Mark Bowden - Matar a Pablo Escobar
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- Libro:Matar a Pablo Escobar
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2001
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Matar a Pablo Escobar: resumen, descripción y anotación
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Me gustaría agradecer a todas aquellas personas que desearon permanecer en el anonimato y sin cuya ayuda escribir este libro no habría sido posible. La cacería humana que acabó con la vida de Pablo Escobar es otra de esas complejas misiones en la historia reciente de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos que —como mi anterior relato bélico, Black Hawk Down— podría haber permanecido en la sombra para la gran mayoría. La controversia de si Estados Unidos tiene o no derecho a asesinar a ciudadanos extranjeros fuera de su propio territorio merece ser estudiada y debatida con rigor, pero creo que esta historia en particular deja claro que en ocasiones debe hacerse.
Robert J. Rosenthal y David Zucchino, del Philadelpbia Enquirer, me mostraron su entusiasmo desde el principio de este proyecto y me apoyaron durante su concreción. Una vez más querría agradecer a Morgan Entrekin por su cuidadosa edición y corrección del texto y constante apoyo; a Brendan Cahill, por su ayuda siempre cargada de optimismo y eficiencia; a Michael Hornburg, Beth Thomas y Bonnie Thompson por su diligencia a la hora de transcribir y editar; a Don Kennison, Chuck Thompson y Diana Marcela Álvarez por corregir las galeradas; y a toda la gente amable y talentosa de mi editorial Grove/Atlantic. Y una vez más gracias a mi agente literaria, Rhoda Weyr, cuyos consejos son siempre acertados.
Debo agradecerle al mayor Fernando Buitrago de la Policía Nacional de Colombia su inestimable ayuda en mi primer viaje allí, y a Jay Brent y Gerardo Reyes, cuya asistencia en mi segundo viaje fue inconmensurable. De la bogotana María Carrizosa sólo puedo decir que fue un hallazgo, y le doy las gracias a Adriana Foglia por haberme conducido hasta ella. Eduardo Mendoza me brindó su tiempo generosamente y su disposición para traducir textos de un momento a otro, lo que me permitió mantener conversaciones por correo electrónico con fuentes colombianas. El general Hugo Martínez demostró una educación y solicitud a toda prueba, incluso al contestar preguntas acerca de los temas más espinosos. En cuanto al ex presidente César Gaviria, actual secretario general de la Organización de Estados Americanos, también fue de gran ayuda.
Gracias a Arthur Ferguson de Ballard, Sphar Andrews & Ingeshall, LLP por haberme prestado parte de su despacho en Baltimore; a Michael Evans, del Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, por compartir conmigo sus investigaciones; al DEA (Departamento Estadounidense Antidroga) por permitirme entrevistar a los agentes que tomaron parte en aquella misión. Y por último, gracias una vez más a mi mujer Gail y a mis hijos por tolerar con entereza mis largas ausencias, incluso aquellas que ocurren en mi propio hogar.
1948-1989
Junio de 1991- septiembre de 1992
Octubre de 1992-octubre de 1993
Octubre de 1993-2 de diciembre de 1993
1989-1991
2 de Diciembre de 1993
El día en que Pablo Escobar fue abatido, su madre, Hermilda, llegó al lugar andando. Durante la mañana se había sentido mal y por ello en aquel momento se hallaba en una clínica. Cuando oyó la noticia se desmayó.
Al volver en sí, se dirigió directamente a Los Olivos, el barrio sur de la zona céntrica de Medellín, donde reporteros de televisión y radio comentaban lo sucedido. Las calles se encontraban cortadas por el gentío, así que Hermilda tuvo que detener el coche y continuar a pie. Era una mujer encorvada, dueña de un andar agarrotado, de pasos cortos; una mujer mayor pero fuerte, de cabellos grises y un rostro cóncavo y huesudo. Sobre el puente de la nariz —la misma nariz que heredara su hijo— descansaban, algo torcidas, unas gafas de grandes cristales. Llevaba un vestido estampado con flores pálidas y, a pesar de sus pasos pequeños, caminaba demasiado deprisa para su hija. La otra mujer, más joven y más gorda, se esforzaba por no quedarse atrás.
El barrio de Los Olivos estaba compuesto por manzanas de casas de dos o de tres pisos, construidas caprichosamente y con jardines y patios traseros ínfimos. Muchas de ellas lucían una palmera achaparrada que apenas llegaba a la altura del tejado. La policía mantenía a los curiosos a raya detrás del cordón, mientras que los residentes habían trepado a los tejados para poder ver mejor. Algunos decían que el hombre muerto era don Pablo y otros sostenían que no, que la policía había matado a un hombre pero que no se trataba de él, que don Pablo había vuelto a escapar. Muchos querían creerlo, y querían creerlo porque Medellín era la ciudad de Pablo: había sido allí donde había amasado sus miles de millones de dólares y donde aquel dinero había levantado bloques de oficinas, edificios de apartamentos, discotecas y restaurantes; y también donde había dado casas a los pobres, aquellos mismos que hasta entonces se habían cobijado debajo de chabolas de cartón, de plástico y de lata, y que, con la boca y la nariz tapadas por un pañuelo, habían hurgado en las pestilentes montañas de desperdicios del basurero municipal en busca de cualquier cosa que pudiese ser recuperada, limpiada y vendida. En ese lugar, don Pablo había construido canchas de fútbol iluminadas para que los trabajadores pudiesen jugar de noche, y allí era donde tantas veces había ido a inaugurar instalaciones y cortar listones. En ocasiones, cuando ya se había convertido en una leyenda, don Pablo incluso participaba en aquellos partidos. Todos estaban de acuerdo en que el hombre del bigote, regordete y con una papada generosa, todavía tenía un par de piernas bastante rápidas. Eran aquellas gentes quienes creían que la policía nunca lo atraparía, que no podría lograrlo, a pesar de sus escuadrones de la muerte, de todo el dinero de los gringos, de sus aviones espías y de quién sabe qué otras superioridades tecnológicas. Don Pablo se había escondido allí durante dieciséis meses mientras la policía ponía la ciudad patas arriba; allí había vivido de escondrijo en escondrijo, rodeado de gente que, de haber conocido su verdadera identidad, tampoco lo habría entregado. Porque era en aquel barrio de Medellín donde fotos de él colgaban en marcos dorados, donde la gente le rezaba para que viviera muchos años y tuviera muchos hijos, y también donde —y él lo sabía bien— aquellos que no rezaban por él, le tenían terror.
La anciana se adelantó, resuelta, hasta que unos hombres recios de uniformes verdes les cortaron el paso. La hija habló primero:
—Somos su familia. Ésta es la madre de Pablo Escobar. —Los soldados permanecieron indiferentes.
—¿No tenéis madres? —preguntó Hermilda.
Cuando corrió la voz de que la madre y la hermana de Pablo Escobar habían llegado, se las dejó pasar. Rodeadas de una escolta, se abrieron paso por entre hileras de coches en dirección a los destellos de las sirenas de la policía y de las ambulancias. Al aproximarse, las cámaras de televisión las enfocaron y un murmullo resonó entre los fisgones.
Hermilda cruzó la calle hasta llegar a un pequeño terreno cubierto de césped donde yacía el cuerpo de un hombre joven. En medio de la frente tenía un agujero de bala y sus ojos nebulosos habían perdido el brillo y miraban al cielo sin expresión.
—¡Estúpidos! —gritó Hermilda mientras comenzaba a reírse abiertamente de la policía—. ¡Estúpidos! ¡Éste no es mi hijo, éste no es Pablo Escobar! ¡Habéis matado a otro hombre!
Los soldados indicaron a las mujeres que se hicieran a un lado, y entonces, desde el tejado del garaje, bajaron un cuerpo sujeto a una camilla con correas: un hombre gordo, descalzo, con pantalones arremangados y un polo azul, y cuya cara redonda estaba hinchada y sanguinolenta. Tenía una barba espesa y un extraño y pequeño bigote cuadrado con los extremos afeitados, como el de Adolf Hitler.
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