“El Ello se refiere a la parte más profunda, primitiva, desorganizada e innata de la personalidad… Representa nuestros impulsos, deseos y necesidades más elementales y primitivas del ser…tan básicos como la tendencia natural a satisfacer el hambre, la sed y la sexualidad alimentadas por l a libido…”
Sig mund Freud
Prólogo
Me llamo Asia.
Un nombre original ¿verdad? Pero mi madre también lo era y eligió este nombre por su sonido. Decía que le hacía vibrar; que, al pronunciarlo, sentía como si sus emociones llenasen su cuerpo y su mente y le permitiesen experimentar la vida de una forma mucho más potente que con el pensamiento. Sí. Así era mi madre, viviendo constantemente en ese estado de locura que, a veces, incluso la hacían parecer casi normal. De modo que se pasó todo el embarazo susurrándolo, lenta y suavemente; como un mantra… “ Asia… Asia… ”, intentando convencer a mi padre de que así era capaz de contener las inquietudes negativas y de centrar su atención en todo lo que había de positivo en su mundo emocional. Eso era muy importante para ella y aunque mi padre no entendía ni una sola palabra de lo que decía, el pobre aguantaba resignado todos y cada uno de sus caprichos, con más paciencia que si fuese el dueño de un Transformer al que hubiese que pasarle la ITV; consciente de que la paciencia en sí no solucionaba nada, pero convencido de que la impaciencia… menos aún.
Y tanto repitió mi madre ese nombre, que mi padre creyó que daría a luz un bebé con el pelo negro, los ojos rasgados y una catana debajo del brazo. Nada más lejos de la realidad.
A los dos años, volvió a quedarse embarazada. Supo que mi hermana se llamaría Luna la misma noche que la concibió, en una playa de Lanzarote, entre los brazos y abrazos de mi padre. Y otra vez volvió a convencerle de que ése era el nombre perfecto. “ Se llamará Luna… ”, le dijo, “…y será hermosa, fuerte y brillante “. Y no se equivocó. Los ojos de mi hermana, de un azul tan intenso como el mar, escondían una mirada tierna y tímida, que, con el tiempo, revelaron a una mujer sincera con una personalidad auténtica y realmente misteriosa. Me parece muy curioso cómo suele mirar repetidamente hacia abajo mientras habla, demostrando que toda ella se mueve desde lo sentimental, desde lo emocional…, igualita que mi madre. Creo que ni mi padre ni yo, hemos llegado a saber nunca con seguridad qué es lo que pasaba por sus cabecitas.
Mi madre nos contaba divertida que cuando mi padre me llevó al hospital para conocer a mi hermana, lo primero que le pedí fue que me la regalase. Y que ella, emocionada, me contestó: “ Claro que sí, cariño. Será la Luna de Asia ”.
Así era mi madre… Puede que no fuese la persona más fuerte, ni la más valiente, ni la más decidida…, puede que se equivocase en muchas ocasiones… ¿quién no?, pero su esfuerzo constante y diario por defender sus ideas, por cuidar lo que amaba, por hacernos felices, la convirtieron en una persona capaz de atraer a todos con su mirada clara y honesta y con su particular visión delirante de la vida.
Me gustaría decir que sigue siendo así, pero… no puedo. Ya casi no la reconozco. Ya apenas queda nada de aquella formidable mujer que cada día creaba mundos de fantasía casera envolviendo nuestras vidas con sábanas de imaginación y felicidad y cubriéndolas con mantas de ensueño e ilusión. Ahora sí que es otra. Ahora, que se ha convertido en un encogido saquito de piel y huesos, recuerdo cómo se deshacía para que viviésemos cada momento como si fuese el último, y sonrío tristemente porque, al final, ninguno de nosotros hemos sido capaces de percibir cómo tan disimuladamente se ha ido acercando el suyo: su último momento. Ahora ella navega sola por su mundo; se ha convertido en una prematura anciana que surca su nirvana en su particular océano profundo, en compañía de su soledad mundana.
Ni siquiera sé ya si su cuerpo parece más viejo que su mente, o su ánimo menos joven que su cuerpo. Quizás me consuela pensar que vivió intensamente y que logró hacer muchas de las cosas que quería, aunque otras… se quedaron olvidadas en sus fantasías.
Capítulo 1: La imparable rutina (Lucas Recio)
Como siempre, ya tenía los ojos abiertos como platos, antes de que sonase el despertador. Por aquel entonces, me costaba bastante conciliar el sueño. Me despertaba varias veces durante la noche y había comprobado que no era capaz de dormir dos horas seguidas. Y no porque mi cerebro se empeñase en mantenerme desvelada hasta las tantas, para regodearse en las estúpidas decisiones que había ido tomando a lo largo de mi vida. Y tampoco porque mi cama se encontrase vacía. Ya estaba acostumbrada a que Gonzalo no durmiese en casa la mitad de las noches. A veces, incluso lo agradecía. Agradecía la soledad…, no tener que acceder a caricias que no me llenaban o aceptar abrazos que no deseaba. Y, además, eso me permitía soñar libremente… Sí. Había llegado a creer que yo misma era capaz de manipular mis sueños. Me bastaba con concentrarme un poco, cerrar los ojos y al instante, aparecería la historia que me hacía disfrutar. Y lo más increíble era que, casi siempre, conseguía recordarla con todos sus detalles, como en ese momento:
“ Me veía a mí misma con diecinueve años en un sup ermercado.
Tenía clase a las doce, así que no podía entretene rme mucho.
Me dirigí, casi corriendo, al pasillo de los productos de limpieza del hogar, visualizando a cada paso todos los artículos de las estanterías, intentando encontrar el dichoso suavizante de ropa con olor a rosas que mi madre me había encargado.
De pronto, mis pies, desatendiendo las órdenes de mi cerebro, decidieron detenerse de golpe y mis ojos comenzaron a abrirse al mismo tiempo que mi boca. Sentí la rigidez en cada uno de los músculos de mi cuerpo. Sentí cómo mi corazón se aceleraba y sentí cómo un sudor frío se iba acumulando en mi frente. Y los sentí todos a la vez, de repente y sin pre vio aviso.
Hacía más de cuatro meses que no le veía. Desde entonces me estuve arrepintiendo todos los días por no haber tenido el valor suficiente para acercarme a él cuando tuve la oportunidad. Y ahora, estaba ahí, en mi mismo pasillo, entre los limpiacristales y los estropajos. Él no me había visto aún. Estaba tan concentrado comparando el precio de dos cajas de pastillas para el lavavajillas, que yo pude aprovechar para apoderarme del tiempo; lo paré y disfruté con todos y cada uno de mis sentidos, acariciando su cuerpo con la mirada, absorbiendo sus latidos, llenándome de su aroma, intentando recordar en mi boca el sabor de sus labios, de su ú nico beso…
Y decidí que ése era el momento. Respiré profundamente para inspirarme fuerza, como había visto hacer en las películas, y con pasos que pretendían parecer seguros, pero sin conseguirlo, me acerqué a él. Antes de que llegase a su altura, Dani levantó la mirada de las cajas y se encontró conmigo frente a frente, cortándole el paso. No se movió. No dijo nada. La verdad es que su cara, en ese momento, era totalmente inexpresiva, lo que no me facilitaba en absoluto las cosas. Pero yo había tomado una decisión y cuando lo hacía, jamás me echaba atrás. Independientemente de las cons ecuencias.
—Me gustaría saber… si… algún día… podríamos tomar un café—le pregunté mucho más tímida y menos segura de lo que me hubies e gustado.
—¿Para qué?–me contestó. Esa no era la respuesta que yo esperaba, aunque habría jurado que un pequeño brillo travieso apareció en sus ojos.
—Ehh… quisiera conocerte… màs–le dije a la vez que apretaba los ojos ante la “originalidad” de mi respuesta.
—¿Por qué?–Volvió a preguntar torciendo un lado de su boca hacia arriba y el otro hacia abajo en un gesto que parecía debatirse entre el placer y la duda o… que simplemente demostraba ambivalencia en general…; un gesto que… me vo lvía loca.