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Dedico este libro con todo mi corazón a mi gran amor, Dios. Tú nunca me has rechazado ni me has desamparado, incluso cuando lo he merecido. Podré sentir que me falta mi madre o mi padre en este mundo, pero jamás me faltarás Tú.
Eres dueño de todo lo que has vivido. Cuenta tu historia. Si la gente quisiera que escribieses sobre sus virtudes, se habrían comportado mejor.
—ANNE LAMOTT, PÁJARO A PÁJA
ÍNDICE
El día en que perdí a mi madre fue el 2 de octubre de 2012. Otra fecha más para mi calendario. Y para esta no hay tecla en el corazón que la pueda borrar.
Mi familia, sus fans, el mundo entero se despidió de Jenni Rivera el 9 de diciembre de ese mismo año, pero yo la perdí antes, en ese extraño martes a principios de otoño. Fue en ese momento cuando empezaron mi dolor y mi luto. El pesar más grande que hasta hoy arrastro.
Recuerdo nuestro último encuentro con lujo de detalles. El reloj marcaba las nueve de la mañana. Quedamos de vernos tempranito en Long Beach; nuestro querido y viejo Long Beach.
1.
GARAJES Y BICICLETAS
C reo que era invierno por el frío que golpeaba mis mejillas. Aunque en Long Beach es difícil atinarle; con la bruma del Pacífico californiano, las mañanas siempre están nubladas y una humedad fría cala en los huesos. Lo que sí recuerdo con todo detalle es la bicicleta: una de esas bicicletas baratas de paseo. Yo iba detrás, en el asiento para niños, amarradita como un tamal con gorrito, abrigo y no sé cuántos suéteres, y esos cachetes enormes sonrojados al viento.
Esta es la primera imagen que guardo de mi madre: pedaleando fuertemente, con las manos firmes en el manubrio; su cabello café oscuro recogido en una cola, con la cabeza bien en alto. Era 1989. Yo apenas había cumplido tres años, ella dieciocho, y nos acababan de robar el carro.
— Baby , ya casi llegamos, don’t worry.
Recuerdo cómo me dijo “no te preocupes”, y sus palabras lograban que ya no sintiera el frío. El vaivén de la bicicleta nos llevaba calle abajo, pasando frente a las casitas de jardines alineados y buganvilias enredadas en los porches. ¿De qué iba yo a preocuparme si mi súper Momma iba al mando?
La noche anterior me había despertado un ruido de vidrios rotos. Despacito, me acerqué a la única ventana que daba al callejón, y vi, a pocos pies, a dos tipos con máscaras de monstruos de Halloween metiéndose en el carrito de mi madre. Una carcachita de la que no recuerdo ni el color. Enseguida, las dos sombras salieron quemando llanta.
Justo entonces, mi madre, que lo había observado todo a mi lado, inmóvil en la oscuridad del cuartito, me abrazó muy fuerte y me llevó de regreso a la cama. No dijo nada, pero sus ojos echaban chispas. Ni rastro de miedo en su cara, y si lo tuvo nunca me lo dejó ver. Si no llego a estar yo, a esos malandros les hubiera ido como en feria. No lo dudo.
A la mañana siguiente mi madre se levantó más temprano e infló rapidito las llantas de una bicicleta. En un abrir y cerrar de ojos me tenía bien atada en el asiento de atrás, de camino a la escuela.
En aquella época, mi madre, Dolores Janney Rivera, era una chava más que ni soñaba con la fama ni con los grandes escenarios. Se había separado temporalmente de mi padre, José Trinidad Marín. Eran tiempos difíciles, de muchas idas y venidas. Mi Momma, una estudiante ejemplar en el Long Beach Polytechnic High School, salió embarazada a los quince y prácticamente tuvo que colgar estudios y planes de ir a la universidad para enfrentar su nueva realidad y jugar al matrimonio con el primer novio que tuvo. Mi padre, a quien todos llamaban Trino, se vio acorralado y sin salida a sus veintiún años, y no le quedó de otra más que hacerse cargo de mi madre. Así lo dictaba la tradición. Los dos venían de familias mexicanas inmigrantes, trabajadoras, que intentaban hacer de las calles de Long Beach y de Los Ángeles su nuevo hogar.
Y ahí en medio de todo estaba yo, en aquel garaje que daba al callejón en la parte de atrás de la casa de mi tío Gus, donde pasamos varios meses durmiendo las dos solas en un colchón en el suelo. Mi madre era demasiado orgullosa para pedirle a mi abuela que la aceptara de regreso. ¡Ah, no! Ella me sacaría adelante como pudiera, aunque fuera en ese garachito oscuro que no estaba muy bien equipado como vivienda. En él terminábamos todas las noches, las dos abrazadas debajo de las cobijas. Mi gran alegría era que amaneciera para salir de allí. Primero, al jardín infantil, y en la tarde a casa de mi abuelita Rosa, donde me cuidaban hasta que mi Momma saliera de trabajar.
En esos años, Chay, como la llamaban cariñosamente mis tíos, tenía dos trabajos: uno en una oficina y el otro en una tienda de videos. Sus días se hacían eternos, y los míos, deseando que regresara por mí, también.
Al caer la noche, nos esperaba el colchón tirado en el garaje. Y al lado del colchón, esa bicicleta con el asiento de bebé bien amarrado.
Así, como en la primera aventura en aquella bicicleta, cuya imagen guardo tan clara y con tanto cariño en mi mente, vería el resto de mi vida a mi madre o, mejor dicho, el resto de su corta pero intensa vida: sin miedo, pedaleando y con la cabeza en alto. Y con ese “ don’t worry, baby ” constante en sus labios, que nos reconfortó más de lo que ella jamás pudo imaginar.
De esta manera comienza mi historia de grandes dichas y retos, de tropiezos, de éxitos y tragos amargos, pero lo más importante, de amor y perdón. Son experiencias que quiero compartir, porque la vida es siempre nuestra mejor maestra, y no podemos saltarnos ninguna lección.
2.
LA PRINCESA DEL SWAP MEET
L a alarma sonó a las cuatro de la mañana y aunque la casa todavía estaba oscura, ya olía a café de olla. Mi abuelita Rosa me despertó. Como siempre, ya estaba peinada y maquillada:
—Ándele, mija, ándele, que la dejamos en casa.
¡Eso jamás! Ni loca me perdía un sábado en el swap meet . Brinqué de la cama y me vestí de volada.
El mercadito de los sábados era lo más emocionante en mi vida. Atrás había quedado el oscuro garachito de la casa de mi tío Gus. Ya estábamos viviendo con mis abuelos, y los sábados en el swap meet eran el gran evento de los Rivera.
Mi madre había salido de nuevo embarazada. No le quedó de otra más que mudarnos a la parte de atrás de la casa de Gale Avenue y aceptar la ayuda de mis abuelitos.
A mi pobre Momma, este embarazo le cayó como una patada. Chay era todavía muy chava, de unos 18 años, y otra vez veía sus sueños truncados. Aun así no dejó de ir a sus clases nocturnas de administración empresarial. Su vida era trabajar de día, cuidarme de noche, estudiar de madrugada y, ahora, dar a luz a otro hijo.
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