No echar de menos a Dios
Itinerario de un agnóstico
Rodolfo Vázquez
A Juan, Pablo y Sophie, Santiago y Sofía,
Jimena, Diego, y a mi linda y traviesa Charlotte
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Filosofía
© Editorial Trotta, S.A., 2021
http://www.trotta.es
© Rodolfo Darío Vázquez Cardozo, 2021
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ISBN (EPUB): 978-84-1364-040-2
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ÍNDICE GENERAL
PRÓLOGO
Hay momentos de reposo y de ocio en la vida en los que resulta necesario hacer una pausa, dejar que la memoria fluya con sus aciertos y desaciertos, intentar situarse un poco en este «presente elástico», siempre indeterminado, y lo poco o mucho que se piense o se escriba, compartirlo con un círculo cercano de amigas, amigos, y de las personas a las que uno ama. Por supuesto que se busca la complacencia. ¡Faltaba más!: es nuestra dosis necesaria de vanidad. Pero, también, se espera el comentario justo, cómplice, perspicaz, que corrija o reencamine.
En este escrito he intentado hacer un repaso o un itinerario intelectual —autores y lecturas— que me han acompañado, diría que, soterradamente, en un tema, problema o experiencia, como se quiera decir, y que a reserva de encontrarle un nombre más apropiado he llamado el «sentido de lo religioso» o «el sentido de lo absoluto».
Tengo esa morbosa manía de temporalizar la vida, marcar etapas, abrirlas, cerrarlas, cuadricularme —inútilmente, aunque confieso que experimento una gran tranquilidad— y creo que puedo decir, con alguna evidencia biográfica, que permanecí totalmente indiferente con respecto al mundo religioso hasta los dieciséis años; inicié una segunda etapa, hasta los treinta, en la que viví intensa y apasionadamente un encuentro con lo sagrado, sin regateos, con la inocencia del agraciado y la intransigencia del converso; luego una secularización personal, con la rabia y la indignación suficientes para alimentar un ateísmo militante, hasta mis cuarenta largos; y, finalmente, poco a poco, me he ido acercando a la «serenidad del agnóstico», en la que la trascendencia deja de ser un problema y —siguiendo a Tierno Galván— termina uno instalándose en la finitud, sin resignación ni rencor, y «sin echar de menos a Dios». Se trata de la narrativa de un aprendizaje: no se nace agnóstico, se llega a ser agnóstico.
¿Qué tanto, y cómo, un libro, un ensayo, una película, un poema, una experiencia musical o artística, los encuentros personales, han influido en esos giros de la vida? No lo sé a ciencia cierta. Pero si es verdad, como ha dicho un filósofo español, que la filosofía no es útil, ni inútil, sino inevitable, sí puedo decir con alguna certeza que ciertos pensadores, o mejor, algunos textos, me han acompañado inevitablemente y sé que ahora —que los he sacado nuevamente a la luz, y los he releído— forman parte de mi biografía. No son muchos. Son lo que, de alguna forma, me justifica en ese tránsito que va del proceso de secularización al agnosticismo. He tratado de darles algún orden académico que, por supuesto, no corresponde de manera puntual al orden en el que fueron leídos inicialmente. Cuando me sea posible, trataré de ubicarlos en el tiempo personal, pero, otra vez, ello responderá a una obsesión irremediable de la que me hago cargo.
Presento a los autores y sus textos respectivos en díadas, o mejor, en vidas paralelas. A algunos los une un siglo, una época; a otros una continuidad de pensamiento, aunque no se hayan leído entre sí; y, quizás, en otros aparezca una que otra afinidad electiva. A Russell, cerrando un siglo y abriendo otro, le he dedicado un en solitario. Una y otra vez he leído, anotado, subrayado, cada uno de sus libros. Lo seguiré haciendo como fuente inagotable y, sin duda, como modelo de secular agnóstico. Los primeros tres pares de autores corresponden a lo que he titulado «El proceso de secularización»; las siguientes parejas, a «Variedades del agnosticismo».
Descubrí a Spinoza después de leer a Gilles Deleuze. Se puede leer la Ética, como si se tratase de «líneas, planos y volúmenes»; también se puede leer a Spinoza como continuador de Descartes y antecesor de Leibniz, para explicar escolarmente la vertiente del pensamiento racionalista en una historia de las ideas filosóficas; o bien, se puede leer a Spinoza, como lo hace Deleuze: un Spinoza que labra o pule pacientemente el cristal del Absoluto para lograr un abrazo final entre el concepto y la vida, entre el dios de la razón y el dios de la religión. Este es el Spinoza con el que deseo comenzar el proceso de secularización.
Mi encuentro con Bayle fue algo fortuito, o quizás, no. Llegué a él después de algunas lecturas de textos de Lutero para intentar comprender mejor el postulado de la libre conciencia y la fe entre los protestantes —cómo no recordar algunas de las películas de Bergman, A través de un vidrio oscuro (o A través del espejo), por ejemplo— y del esfuerzo por tratar de desmitificar las Escrituras y desembarazarlas de las mentiras y de las falsas creencias. ¿Se podía ser ateo y, al mismo tiempo, llevar una vida moralmente aceptable? Para Bayle, la respuesta era positiva: la moral debía comprenderse como una actividad radicalmente distinta de la religión. Con ello se sentaban las condiciones para el ejercicio de la tolerancia. El libro que cayó en mis manos en una librería de temas religiosos situada en la colonia Clavería, de la Ciudad de México, fue Pensamientos diversos sobre el cometa.
Con Voltaire me distanciaba una admiración reverencial. Para entender la Ilustración y ese monumento a la razón, que es la Enciclopedia, era necesaria la lectura, entre otros libros, del Tratado sobre la tolerancia. Recuerdo que el relato de las vicisitudes de Jean Calas, y la pregunta sobre si la intolerancia fue conocida entre los griegos, romanos, primeros cristianos, judíos... no me despertó un gran interés filosófico, si bien la narrativa me resultó deleitable. Releí a Voltaire, después de llevar un seminario en la Universidad Nacional Autónoma de México, con Mark Platts, en el que analizábamos el tema de la tolerancia, especialmente en la obra de John Locke, y cuando, con más herramientas analíticas, leí a Ernesto Garzón Valdés y su ensayo «No pongas tus sucias manos sobre Mozart». Con el tiempo, regresé a Voltaire, y ahora, con su imponente grandeza, de la mano de Fernando Savater, después de la tragedia de Charlie Hebdo; y con el conflicto judío/israelí-árabe/palestino, de la mano de Amos Oz. El libro de Voltaire debió titularse Tratado contra el fanatismo.
Tengo una edición de los Diálogos sobre la religión natural, de David Hume, con un prólogo inmejorable de Javier Sádaba. Creo que nunca he subrayado y anotado algún texto, como lo he hecho con este de Hume. Ello pudo responder a mi total ignorancia sobre el tema o, como prefiero pensar, a un deslumbramiento que hoy he vuelto a revivir con emoción primigenia. Las cuestiones «oscuras e inciertas» que la razón no pueda alcanzar ameritan un estilo dialogado y conversacional, dice Hume, y a ello se aboca contrastando el «refinado espíritu filosófico de Cleantes, el descuidado escepticismo de Filón [...] con la rígida e inflexible ortodoxia de Demes». Creo que después de esta lectura, a la que llegué con el ánimo de Demes y cierta arrogancia de Cleantes, entendí que debía comenzar a «desalinearme» y poner entre paréntesis la rígida ortodoxia para dejarme llevar por los cantos del escepticismo. ¿Qué explicación o qué fundamentación podría darse de ese escepticismo agnóstico? No era la tarea de Hume. Primero había que mover los cimientos.