro es el alegato de Augé a favor de la ruina como lugar desde el que desmentir el fin de la Historia, tal y como lo expresa un mundo convertido todo él en espectáculo. Frente a la homogeneización del paisaje urbano en todas las ciudades del planeta, frente a la falsificación de la realidad para convertirla en bien de consumo, frente al turismo que tiene programadas cada una de las emociones de su recorrido, las ruinas son un testimonio de verdad y, paradójicamente, de vida.
Marc Augé
El tiempo en ruinas
Título del original francés: Le temps en ruines
Traducción: Tomas Fernández Aúz y Beatriz Eguibar
© Éditions Galilée, 2003
© Editorial Gedisa, S.A., 2003
ISBN: 84-7432-993-0
Depósito legal: B. 40707-2003
158 págs.
El etnólogo y su tiempo
Los etnólogos suelen sentir la tentación de escribir sus memorias (y, a veces, ni siquiera esperan a tener una edad considerable). A decir verdad, en tales casos se han consagrado menos a sus memorias que a la evocación de su primer desafío —a aquel raro momento de sus vidas en que todo quedó decidido, a pesar, en ocasiones, de la trivialidad de las apariencias y de las superficialidades de lo cotidiano, por más exótico que fuera—. «Todo quedó decidido» es una forma de hablar, ya que, hablando con propiedad, nada quedó «decidido» en aquellos comienzos; pero el momento en cuestión marcó la pauta y ya no habría de ocurrirles nada que no llevase su sello y que, de un modo u otro, no aludiese a él, ya fuese en el plano profesional (como si las teorías generales no fuesen más que la extrapolación de una experiencia inicial particularmente intensa), ya fuese en el plano existencial, debido a que, hace algunas décadas, partir hacia algún lugar nuevo se vivía como una opción vital, como una forma de compromiso, y tal vez hoy siga ocurriendo lo mismo. Michel Leiris había escrito un diario que trataba de contar día a día el conjunto de sus impresiones, sus fantasmas y sus conocimientos. Sin embargo, sólo con el tiempo, transcurrido cierto lapso, habrían de revisar Lévi-Strauss, Balandier y Condominas sus experiencias pasadas, confiriendo por ello a su relato el estilo propio de las memorias y no el de los diarios, pese a que algunos pasajes de sus cuadernos de campo apuntalen, en ocasiones, la compleja arquitectura del conjunto.
Es necesario regresar para escribir, al menos regresar a casa. Por consiguiente, entre «la experiencia» vivida sobre el terreno y la escritura se instaura una distancia doble: la distancia de uno mismo respecto de uno mismo (¿qué significa lo que he vivido y observado en caliente?), distancia que tiende a confundirse con la que media entre los otros y uno mismo, distancia que resulta no obstante bien distinta debido a que esta última proviene de la teoría de la «mirada distante». ¿Se ha tenido en cuenta alguna vez que la exigencia de «método» a la que obedece el etnólogo (situarse dentro y fuera, cerca y lejos), al margen de que duplica su obligada forma de trabajar —no hay más remedio que volver para escribir, hay que establecer una distancia entre el yo que se encuentra muy cerca de los otros y el que va a describirlos—, es la misma que podría definir la memoria? El recuerdo se construye a distancia como una obra de arte, pero como una obra de arte ya lejana que se hace directamente acreedora del título de ruina, porque, a decir verdad, por muy exacto que pueda ser en los detalles, el recuerdo jamás ha constituido la verdad de nadie, ni la de quien escribe, ya que en último término dicha persona necesita la perspectiva temporal para poder verlo, ni la de quienes son descritos por el escritor, ya que, en el mejor de los casos, este escritor no es más que el esbozo inconsciente de sus evoluciones, una arquitectura secreta que sólo a distancia puede descubrirse.
Lévi-Strauss presintió el estrecho parentesco entre la etnología y la memoria (o el olvido) y, más allá, la analogía entre el recuerdo y la ruina. Y, cosa muy notable, fue en un pasaje en el que convertía a la primera en una exigencia de método cuando se le impuso la segunda, como consecuencia de una escritura conducida por sus metáforas al punto en que dejan de serlo y se vuelven más bien imágenes de un concepto que no se osa expresar:
Arrollando mis recuerdos en su fluir, el olvido ha hecho algo más que desgastarlos y enterrarlos. El profundo edificio que ha construido con esos fragmentos da a mis pasos un equilibrio más estable, un trazado más claro a mi vista. Un orden ha sido sustituido por otro. Entre esas dos escarpas que mantienen a distancia mi mirada y su objeto, los años que las desmoronan han comenzado a amontonar sus despojos. Las aristas se afinan; paneles enteros se desploman; los tiempos y los lugares chocan, se yuxtaponen o se invierten, como los sedimentos dislocados por los temblores de una corteza envejecida. Tal detalle, ínfimo y antiguo, surge como un pico, en tanto que capas enteras de mi pasado sucumben sin dejar huella. Acontecimientos sin relación aparente, que provienen de períodos y regiones heterogéneos, se deslizan unos sobre otros y súbitamente se inmovilizan con la apariencia de un castillo cuyos planos parecería haberlos elaborado un arquitecto más sabio que mi historia.
El presente libro no es ni un diario ni unas memorias. Nunca he escrito un verdadero diario y tengo mala memoria. No, mi propósito es otro. Es natural que alguien cuyo oficio, para decirlo de forma simple, ha consistido en escuchar y observar a los demás en las situaciones y los lugares más diversos, revise, no lo que ha hecho (ya es demasiado tarde), sino lo que esa tarea le ha enseñado, las reflexiones que le inspira y los interrogantes que le plantea en el presente. El oficio de antropólogo (prefiero este término al de «etnólogo», cuyo empleo, en los tiempos que corren, presenta el riesgo de confirmar a ciertos lectores la ilusión de que existen individuos enteramente definibles por una pertenencia étnica y cultural que se les adhiere a la piel) tiene por objeto la actualidad. El antropólogo habla de lo que tiene ante los ojos: ya sean ciudades o campiñas, colonizadores o colonizados, ricos o pobres, indígenas o inmigrados, hombres o mujeres y, más aún que de todo ello, se ocupa de lo que los une o los opone, de todo lo que los vincula, así como de los efectos derivados de estos modos de relación. Todo esto constituye, en principio, el objeto de la antropología, de modo que, siempre en principio, si no tiene telarañas en los ojos, el antropólogo puede verse abocado a comparar situaciones que, pese a la existencia de diferencias evidentes, le parezcan ser susceptibles de comparación debido a un aire de familia imputable a la historia, a los actores que colocan sobre el escenario o a las instituciones que hacen intervenir. La actual globalización, pese a que tenga la originalidad de haber casi rizado el rizo y de concernir efectivamente a todos los habitantes del planeta, no debería sorprenderle: ha pasado una considerable parte de su vida observando su puesta en marcha. En realidad, le debe su existencia: en las colonias, y más tarde en los países de independencia reciente, de las zonas rurales donde se despliegan las operaciones de desarrollo a los barrios de chabolas de las periferias urbanas, de las aldeas aisladas a los campos de refugiados, de las misiones católicas a las Iglesias de Pentecostés, de los altares de fortuna donde se inventan cultos nuevos a las mezquitas islámicas o islamistas, de los primeros transistores a la televisión generalizada, no ha cesado de seguir su avance ni de tratar de comprender sus causas y sus efectos. Él ha sido, históricamente, después del militar y el misionero, uno de los primeros signos de esa globalización, a pesar de que no siempre se haya percatado de ello, y del mismo modo, hoy incurre en la creencia, reproduciendo el mismo error, de que no tiene nada que decir sobre ella y de que la globalización equivale al tañido de su hora postrera, cuando en realidad debería abrirle los ojos respecto a lo que constituye su verdadera vocación y su auténtico objeto.