Apsley Cherry-Garrard - El peor viaje del mundo
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- Libro:El peor viaje del mundo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1922
- Índice:4 / 5
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El peor viaje del mundo: resumen, descripción y anotación
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DE INGLATERRA A SUDÁFRICA
Di adiós a tus ninfas en la costa con rapidez y acalla sus lamentos prometiendo regresar, aunque no tengas intención de volverlas a ver.
DIDO Y ENEAS
Scott solía decir que la peor parte de una expedición acababa cuando terminaban los preparativos. No hay duda por tanto de que debió de soltar un suspiro de alivio cuando el 15 de junio de 1910 zarpó de Cardiff en el Terra Nova y se adentró en las aguas del Atlántico. Cardiff había dispensado a la expedición una despedida llena de generosidad y entusiasmo, y Scott declaró que sería el primer puerto donde atracaría al regresar a Inglaterra. Pasados exactamente tres años, el Terra Nova, pilotado desde Nueva Zelanda por Pennell, arribó de nuevo a Cardiff el 14 de junio de 1913, y allí despidió a su tripulación.
Desde el primer momento reinó en el barco un ambiente informal y sumamente agradable, y quienes tuvieron la buena fortuna de ayudar a pilotarlo hasta Nueva Zelanda, ya fuera a vapor, ya a vela, deben de recordar la travesía como uno de los períodos más felices de la expedición, a pesar de las considerables incomodidades y el durísimo trabajo que supusieron los cinco meses que duró. Puede que para algunos de nosotros el viaje de ida, las tres semanas que pasamos entre los bancos de hielo camino del sur y la vida al estilo Robinson Crusoe que hicimos en la punta de la Cabaña se cuenten entre los más gratos de los numerosos recuerdos felices que guardamos.
Scott hizo mucho hincapié en que, en la medida de lo posible, los miembros de la expedición comenzaran el viaje en el Terra Nova. Puede que diera instrucciones para que nos hicieran trabajar de firme, lo que sin duda constituía una buena oportunidad para poner a prueba nuestra valía.
Todos, oficiales, científicos, tripulantes y demás, habíamos sido elegidos entre unos ocho mil voluntarios.
Diferíamos por completo de la tripulación de un barco mercante normal tanto en la dotación como en los métodos de trabajo. Los oficiales procedían de la Marina, al igual que la tripulación. Luego estaba el equipo científico, que contaba con un doctor que no era médico de Marina sino también científico, y con dos miembros a los que Scott llamaba «ayudantes adaptables», a saber, Oates y yo. El equipo científico de la expedición sumaba un total de doce miembros, aunque a bordo sólo iban seis de ellos; el resto se incorporaría en Lyttelton, Nueva Zelanda, donde haríamos el último embarque antes de poner rumbo al sur. De los que iban en el barco, Wilson era el jefe del equipo y desempeñaba funciones de zoólogo de vertebrados, médico, pintor y, como pronto se verá en este libro, amigo leal de todos los expedicionarios, incluso en las situaciones más adversas. Al mando iba el teniente Evans, con Campbell como segundo de a bordo. Las guardias fueron asignadas de inmediato a los oficiales, como es natural. La tripulación fue dividida en guardia de babor y guardia de estribor, y se siguió la rutina normal de un barco de vela con motor auxiliar de vapor. Por lo demás, no se asignó ninguna tarea concreta a ningún individuo. Ignoro cómo se establecieron las labores del barco, pero en la práctica la mayor parte de las cosas se hicieron voluntariamente. Se convino que todo aquél cuyo trabajo se lo permitiera se ocuparía de inmediato de cualquier tarea que pudiera surgir, pero esto era algo del todo voluntario. ¿Que se necesitaban voluntarios para acortar velas? ¿Que había que carbonear, mover parte de la carga o achicar agua? ¿Que había que pintar o lavar superficies pintadas? Éstas eran labores que había que hacer cada dos por tres, día y noche, algunas casi cada hora, y siempre había alguien que acudía puntualmente a la llamada. Aquí se incluye no sólo a los miembros del equipo científico sino también, siempre que sus responsabilidades se lo permitían, a los oficiales. No hubo ni un solo oficial en el barco que no cargara carbón hasta hartarse, pero yo no oí queja alguna. Con este sistema pronto se distingue a los buenos trabajadores, pero para ello es conveniente forzarles. Entretanto, la mayoría de los oficiales y miembros del equipo científico tenían que ocuparse de sus propios quehaceres, y se les dejaba que encontraran un hueco para ellos cuando más cómodo les resultara.
Durante los primeros días de travesía nos limitamos a trabajar de firme, por lo que enseguida nos hicimos a la situación. Fue entonces cuando advertí por primera vez el gran tacto de Wilson y la rapidez con que se fijaba en esos pequeños detalles que tanta importancia tienen. Al mismo tiempo, su pasión por el trabajo ponía el listón muy alto. Pennell era otro trabajador infatigable.
El 23 de junio largamos el ancla en el puerto de Funchal, Madeira, a eso de las cuatro de la tarde, tras ocho días de travesía. El Terra Nova, que ya había navegado a vela y a vapor, tenía las cubiertas todo lo despejadas que podían estar, mostraba algunas superficies pintadas y presentaba un aspecto de lo más cuidado y profesional después de que lo estibaran bien en el puerto. Ya se habían llevado a cabo algunas labores científicas, tales como recoger muestras con la red de remolque y realizar observaciones magnéticas. Pero para lo poco que llevábamos de viaje ya habíamos pasado muchas horas en las bombas de achique, y era evidente que iban a ser una constante pesadilla.
En Madeira, como en todas partes, nos proporcionaron generosamente todo lo que nos hacía falta. Partimos el 26 de junio a primera hora de la mañana, después de que Pennell se pasara unas horas haciendo observaciones magnéticas con la aguja de inclinación de Lloyd Creak and Barrow.
El 29 de junio (situación a mediodía: 27º 10' de latitud norte y 20º 21' de longitud oeste) fue posible escribir: «Hoy hace dos semanas que zarpamos, aunque por el aspecto que suele presentar la sala de oficiales se podría decir que ya ha pasado un año».
Cuando partimos de Inglaterra prácticamente ni nos conocíamos, pero los oficiales y los tripulantes se pusieron rápidamente a trabajar en sus cosas, y cuando los hombres viven en un espacio tan reducido como el que nosotros teníamos, no tardan en avenirse o pelearse. Adentrémonos en los camarotes que rodean la pequeña sala de oficiales de popa. El primero a mano izquierda es el de Scott y el teniente Evans; pero el capitán no se encuentra en este momento a bordo, y su lugar lo ocupa Wilson. En el siguiente camarote está Drake, el secretario. A estribor de la hélice se encuentran Oates, Atkinson y Levick (estos dos son médicos) y a babor, Campbell y Pennell, que es el oficial de derrota. Luego están Rennick y Bowers, quien acaba de regresar del golfo Persa; ambos son oficiales de guardia. En el siguiente camarote está Simpson, meteorólogo, que ha regresado hace poco de Simia, y Nelson y Lillie, biólogos marinos. En el último camarote, la «guardería», nos alojamos los más jóvenes de la comunidad, que somos necesariamente los que mejor nos portamos: Wright, físico y químico; Gran, experto noruego en esquí, y yo, ayudante y zoólogo adjunto de Wilson. Resulta difícil atribuirle a nadie un trabajo concreto, dado que todos realizábamos muchísimos, pero las ocupaciones concretas de cada uno eran más o menos las que se han indicado.
Algunos hombres ya empezaban a despuntar. Wilson era una fuente inagotable de conocimientos sobre cosas grandes y pequeñas. Siempre dispuesto a echar una mano, a mostrar su solidaridad y a prestar ayuda con su perspicacia; era un trabajador tremendo, desprendido como nadie y el mejor consejero del mundo. Pennell nunca perdía la alegría, ya estuviera haciendo una medición, se encontrara de guardia en el puente, subido a la arboladura pletórico de energías, asentando el carbón u ocupado con cualquier tarea que hubiera surgido; aun así dedicaba varias horas al día a sus observaciones magnéticas, algo que hacía por afición, no porque fuera su trabajo ni mucho menos. Bowers, que sabía dónde se encontraba y qué contenía exactamente cada uno de los baúles, cajas y fardos del barco y exhibía un desprecio absoluto por el calor y el frío, estaba demostrando ser el mejor marinero de a bordo. Simpson era evidentemente un científico de primera clase, un hombre entregado a su trabajo al que Wright prestaba una gran ayuda de forma desinteresada sin dejar por ello de realizar muchas de las tareas del barco. Oates y Atkinson trabajaban por lo general juntos y de una manera formal, responsable y no exenta de sentido del humor.
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