SI NO TIENES HIJOS y te planteas tenerlos en el futuro, has de saber que todo lo que se cuenta en este libro es pura ficción. Así que no te preocupes por nada y procrea, procrea sin miedo que dicen por ahí que hay que tener niños que paguen las pensiones o no sé qué.
Tú, amiga -o amigo- sin hijos, puedes dejar de leer esta introducción aquí. Espero que disfrutes del libro y nos vemos en los bares.
SI TIENES HIJOS, seguro que no necesitas que te diga esto, pero aun así voy a responder a una pregunta que -todavía- nadie ha formulado: ¿Es este libro biográfico? Total y absolutamente. De la primera a la última letra, incluyendo comas, puntos, guiones, paréntesis, comillas y esas cosas que parecen flechitas que nunca recuerdo cómo se llaman. Todo lo que aquí se cuenta es verdad y ha sucedido, a mí o a alguien, en algún momento de la historia. Puede que te haya pasado a ti. Y no, no te voy a pagar derechos. Bastante hago con guardarte el anonimato.
Pero recuerda, si hablas de este libro con alguien que no tiene hijos, dile que todo es mentira. No queremos estropearle la sorpresa,
¿VERDAD?
¿Que cuándo empezó todo? No sabría decir el momento.
Así, haciendo un repaso rápido por mi memoria, yendo hacia atrás en la peli de mi vida, la primera pausa la haría en ese momento en que, sentada en la mesa de la cocina hace un par de años, entré en shock al ver el positivo en el test de embarazo de mi tercer hijo. O, rebobinando otro poco, pararía en ese otro momento hace casi siete años en que me quedé paralizada y sin habla durante más de media hora al ver el positivo en el test de embarazo de mi hija mediana. Esa vez estaba sentada en el sofá.
Si me voy un poco más atrás, puedo parar el vídeo en el momento en el que nació mi hijo mayor, hace diez años, y me veo ahí: agotada y sonriente con un pequeño bebé en brazos. Y solo un poco antes la felicidad de un test de embarazo positivo, y un pelín antes el momento en que Didier y yo decidimos que queríamos ser padres.
Aunque, ya puestos, podría seguir retrocediendo hasta el día que nos fuimos a vivir juntos, al día que nos conocimos, a la primera vez que me vino la regla o al preciso instante dentro del útero de mi madre en que mi doble X decidió dotarme de ovarios funcionales.
Pero no busquemos culpables.
¿Que cuándo empezó todo? Supongo que, en virtud de ser práctica —ya me lo decía mi madre, esa mujer capaz de echarse laca en el cardado durante media hora: «Hija, tienes que ser práctica»—, podría decir que la hecatombe se desató hace once días. Y la cosa sucedió como sigue.
Estábamos a 2 de enero. Era un jueves aciago. Bueno, en honor a la verdad era un jueves normalito, pero siempre he querido empezar una historia diciendo que era un día aciago porque queda muy profesional. Como decía, era jueves, día 2, y yo aún tenía rodando por la mesa del salón restos de la cena de Nochevieja, consistentes sobre todo en pepitas de uva que no dejaban de aparecer pegadas a todas partes y trozos de turrón rechupeteados por alguien —nadie sabía por quién—; de esto que te da pena tirarlo pero te da asco comerlo y tu estrategia es dejarlos ahí hasta que «accidentalmente» se los coma el perro o, en su caso, críen vida propia y los puedas tirar sin remordimientos.
Como fuera, era día 2 y yo estaba agotada porque el fin de las fiestas tiene ese efecto en mí. Como el inicio de las fiestas, las fiestas en sí mismas y la vida en general, que es agotadora. Pero ese día sucedió algo especial, una de esas singularidades cósmicas; un caso raro como, qué sé yo, un error de Hacienda a tu favor o una monja borracha: los niños se durmieron pronto. Y Didier y yo teníamos ganas de mambo, así que, rescatando ese poquito de energía que aún palpitaba bajo capas y capas de sueño, nos pusimos al lío. Pero, claro, si es fácil no tiene gracia.
Los niños se habían dormido pronto, sí, pero en los lugares equivocados. Los dos mayores estaban espatarrados en nuestra cama; el bebé dormía hecho un ovillo en el sofá y, por supuesto, moverlo no era una opción en ese momento, porque, en estas situaciones, las probabilidades de que el niño se despierte y se desvele en el proceso son directamente proporcionales a las ganas que tú tengas de follar.
Las superficies blandas disponibles en toda la casa se reducían a dos: la cama de la niña, que soporta máximo sesenta kilos, y la litera del niño que, aparte de que está llena de muñequitos del Minecraft que me miran fijamente y me cortan el rollo, pues no está pensada para dos adultos haciendo flexiones —afortunadamente para mi hijo, porque le ahorrará algún que otro trauma—.
Pero no pasaba nada, porque el amor es joven y nosotros estábamos fogosos: así que nos fuimos al suelo. Y descubrí una verdad horripilante: que el amor es joven, pero mis rodillas se ve que no.
¡¡¡UN DERRAME!!!
Un puto derrame se me hizo en la rodilla izquierda que se me puso MORADA como una berenjena vasca y la tuve así diez días. ¡¡DIEZ DÍAS!! ¡¡Pero que tengo treinta y nueve años!! ¡¿En qué momento, por favor, en qué momento de mi vida me he convertido en una SEÑORA a quien le sale UN DERRAME EN LA RODILLA POR ECHAR UN POLVO?!
Le cuento mi vida a Shakespeare y me escribe tres tragedias. Un derrame, joder. ¡Joder!
Y este ha sido el punto equis, la zona cero, la hora hache: me niego —espera: una vez más, con más fuerza—, ME NIEGO a aceptar que mi vida sexual se ha convertido en esto. ¿Qué coño estamos haciendo mal? A ratos parece que nos mendigamos, a ratos que nos evitamos y cuando, ¡oh, gloria!, nos encontramos, ¿voy y me reviento una rodilla? ¿En serio?
No, si la culpa es mía porque, claro, una parte de mí —la parte estúpida, probablemente— se quedó embarazada a los veintinueve años y pensaba que iba a tener un bebé y que luego ese bebé crecería, algún día se iría de casa y yo podría retomar mi vida en el mismo punto que la había dejado antes de convertirme en madre. Y va y resulta que no, que mientras el niño tiene la desfachatez de crecer, yo tengo la inconsciencia de ir haciéndome mayor, y aún no me he enterado.
Pues esto se acaba aquí. No voy a seguir dejando pasar el tiempo, como esperando que de pronto un día todo vuelva a ser como antes, como si aún creyera que cuando Didier y yo volvamos a tener tiempo para nosotros seguiremos teniendo treinta años. Estoy motivada. Estoy decidida. Esto cambia a partir de ya. Llámame loca, pero TENGO UNA MISIÓN: voy a echar un polvo, pero un polvo en condiciones, un SEÑOR POLVAZO, con el padre de mis hijos.
Hubo una época en la que yo tenía tiempo —y me sobraba— para ir, por lo menos por lo menos, una vez al mes a hacerme la cera en todo el cuerpo. Luego nació Gabriel y, salvados sus primeros meses de vida, recuperé la costumbre, aunque en lugar de una vez al mes, pues bueno… Cada tres meses o así me pasaba por allí a que me dejaran lisa y limpita. Y poco antes de que naciera Maya recuerdo perfectamente que estaba espatarrada en la camilla con las ingles dispuestas a entrar en faena, y Eva me dijo, desde esa posición de autoridad que solo un palito untado en cera caliente puede otorgar: