Maradona consiguió convertirse en leyenda en vida. ¿Por qué lo buscaban siempre las cámaras de televisión? ¿Por qué un futbolista tiene una «Iglesia» dedicada a él en Argentina? ¿Cuáles son las consecuencias de mezclar esa adoración con una personalidad adictiva?
En este libro, el autor nos ofrece una mirada retrospectiva para comprender esta fascinación y la compleja personalidad de uno de los futbolistas más míticos de todos los tiempos que murió convertido en la sombra de sí mismo, una sombra gigantesca que permanecerá con nosotros.
Estas páginas repasan el camino recorrido por el jugador, desde sus orígenes hasta el día en que dejó el balón en un homenaje inolvidable en la Bombonera. Una crónica de hazañas y anécdotas épicas, paradojas y errores, de contradicciones y rebeliones.
A Alba, que nos ha traído un millón de sonrisas y eso no tiene precio.
Introducción
Francis Cornejo, el entrenador de los Cebollitas, tuvo que viajar a Villa Fiorito para comprobar la edad de aquel pibe; la cédula que suelen guardar las familias sería suficiente. «Es un enano; si tiene ocho años, yo soy Gardel», había dicho al quedar deslumbrado viéndole jugar, el día que su amigo «Goyo» Carrizo llevó a Diego Armando Maradona a hacer una prueba en el Parque Saavedra.
Sin embargo, nada más subir a la caja de carga del Rastrojero anaranjado de José Trotta, su asistente y chófer del equipo, Cornejo dudó. Villa Fiorito era donde vivían algunos de sus jóvenes futbolistas, pero también un barrio habitual en crónicas policiales donde se hablaba de peleas, tiroteos, y muerte. Bueno... Con un poco de suerte estarían de vuelta antes del anochecer. Dejaría primero a unos ocho o nueve chavales por el camino, y luego acercaría a Goyo, a Diego y a los otros chicos a Fiorito. Don José y Cornejo sabían cómo llegar hasta el distrito, pero luego el «Pelusa», que era como le llamaban a Diego, tendría que guiarlos hasta su casa.
José Trotta tuvo que cruzar con el Rastrojero las vías del ferrocarril, pues aún no se había construido el paso que las evitaba, y a Cornejo le sorprendió ver pozos y huellas de carros, y hasta un arroyo de agua sucia que mojaba las pilas de basura. «Es allá», dijo Diego apuntando a la izquierda. Cornejo atravesó el patio y golpeó la puerta. Abrió doña Tota, con una de sus hijas a su lado. Parecían desconcertadas. «Estamos formando una división de chicos en Argentinos Juniors y tenemos que certificar la edad de su hijo...» Los otros niños habían bajado del Rastrojero y se habían agolpado ante la puerta.
Doña Tota les invitó a pasar con amabilidad, antes de mostrar a Cornejo una partida de nacimiento del hospital Evita, que confirmaba que Diego había nacido el 30 de octubre de 1960. Tenía ocho años. Cornejo se había topado con una joya que podía encajar en su equipo. De hecho, a partir de aquel marzo de 1969, Diego ayudó al equipo a conseguir un récord de imbatibilidad: 136 partidos.
Cornejo recuerda en su libro Cebollita Maradonadocenas de momentos que nunca antes había visto sobre un campo de fútbol: «Recibió la pelota a la derecha del área, la levantó con la zurda y se la puso en la cabeza... y ahí dejó a todo el mundo con la boca abierta: corrió por el área, de derecha a izquierda, con la pelota pegada a la cabeza y, cuando llegó frente al arco, se frenó de golpe, bajó la pelota desde la cabeza hasta su propia zurda, giró y sacó un zapatazo increíble que pegó en el poste derecho del arquero, que se había quedado parado, como hipnotizado por la jugada. La pelota rebotó y Polvorita Delgado entró a la carrera y la mandó al fondo del arco. Fue una cosa de locos». Esa jugada la aplaudió toda la grada, rivales incluidos.
Un día que entrenaban en el parque Saavedra, un jubilado le quiso regalar a Diego su bicicleta. «No, don, gracias. No puedo.» «Agárrala, nene. Es tuya. Te la quiero regalar. Parecés el diablo gambeteando. Acordate de mí cuando estés en la selección.» Cornejo hizo un gesto afirmativo con la cabeza y un agradecido Diego, sorprendido por la reacción que su fútbol provocaba, aceptó el regalo.
Los padres de Diego acudían a los partidos en el utilitario de don José. Don Diego y doña Tota se sentaban con el chofeur en la cabina. Cornejo disfrutaba con los chicos, atrás, en la caja: «El viento en la cara y el bullicio de los chicos a mi alrededor, cantando, haciendo bromas o dándose ánimo antes de jugar».
Aquel talentoso Cebollita, que debutó en el primer equipo con quince años, no tardó en prendar a la afición del Argentinos Juniors, y la directiva le alquiló un apartamento en Villa del Parque, cerca del campo de entrenamiento, para que la familia pudiera vivir algo más holgada fuera de la villa miseria de Fiorito. Diego vivía en el número 2.750. Y en el 2.046 Claudia, una chica apocada que no sabía quién era él. Un día, quedó deslumbrado al verla desde atrás con un pantalón amarillo, y se enamoró. Mucho después, Maradona contaría el episodio de otra manera.
A la familia no le alcanzaba el dinero para pagar el alquiler todos los meses y corría el riesgo de ser desahuciada, pero el club ayudó a Diego, que tenía entonces dieciocho años, a comprar su primera casa. Era una vivienda típica de dos plantas con patio interior del modesto barrio de la Paternal, a tres calles del estadio de Argentinos. Allí vivieron sus padres y sus hermanos, e incluso sus cuñados y sus cuñadas. Maradona dormía en su propia habitación, pero tenía el cuarto de baño unos escalones más arriba, a la altura del terrado.
Los aficionados de Argentinos quisieron agradecer al Pelusa las alegrías que les proporcionaba y recaudaron dinero para comprarle un coche, un Mercedes-Benz 500 SLC, de unos respetables 237 caballos.
Con diecinueve años, mucho antes de ser el «Dios sucio, pecador»que describiese el escritor Eduardo Galeano tres décadas después, Diego fue campeón del mundo sub 20 en Japón y debutó con la selección mayor. Ese día se acordó del señor de la bicicleta. Para entonces, Maradona ya padecía la llamada «fiebre de tuerca», el auto entendido como tarjeta de visita, un retazo de argentinidad que siempre le acompañó.
Su generoso salario le permitió hacerse un regalo de Navidad: un Fiat Europa 128 CLS; un coche más bien funcional, rectilíneo y rectangular, como el dibujo de un niño. Pero una estrella, como lo era Maradona a los veinte años, no puede conducir solo un Fiat Europa, así que encargó su primer deportivo a Porsche, un 924 de color gris oscuro con tapicería de cuero marrón. Fue su primer tesoro y lo cuidó con esmero. Se desprendió de él antes de dejar Boca Juniors y viajar a Barcelona.