Aharon Appelfeld - Historia de una vida
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- Libro:Historia de una vida
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1999
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Historia de una vida: resumen, descripción y anotación
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«Nuestra memoria es escurridiza y selectiva, conserva lo que tiene a bien conservar. Al igual que el sueño, toma de la densa corriente de acontecimientos ciertos detalles y, a veces, pequeñas cosas sin importancia; los atesora para, en un momento dado, hacerlos resurgir».
A pesar de que para Aharon Appelfeld, tal y como le confiesa a Philip Roth, ninguna de sus obras son «la historia de mi vida», sino «capítulos de mi más personal experiencia», este libro, es justamente una confrontación con el recuerdo y la memoria para contar, más o menos imprecisamente, la propia vida.
Este doloroso ejercicio de rememoración conduce al autor a una infancia marcada por el horror de la deportación a un campo de concentración nazi y por la pérdida absoluta de cualquier vínculo afectivo tras la desaparición de su familia, dos hechos que pusieron punto y final a la inocencia y a la niñez. A lo largo del propio relato, sin embargo, Appelfeld va desafiando el dolor que le supone el encuentro con sus recuerdos y desentierra aquellos que, para poder continuar viviendo, tuvo que ocultar en los pliegues más profundos de la memoria.
Aharon Appelfeld
ePub r1.1
Titivillus 08.01.15
Título original: Sipur Haim
Aharon Appelfeld, 1999
Traducción: Rosa Méndez
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
AHARON APPELFELD, Nació en 1932 en la región de Bukovina, hoy parte de Ucrania, en una familia judía asimilada de lengua alemana. Cuando el ejército nazi ocupa su ciudad es recluido con sus padres en el gueto. Su madre es asesinada y él es deportado con su padre. En otoño de 1942 se evade del campo de Transnitria y sobrevive solo en el bosque acogido por ladrones y prostitutas. En 1946, huérfano, emigra a Israel donde reside desde entonces y aprende la lengua hebrea en la que ha escrito toda su obra. Autor de más de cuarenta obras de ficción y no ficción, sus libros han merecido los más prestigiosos premios literarios de Israel, Francia, Alemania, Italia o los Estados Unidos.
[1] Bebida dulce con alcohol a base de cerezas típica de los países de Europa del Este.
[2] Especie de turrón a base de pasta de sésamo.
[3] No encender fuego de ningún tipo en Shabbat es un precepto religioso judío (Ex. 35:3 ; Ex. 20:10) .
[4] Dr. Janusz Korczak, héroe y mártir del gueto de Varsovia que, en los años cuarenta, dirigió y cuidó hasta las últimas consecuencias a los niños del orfanato. Los acompañó en su deportación al campo de concentración.
[5]Shmá, Israel, la oración diaria que encierra la profesión de fe del judaísmo. Véase el Glosario.
[6] En la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial, familias judías no religiosas completamente integradas y asimiladas en la sociedad occidental del lugar.
Estas páginas son capítulos de memoria y reflexión. Nuestra memoria es escurridiza y selectiva, conserva lo que tiene a bien conservar. No digo con esto que guarde únicamente lo bueno o lo agradable. La memoria, al igual que el sueño, toma de la densa corriente de acontecimientos ciertos detalles y, a veces, pequeñas cosas sin importancia; los atesora para, en un momento dado, hacerlos resurgir. Al igual que el sueño, también la memoria trata de dotar de cierto significado a esos acontecimientos.
Desde mi más tierna infancia, sentí que la memoria era un embalse vivo y latente que animaba mi ser. De niño, solía sentarme a rememorar las vacaciones de verano en el pueblo de mis abuelos. Permanecía durante horas sentado junto a la ventana imaginando el viaje hasta allí. Todo lo que recordaba de los anteriores veraneos volvía a revelarse de una forma más vivaz.
La memoria y la imaginación conviven a veces al unísono. En esos primeros años parecían competir entre sí. La memoria era real, sólida, por así decir. La imaginación tenía alas. La memoria tiraba hacia lo conocido; la imaginación, hacia lo desconocido. La memoria siempre me inspiraba calma y un sentimiento agradable. En cambio, la imaginación me turbaba hasta deprimirme.
Con el tiempo aprendí que hay personas que viven solamente de la fuerza de la imaginación. Ese era el caso de mi tío Herbert. Había heredado una gran fortuna, pero como vivía en el mundo de la imaginación, la derrochó por completo hasta quedar en la ruina. Cuando lo conocí a fondo ya era un hombre pobre que vivía de la caridad de sus familiares, pero tampoco en su pobreza dejó de imaginar. La mirada en sus ojos estaba clavada en la distancia y siempre hablaba del futuro, como si no existiera ni presente ni pasado.
Es sorprendente cuán claros son los lejanos y ocultos recuerdos de la niñez, especialmente aquellos relacionados con los montes Cárpatos y las amplias llanuras que se extienden a sus pies. En las últimas vacaciones de verano devoramos las montañas y las planicies con una especie de ansia aterradora. Como si mis padres supieran que aquellas habrían de ser las últimas vacaciones y que, en adelante, la vida sería un infierno.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, yo tenía siete años. El orden del tiempo se confundió; ya no había más verano ni invierno, ni estancias prolongadas con mis abuelos en el pueblo. Nuestra vida se circunscribió a estar en una estrecha habitación. Permanecimos en el gueto algún tiempo y a fines de otoño fuimos deportados de allí. Estuvimos semanas por los caminos y, al final, en el campo de concentración. Sobre la huida hablaré llegado el momento.
Durante la guerra no era yo. Parecía un animal diminuto que tenía una madriguera; mejor dicho, unas cuantas madrigueras. Mis pensamientos y sentimientos se redujeron considerablemente. Bien es verdad que, en ocasiones, surgía de mi interior una especie de dolorosa estupefacción —cómo y por qué razón me había quedado solo—, aunque este estupor se desvanecía con los vapores del bosque mientras el animal que había en mí volvía a cubrirme con su pelaje.
De los años de la guerra apenas recuerdo nada, como si no hubieran sido seis largos años. Cierto es que a veces surge de la espesa niebla un cuerpo tenebroso, una mano ennegrecida, un zapato del que no ha quedado nada excepto remiendos. Estas imágenes, a veces poderosas como una ola de fuego, se desvanecen rápidamente, como si se negaran a revelarse; y de nuevo la misma tenebrosa caverna llamada «guerra». Esto es lo que retiene la conciencia racional, pero las palmas de las manos, las plantas de los pies, la espalda y las rodillas recuerdan más que la memoria. Si hubiera sabido cómo extraer algo de todas ellas, las imágenes me habrían desbordado. Logré escuchar mi cuerpo unas cuantas veces y escribí algunos capítulos, pero fueron tan sólo fragmentos de una masa oscura oculta para siempre en mí.
Después de la guerra, pasé unos cuantos meses en las costas de Italia y luego en las de Yugoslavia. Fueron meses de un olvido maravilloso. El agua, el sol y la arena nos heñían hasta el anochecer, y entonces nos sentábamos junto a la hoguera para asar pescado y beber café. Por las playas vagabundeaba por aquella época gente moldeada por la guerra: músicos de todo tipo, prestidigitadores, cantantes de ópera, actores, profetas que anunciaban catástrofes, contrabandistas, ladrones y, entre otros, niños artistas de seis o siete años a los que empresarios corrompidos adoptaban para llevarlos de un lado a otro. Todas las noches había una actuación y, de vez en cuando, incluso dos. Fue entonces cuando el olvido construyó sus profundos sótanos. Con los años, los trasladaríamos a Israel.
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