Tom Clancy - A la Caza del Octubre Rojo
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- Libro:A la Caza del Octubre Rojo
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A la Caza del Octubre Rojo: resumen, descripción y anotación
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TOM CLANCY
TOM CLANCY, nacido en 1947, es uno de los novelistas de intriga norteamericanos más leídos. Tras darse a conocer al gran público en 1984 con La caza del Octubre Rojo, cuya adaptación cinematográfica le valió el reconocimiento internacional, ha publicado una serie de novelas de las que se han vendido más de ochenta millones de ejemplares: Tormenta roja, Juego de patriotas -también llevada al cine-, El cardenal del Kremlin, Peligro inminente, Pánico nuclear.
LOS EDITORES
Para Ralph Chatham un submarinista que dijo la verdad y para todos los hombres que ostentan delfines.
Título original: The Hunt for Red October
Traducción: Benigno H. Andrada
El capitán de navío de la Marina soviética Marko Ramius vestía las ropas especiales para el Ártico que eran reglamentarias en la base de submarinos de la Flota del Norte, en Polyarnyy. Lo envolvían cinco capas de lana y tela encerada. Un sucio remolcador de puerto empujaba la proa de su submarino hacia el norte para enfrentar el canal. Durante dos interminables meses su Octubre Rojo había estado encerrado en uno de los diques —convertido en ese momento en una caja de cemento llena de agua— construidos especialmente para proteger de las severas condiciones ambientales a los submarinos lanzamisiles estratégicos. Desde uno de sus bordes, una cantidad de marinos y trabajadores del astillero contemplaba la partida de su nave con la flemática modalidad rusa, sin el más mínimo agitar de brazos ni un solo grito de entusiasmo.
—Máquinas adelante lentamente, Kamarov —ordenó. El remolcador se apartó del camino y Ramius echó una mirada hacia popa para ver el agua revuelta por fuerza de las dos hélices de bronce.
El comandante del remolcador saludó con el brazo. Ramius devolvió el saludo. El remolcador había cumplido una tarea sencilla, pero lo había hecho rápido y bien. El Octubre Rojo, un submarino de la clase Typhoon, se movía en ese momento con su propia potencia hacia el canal marítimo principal del fiordo Kola.
—Ahí está el Purga, comandante. —Gregoriy Kamarov señaló en dirección al rompehielos que habría de escoltarlos hacia el mar. Ramius asintió. Las dos horas requeridas para transitar el canal no iban a poner a prueba sus facultades marineras, pero sí su aguante. Soplaba un frío viento del norte, la única clase de viento norte en esa parte del mundo. El final del otoño había sido sorprendentemente benigno, y la precipitación de nieve casi insignificante, en una zona donde era habitual medirla en metros; luego, una semana antes de la partida, una fuerte tormenta de invierno había arrasado las costas de Múrmansk, haciendo pedazos el pack de hielo del Ártico. El rompehielos no era ninguna formalidad. El Purga iba a apartar a un lado cualquier trozo de hielo que pudiera haber derivado durante la noche introduciéndose en el canal. No sería nada bueno para la Marina soviética que su más moderno submarino lanzamisiles resultara dañado por un errante pedazo de agua congelada.
El mar estaba agitado en el fiordo, revueltas sus aguas por el fuerte viento. Las olas comenzaron a barrer la proa esférica del Octubre, rodando hacia atrás sobre la plana cubierta de misiles que se extendía delante de la imponente torreta negra. Las aguas estaban cubiertas por una capa de aceite proveniente de las sentinas de innumerables buques, suciedad que no habría de evaporarse en esas bajas temperaturas y que dejaba marcado un anillo negro en las paredes rocosas del fiordo, como si fueran las huellas del baño de un desaseado gigante. Una semejanza perfectamente apropiada, pensó Ramius. Al gigante soviético poco le importaba la suciedad que esparcía sobre la superficie de la tierra, rezongó para sus adentros. Había aprendido a navegar de niño, en barcos costeros de pescadores, y sabía lo que era estar en armonía con la naturaleza.
—Aumentar la velocidad a un tercio —dijo. Kamarov repitió la orden de su comandante por el teléfono del puente. La agitación del agua se hizo más evidente cuando el Octubre se puso a la popa del Purga. El teniente de navío Kamarov era el navegante del submarino; su puesto anterior había sido el de piloto de puerto para los grandes buques de combate basados en ambos lados de la amplia ensenada. Los dos oficiales mantenían una atenta mirada sobre el rompehielos que navegaba delante, a trescientos metros. En la cubierta de popa del Purga se movía un puñado de tripulantes que golpeaban el suelo con sus pies para combatir el frío; uno de ellos llevaba el delantal blanco del cocinero del buque. Querían presenciar el primer crucero operacional del Octubre Rojo, aunque, por otra parte, un marino haría prácticamente cualquier cosa para romper la monotonía de sus tareas.
En otras circunstancias Ramius se habría sentido irritado por el hecho de que su buque fuera acompañado en la salida -el canal era allí amplio y profundo- pero no ese día. El hielo era algo que lo preocupaba. Y en cuanto a preocupaciones, había para Ramius muchísimo más.
—Bueno, mi comandante, ¡otra vez salimos al mar para servir y proteger la Rodina! —El capitán de fragata Iván Yurievich Putin asomó la cabeza a través de la escotilla, sin permiso, como era su costumbre, y trepó la escalerilla con la torpeza propia de un hombre de tierra.
La diminuta estación de control estaba ya llena de gente con el comandante, el navegante y un silencioso hombre de guardia.
Putin era el zampolit del buque. Todo lo que él hacía era para servir a la Rodinaz, palabra que tenía místicas connotaciones para un ruso y que, junto con V. I. Lenin, era, en el partido comunista, el sustituto de una verdadera divinidad.
—Así es, Iván —respondió Ramius con mejor ánimo del que realmente sentía— Dos semanas en el mar. Es bueno salir del puerto. El marino pertenece al mar, y no es bueno estar allí atado, rebasado por burócratas y obreros de botas sucias. Y tendremos un poco más de calor.
—¿Esto le parece frío? —preguntó Putin, incrédulo.
Por centésima vez Ramius se dijo que Putin era el perfecto oficial político. Su voz sonaba siempre demasiado fuerte, su humor era demasiado afectado. Jamás permitía a nadie olvidar quién era él. El perfecto oficial político, Putin, era un hombre temible.
—He estado demasiado tiempo en submarinos, amigo mío. Me he acostumbrado a las temperaturas moderadas y a un piso estable debajo de mis pies. —Putin no captó el velado insulto. Lo habían destinado a submarinos después de una interrupción rápida de su primera incursión en destructores debido a los crónicos mareos; y tal vez porque no le molestaba el estrecho confinamiento a bordo de los submarinos, algo que muchos hombres no pueden soportar.
—¡Ah, Marko Aleksandrovich, en Gorki, en un día como éste, las flores se abren!
—¿Y qué clase de flores pueden ser ésas, camarada oficial político?
Ramius exploraba el fiordo a través de sus binoculares. Era el mediodía y el sol apenas se levantaba sobre el horizonte en el sudeste, arrojando luces anaranjadas y sombras púrpuras sobre las paredes rocosas.
—¡Pero... flores de nieve, por supuesto! —dijo Putin riendo ruidosamente - En un día como éste, las caras de los niños y de las mujeres tienen un brillo rosado, el aliento se estira detrás de uno como una nube, y la vodka tiene un sabor especialmente agradable. ¡Ah, estar en Gorki en un día como éste!
“Este bastardo debería trabajar para Intourist”, se dijo Ramius, lástima que Gorki es una ciudad cerrada a los extranjeros. Él había estado allí dos veces. Lo había impresionado como una típica ciudad rusa, llena de edificios destartalados, calles sucias y ciudadanos mal vestidos. Como en la mayoría de las ciudades soviéticas, el invierno era la mejor estación para Gorki. La nieve ocultaba toda la suciedad. Ramius, medio lituano, tenía recuerdos de su infancia de un lugar mejor, una población costera cuyo origen hanseático había dejado muchas filas de edificios presentables.
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