Índice
Gracias por adquirir este eBook
Visita Planetadelibros.com y descubre una
nueva forma de disfrutar de la lectura
Sinopsis
El 19 de febrero de 2020 se celebra en Milán el encuentro de ida de octavos de final de la Champions League, en el que se enfrentan Atalanta y Valencia. Una noche que expertos y autoridades han señalado como una bomba biológica en la propagación de la Covid-19 en Italia y España. De esa propagación formó parte, sin saberlo, el periodista deportivo Kike Mateu, que se convirtió a su vuelta en el primer infectado por coronavirus en Valencia: el paciente cero.
Durante las duras semanas de aislamiento en el hospital, sólo mantenía contacto con el mundo exterior a través de las redes sociales y los medios de comunicación. Kike fue el primer testimonio público en España desde dentro de la enfermedad, y se dio cuenta de que su experiencia como infectado podía resultar de ayuda a los demás, pues había vivido la evolución del virus en primera persona.
Por eso, y con el fin de tranquilizar y resolver dudas, decidió compartir sus vivencias en este libro: el momento de la infección, los primeros días en casa, el aislamiento en el hospital, la implicación de los médicos y enfermeros que se convirtieron en su segunda familia, los contagios que se iban confirmando a su alrededor y el sentimiento de culpa derivado de ello, la expansión paralela de la pandemia en España, todo el apoyo recibido y, por supuesto, la propia enfermedad y sus efectos.
Paciente cero
El relato en primera persona del primer periodista español contagiado por coronavirus
Kike Mateu
En memoria de los miles de fallecidos por COVID-19
y que no pueden contar su historia.
En homenaje a todos los sanitarios de nuestros hospitales que salvan vidas arriesgando las suyas.
Y mi agradecimiento a Eduardo, David, Cristina y Rafa, por ayudarme a hacer posible este sueño.
A papá y a mamá, por todo, siempre.
Y, por supuesto, a ti, Mar
«Un gran periodista, y mejor persona, que desde el principio de la enfermedad, y durante todo su confinamiento hospitalario, supo transmitirnos a todos la serenidad que necesitábamos para afrontar el embate de este “virus de la crueldad”. Kike supo jugar “partido a partido” toda la liga contra el COVID-19 y la venció, no sólo clínicamente, sino también humanamente. Estoy seguro de que todos saldremos reforzados de esta pandemia, gracias a personas como Kike que cada día nos demostraba que ¡nunca hay que tirar la toalla! Y que, si alguna vez se cae, siempre hay alguien que te quiere, que la recoge y vuelves a empezar. Un gran ejemplo de superación y humanización. Muchas gracias, Kike, por este testimonio que nos ofreces a todos con tu libro.»
D OCTOR J ESÚS S ÁNCHEZ M ARTOS ,
catedrático de Educación para la Salud,
Universidad Complutense de Madrid
Valencia, 27 de febrero de 2020
Hospital Clínico Universitario
4.52 a. m.
«Hola, cariño. Ya sé que es tarde, pero me acaban de comunicar los resultados. He dado positivo en coronavirus. Parece ser que es el primer caso en Valencia. Tranquila, no pasa nada. Yo estoy bien. Todo irá bien.»
Capítulo uno
El taller
Me gusta conducir. Tal vez por eso elegí viajar a Italia vía Pisa para el primer gran partido de 2020. Poco más de dos horas de autopista para llegar a Milán no supone nada para alguien como yo, acostumbrado a viajar en coche toda mi vida profesional. Más de veinte años en los que el fútbol y la radio han sido mi forma de vida. Y ambos mundos, casi siempre, unidos por una carretera.
El destino me había regalado, muchos años atrás, hacer realidad el sueño de un niño: vivir en el otro lado de la radio. Recuerdo, como si fuera ayer, un pequeño transistor a pilas con antena desplegable que me acompañaba a todas partes. Corrían los años ochenta, a caballo entre la pasada Transición y la futura entrada en la Unión Europea. El 23F fue la primera vez que vi, en un enorme televisor Telefunken, el Congreso de los Diputados. Eran los tiempos del pantalón de pana con rodilleras, el teléfono de rosca con agujeros y el incipiente vídeo VHS. Y era el tiempo de la radio.
Mi padre nunca ha sido un futbolero pasional, pero sí le gusta el fútbol. No con el sentimiento del aficionado, pero sí como amante del juego. Sus pasiones entonces eran otras y se escondían entre cuatro paredes llenas de herramientas. Economista de profesión, tenía un pequeño taller donde ocupaba el tiempo libre en construir todo tipo de artefactos con materiales que ya no tenían ningún uso. Transformaba latas de atún y tapones de botella en ceniceros, o botes de tomate frito en estuches caseros para guardar sus preciados cigarrillos blancos. Nada de rubio americano; Ducados de toda la vida. A cada bote le añadía, en el centro y atornillado desde la base, un tubo vacío de Couldina —el conocido medicamento en forma de pastillas efervescentes— y ya tenía dónde guardar el mechero. Así es mi padre. En apenas dos metros por dos tenía espacio más que de sobra para hacer fluir su imaginación cada fin de semana.
La estancia se completaba con una habitación contigua, que se unía al taller por una estrecha puerta de madera que siempre estaba abierta. Lo que en principio era un vestíbulo sin utilidad, él lo había convertido en una pequeña biblioteca. Primero cubriendo las paredes con planchas verticales de madera, para después cortar, barnizar y atornillar un sinfín de tablas horizontales que creaban el hábitat natural para un millón de libros, su otra gran pasión. Cada estantería tenía su temática. Cada libro tenía su número. El orden era vital en aquella amalgama de títulos y autores. Aquella doble estancia era su paraíso fuera de la rutina.
Yo, apenas un niño que no cumplía años con ambas manos, pasaba horas junto a su pequeño rincón de libertad. Pero no era la lectura lo que me atraía de aquel lugar. Mi libro hacía ruido. Emitía sonidos. Los que salían de un enorme aparato de radio que mi padre tenía en la entrada del taller. Entre frascos y tornillos, y sobre una gruesa estantería blanca, aparecía un imperial radiocasete Panasonic. Era gris, con sus altavoces negros y redondos a los lados, entrada para las cintas de casete en el centro y, dominándolo todo desde las alturas, la pantalla del dial. De punta a punta del aparato, con su línea roja pendiente de que alguien moviera la rueda que le daba vida. Y vivía cada fin de semana.