DIARIO DE KAT
María José Tirado
1.ª edición: octubre, 2015
© 2015 by María José Tirado
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-235-6
Maquetación ebook: Caurina.com
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright , la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Para Juani y María,
dos abus maravillosas
A mis Caperucitas
con todo mi cariño.
Contenido
Prefacio
Pectorales, oblicuos y trapecios. No sé cómo se llama el morenazo del banco de pesas, pero sí que levanta 45 kilos en cada extremo de la barra y que sus bíceps tienen el tamaño de dos pomelos. Es todo un espectáculo verlo entrenar, tanto que llevo un mes cambiando turnos en el supermercado solo por contemplarlo cada mañana. Nunca en toda mi vida había estado tan en forma.
La barra sube y baja y se le hincha una vena en el cuello. Entonces alza los ojos negros, como su cabello, como mis esperanzas de que se dé cuenta de que existo, y mira al frente.
Y yo estoy allí, pedaleando entre una marabunta de locas del spinning . Es imposible que me vea entre tanta maciza junta, y no por falta de volumen, mi culo tiene el tamaño del de dos de cualquiera de ellas, sino porque todas están cañón excepto yo.
Estoy fatal, lo sé. ¿Quién me mandaría ser tan impulsiva? Y es que me apunté a aquel gimnasio solo porque una mañana de camino al trabajo desde el autobús lo vi bajar de su Mercedes negro y entrar. Me dije a mí misma que debía ver más de cerca a aquel espécimen masculino que aparecería en el diccionario sobre la palabra: Desintegrabragas .
Ahí sigue. Subiendo y bajando la barra como el ascensor de la Torre Eiffel en hora punta. El entrenador personal se le acerca y le habla mientras él no para, y no para, y no para... Ay, madre. Debe haberle dicho algo divertido porque sonríe de lado y sus ojos se deslizan hacia donde estoy subida a mi bici pedaleando como si me persiguiese Induráin, y ante mi más absoluta incredulidad me dedica una mirada pícara al más puro estilo enigmático-agente-secreto con la que parece decirme: mi nombre es Dor , Empotra-Dor .
Y después despierto, con un charco de babas en la almohada de mi amplia y solitaria cama, con el corazón acelerado y una honda sensación de vacío en mi cuerpo, justo entre las piernas.
Capítulo 1
Un Diario
Me llamo Kat y mi vida es un desastre. Así, sin más; ese podría ser un buen resumen de mi existencia. Aunque claro, si tenemos en cuenta que mi padre fue un hippie al que no conocí, y mi madre se quedó embarazada en una playa de Cádiz en el verano del 87, las expectativas no es que fuesen demasiado altas.
El tema de mi padre biológico siempre fue tabú en mi familia, y es que mi madre es de esas personas herméticas a las que hay que extraerles las palabras con un sacacorchos. Mi abuela Antonia se metía con ella diciéndole que no era hija suya, que la adoptó en la Casa Cuna. Esto a sus cuarenta y tantos años aún la hacía enfadar, y cuanto más le quemaba la sangre más se reía mi abuela.
Su propio marido, Julián, el hombre con el que se casó cuando yo tenía cinco años, hace las veces de mediador entre ambas y fue quien tomó el relevo después de que yo me rindiese muchos años atrás.
Como también me cansé de preguntar por mi padre. Durante mi infancia y adolescencia cada vez que lo intentaba se le ponía la cara avinagrada y pasaba el resto del día respondiéndome con monosílabos. Sí. No. No. Sí. Jamás lo entendí, al fin y al cabo había rehecho su vida, conocido a un hombre maravilloso con el que tuvo trillizos; José, Julián y Javier, y vivía feliz en un espectacular chalet próximo a la playa de La Barrosa, en Chiclana de la Frontera.
Pero cada vez que me armaba de valor para intentarlo era como si mi interés le arrojase a la cara que hubo una noche fatídica en la que perdió los papeles y se dejó embarazar por un desconocido.
Ni siquiera quiso explicarme cómo logró que me reconociese como hija, y que así, en lugar de Fernández como ella, me apellide Swarzschild. Porque mi padre podía ser un hippie, pero no uno cualquiera, sino uno alemán, cantante de un grupo llamado Meine Strabe que formaba parte de las actuaciones de programa del verano cultural de Cádiz.
Y fue así como la semilla germana «germinó» en territorio gaditano, siendo La Victoria testigo de un amor tan breve como intenso del que vine a nacer yo. Tan rubia, alta y desgarbada entre tanto moreno de ojos negros que en las reuniones familiares parecía una guiri de visita en el Albaicín.
—¿Por qué no te quedas a dormir? —me preguntó Julián, mientras tomaba café en su chalet, aquella cálida tarde de otoño. Anochecía, y aún me quedaban treinta minutos de autobús hasta llegar a casa, a mi pequeño apartamento compartido en el Campo del Sur de Cádiz.
—No me apetece, gracias. —La conversación tras el almuerzo había sido tensa. Mi madre me miraba de reojo mientras se quitaba el esmalte de uñas con un algodón, sentada en uno de los sillones de mimbre de la terraza junto a su marido—. Además, mañana entro temprano en el súper.
—No sé cuándo vas a dejar ese supermercado. Cada vez que pienso en la carrera que te hemos pagado para nada… —espetó mirándome con fijeza, con su cabello tan oscuro como sus ojos revuelto sobre los hombros.
—La carrera me la pagaron las becas, mamá; te recuerdo que me dejé las pestañas para conseguir las notas que saqué.
—¿Y de qué ha servido si sigues trabajando en ese supermercado de tres al cuarto?
—Pero mamá, ¿de qué viviría entonces? ¿Cómo pagaría lo que tengo que pagar? Te recuerdo que incluso he hecho un módulo de secretariado, me he sacado del B2 de inglés, y ni por esas encuentro trabajo de ninguna de las dos cosas.
—Mientras estabas con Manuel no lo necesitabas y seguías trabajando allí, así que no me vale tu excusa.
—No es una excusa. Nunca he querido que ningún hombre me mantenga, es algo que le prometí al abuelo Miguel y que cumpliré hasta el último de mis días. —Mi abuelo Miguel era su padre y en mi corazón, también el mío. Un hombre adelantado a su tiempo, como su mujer, que en nada se le parecía. Hacía siete años de su pérdida y aún debía contener la emoción al mencionarle—. Y por favor, mamá, no saques otra vez el tema de Manuel.
—¿Tan grave fue? ¿No podías haber hablado con él como dos personas civilizadas? ¿Haberte enfadado unos días y luego…?
—¿Y luego qué?, ¿eh? Luego fingir que no le había pillado tirándose a una guarra de su trabajo en mi cama.
—¿Pero tenías que subirlo al internet? ¿Era necesario?
—No, por supuesto que no lo era. Pero si no lo hubiese hecho lo habría negado y jamás me habríais creído, ni su familia, ni nuestros amigos, ni tú. Tú le hubieses creído a él antes que a mí. Porque él era «don Perfecto» y yo una cabra loca que no sabía ni lo que quería.
Su pregunta había traído a mi cabeza las realizadas por la abogada de mi ex novio durante el juicio.
—¿Está orgullosa de lo que hizo?
—¿Tan grave es subir un video a Facebook? —sugerí a esa enterada con cara de comerse los Petit Suisse de seis en seis.
—Por supuesto que es grave si en este aparece mi cliente con el miembro viril al desnudo en un momento tan comprometido.
—¿Tan comprometido? Comprometido estaba conmigo, a no ponerme los cuernos, a respetarme. Y le pillé en nuestro piso, en nuestra cama. Si no quería que su «miembro» se difundiese, que no lo hubiese sacado a pasear con tanta ligereza.
Página siguiente