AVISO DE LO MÁS PERTINENTE
En 1995, y a petición de la editorial Grijalbo, elaboré un libro con una especie de memorias, que se llamó Rius para principiantes. En él digo buena parte de lo que escribí para este nuevo libro. Aquel sirvió para celebrar mis 40 años como caricaturista y 60 de vida. Éste será para celebrar (o recordar, más bien) mis 60 años de monero y 80 de edad, por lo que creo que los que leyeron el primero no tienen necesidad de leer el segundo, a menos que sean de la línea marxista-masoquista como este servidor y amigo. Están, pues, advertidos para que no reclamen luego: buena parte de lo que escribí para Rius para principiantes se repite en éste que se llama Mis confusiones.
¿Y por qué Mis confusiones? Pues, quizás porque las primeras memorias que leí en mi vida fueron las contenidas en un libro titulado Mis confesiones, que dicen escribió San Agustín y que antes de ser obispo (y luego santo) tuvo una vida medio agitada y desmadrosa, dándole vuelo a la hilacha y puede que hasta embarazando doncellas. Quizás también por eso, en este nuevo libro de dizque memorias, encontrarán ustedes capítulos dedicados más a mi vida sentimental y coqueta, a mis viajes, a los colegas, a mis matrimonios y a otros chismes que no aparecen en Rius para principiantes.
Se puede decir que es un libro más “viendo para adentro” del personaje (es decir, yo) que “viendo para afuera”, en cuanto a actividades laborales y editoriales. En estos últimos 20 años, he trabajado menos, he viajado menos y he follado menos, lo cual es completamente normal para el ser humano.
Y se llama también Mis confusiones, porque al paso de los años la memoria se empieza a desmemoriar y las neuronas se van a otra parte, creando confusiones de las impropias para Confucio, con perdón de Miss Venezuela. A pesar de todo, espero lo lean y les guste, aunque (repito y doy sin ver) me gustó más el de Rius para principiantes, porque tiene más monitos.
El autor
PAPÁ QUE NO TUVE
Como que se me hace difícil hablar de alguien que no conocí, pero que existió y fue mi padre. Antonio del Río del Río se llamó y era güerito y de ojos azules, como de un metro sesenta y cinco de estatura, bailador del jarabe tapatío (según mi mamá), hablante del purépecha o tarasco, por lo que se entendía muy bien con los indios ídem que llegaban a su tienda en Zamora a mercar mercancías. Ya sé: no les había yo dicho que el señor Antonio tenía una tienda de pueblo en el portal, que perdió jugando cartas con los méndigos canónigos de la catedral sin pensar con quién se estaba poniendo. Medio ingenuo el señor Antonio, que no sabía lo desgraciados que suelen ser los curas tratándose del dinero. El caso es que mi papá don Antonio se quedó en la pobreza y del coraje se enfermó seriamente de algo que mi mamá no me supo decir, pero que lo obligó a guardar cama (así se dice, pues...) y a que le salieran en la espalda o el lomo, escaras, que les dicen, que llegan a ser muy apestosas.
Se habrán fijado que don Antonio tenía un solo apellido pero por partida doble: Del Río del Río. Y ello es porque los Del Río son o somos de origen remoto sefardita, o judíos de España, de cuando Isabel la Católica, la reina de Castilla y Aragón, cogelona ella, perseguidora de judíos y hasta, según las historias oficiales, patrocinadora de Cristóbal Colón, el presunto descubridor de América, que por cierto confundió con las Indias el muy menso. Así que como quien dice, la cuestión de mi papá llega a mezclarse con la realeza española y olé, lo que es alarmante en grado sumo. A mí no me gustaría por nada del mundo tener sangre de la realeza real y menos de los reyes gachupines. A mi hermano mayor, en cambio, Antonio del mismo nombre de mi papá, como se usaba, sí le hubiera encantado tener sangre azul en sus venas: hasta inició una concienzuda investigada sobre el árbol genealógico de la familia, con la esperanza de que hubiera algún conde o duque en alguna rama del tal árbol, y que va encontrando, en otra rama inesperada, que a un tal Juan del Río lo había quemado o tatemado la dizque Santa Inquisición, descubierto como judaizante, o sea esos que se decían cristianos para defender sus huesitos, pero que seguían rezándole a Jehová en el fondo de sus entrañas. ¡Qué cosas!
De modo y manguera que mi hermanito mayor, Antonio del RíoGarcía (por parte de madre) se vio obligadísimo a olvidarse del árbol genealógico, así como a conformarse con ser descendiente de esos sefardíes judíos que llegaron huyendo de la hispana Zamora y fundaron la otra Zamora, la de Michoacán, y que según la historia, luego se siguieron al norte y fundaron Monterrey.
Y aquí debe entrar otra aclaración medio histórica para aclarar y declarar que, según me explicaron unos cuates israelitas —que asistían en Japón a uno de esos Tribunales de don Bertrand Russell para analizar y condenar, en el peor de los casos, a Israel por la invasión del Líbano y las matanzas de Sabra y Shatila, donde mataron a quiénes sabe cuántos palestinos primos de los judíos—, los apellidos relacionados con la naturaleza, como Montes, Del Valle, Madero, Laguna, De la Parra y otros por el estilo, como Del Río, son de origen sefardita. ¡Cómo se está complicando hablar de mi papá, coño! Porque yo nada más quería decirles que, no pudiendo haber conocido a don Antonio del Río porque se murió seis meses después que yo nací, se me dificulta bastante hablar de él con pelos y señales. Y he tenido que conformarme con lo que acabo de contarles. ¿Cómo me habría llevado con él y qué tal me hubiera tratado como padre? Sepa la chingada. ¿Para qué meterse en el reino del hubiera, si no existe?
P. D. Se impone una postdata para aclararles algo que a la mejor no saben. Y es que los judíos, sefarditas o askenazis, acostumbran mucho casarse entre ellos para no perder dinero y que vaya a dar a otras manos no judías, por lo cual se explica uno que mi papá se apellidara Del Río del Río, y mi mamá fuera García del Río, primos hermanos y con otros diez parentescos entre ellos, de lo que se infiere que en la familia abunden los locos, como el que esto escribe. Sale y vale.
A LO HECHO, PECHO
Aunque usted no lo crea, yo llevo sangre india en mis venas.
—¡Por favor: güero y de ojos azules, blanco como carne de pollo y cara de gachupín! ¿Cómo va a tener sangre india en sus venas, don Rius?
—Ah, pues aunque ponga esa cara de interrogación, así es. Porque resulta que, cuando yo nací, mi papá estaba ya muy enfermo y mi mamá, con tantas preocupaciones y embarazada de alguien que ya no quería (yo iba a ser el quinto), había perdido la leche. No tenía leche que darme, nada de nada. Así las cosas, buscaron a alguien que quisiera darme el pecho con leche calientita y sabor a chocolate, pensaba yo. Y encontraron a una güare, una india purépecha joven y rozagante, supongo. O como fuera, pero que tuviera leche hasta para aventar pa’ fuera. Y así fue. Y puesto que la leche se convierte luego en sangre, yo presumo para pena de los que no simpatizan con la indiada (como toda mi familia de entonces) de tener sangre india en mis venas. Nunca supe el nombre de esa pechugona ni cuánto tiempo me estuvo dando a mamar la chichita, ni si me llegó a agarrar cariño o tirria. El caso es que gracias a ella salí adelante y me encanta relacionarme con los indios (e indias, faltaba más), o al menos con gente de color serio. Aunque a mí me hablan en inglés creyéndome gringo y los indios me ven con la desconfianza que veían a los conquistadores. Conmigo se da la discriminación al revés, lo que no es nada agradable, creo.