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Cherry Chic - Ensename a dibujar sonrisas

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Cherry Chic Ensename a dibujar sonrisas
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    Ensename a dibujar sonrisas
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Ensename a dibujar sonrisas: resumen, descripción y anotación

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Cherry Chic


Copyright

Primera edición: septiembre, 2019

© 2019, Cherry Chic

© De la cubierta: maria_uve_

© De la fotografía de la cubierta: maria_uve_

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legales previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.

Todos los personajes y escenarios de esta obra son productos de la imaginación de la autora, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

Al mundo

le sobra gente rota

y necesita de verdad

personas fuertes

que sepan unir.

Beret - Vuelve

Para Alba,

el lucero que faltaba para acabar de iluminar mi vida.

Gracias por hacer más bonitos los amaneceres.

Índice

Me bajo del taxi después de pagar al conductor y agradezco, en silencio, que sea de esos que no necesitan ir todo el camino charlando, porque el motivo que me ha traído aquí ya es bastante vergonzoso.

Tomo aire y leo el cartel que tengo frente a mí:

Urgencias

Aprieto los labios y pienso cómo de mal estará, en una escala del uno al diez, mentir al recepcionista acerca del motivo de mi presencia. Valoro que sería un nueve, porque yo soy una pésima mentirosa y, al final, me acabarían pillando. Quedaría peor que siendo sincera. Además, me he tomado dos cervezas y eso en mí es mucho. No voy a decir que estoy borracha, pero un puntito gracioso tengo.

Entro agarrándome al bolso con fuerza, me voy al mostrador y me enfrento a las personas que hacen cola delante de mí. Espero pacientemente a que acaben mirando al suelo y, cuando por fin me toca, intento obviar el lagrimeo constante de mi ojo derecho, pero es imposible.

—Buenas noches —me dice el hombre que hay detrás del mostrador—. ¿Tienes la tarjeta sanitaria?

Asiento y la saco del bolso mientras saludo. Cuando me pide el motivo de la consulta carraspeo y hablo en tono bajo para que no me oiga nadie más.

—Me he pinchado el ojo con el lápiz del eyeliner .

—¿Con el qué?

—El lápiz del eyeliner . —El señor me mira como si yo tuviera dos cabezas y decido extenderme un poco más—. Un lápiz para hacerme la rayita del ojo. —Señalo el izquierdo y cierro el párpado—. Como este.

—¿Y me estás diciendo que te has pinchado con el lápiz de maquillarte?

—Sí.

—¿Y te has puesto el ojo así de hinchado y rojo por un pinchazo de un lápiz?

Empieza a molestarme un poquito su actitud, pero, aun así, respondo.

—Es que al pinchármelo se ha derramado la tinta negra, he intentado secármela con papel, pero… Bueno, ha sido peor.

El hombre entrecierra los ojos y, aunque intenta ocultar una sonrisa, no lo logra del todo.

—Te has pinchado el ojo con un lápiz de maquillar y luego te has metido papel para secar el maquillaje.

—Sí.

—De dentro del ojo.

No es ninguna pregunta, me está dejando por gilipollas y, aunque tiene razón en sospechar, no debería decirlo tan a la ligera. Me envaro un poco y contesto con tirantez.

—Los accidentes ocurren.

—Por supuesto, pero ese ojo pinta mal. ¿Seguro que no ha sido nada más? —Guardo silencio un instante y él eleva una ceja. Suficiente para empezar a soltar por la boquita.

—No me di cuenta de que el papel estaba lleno de colonia.

—¿Colonia?

—Nenuco, para ser exactos.

Frunce los labios y me mira con evidente interés. Está claro que no va a dejar de darme el coñazo tan fácilmente.

—¿Cuándo se te ocurrió que era buena idea coger un papel lleno de colonia infantil y metértelo en el ojo?

Suspiro, exasperada, y doy un pequeño palmetazo en el mostrador.

—A ver, después de hacerme el eyeliner del ojo izquierdo que, por cierto, me ha quedado perfecto —Vuelvo a cerrar el párpado para demostrarlo, porque ya me está tocando las narices este hombre—, he cogido un poquito de papel y colonia para limpiar el cerco que el tapón había dejado en el lavabo. Había más papeles alrededor y, cuando fui a limpiarme este —digo, señalando el derecho— pensé que había cogido uno seco, pero no. Me lo he metido, me lo he restregado muy bien a conciencia y luego he sentido que se me achicharraba el ojo. Eso, y un agradable olor a colonia infantil. ¿Vas a dejar que me siente ya o quieres que te cuente el precio de la puñetera colonia?

—Oye, tranquila, que nadie te ha dicho nada. Bastante tenemos aquí con la nochecita que llevamos.

¡Que no me ha dicho nada, dice! Me muerdo la lengua porque está tecleando algo en el ordenador y no quiero que me insulte, pero me cuesta la vida. Además, él no tiene culpa de que yo sea el despiste personificado. Si ya me lo decía mi madre, y mis hermanos, y todo el mundo. Que a ver qué coño pintaba yo viviendo sola, si no sabía ni dar dos pasos sin perder algo. Yo me puse muy digna y me ofendí por su falta de confianza, pero no pasaron ni dos días antes de que tuviera que venir un cerrajero a forzar la puerta porque había olvidado las llaves dentro. Desde ahí, toda mi vida ha sido una serie de catastróficas desdichas que no voy a contar ahora mismo porque tampoco es plan de acabar aburriendo a las ovejas o, peor, que te espantes y dejes de leer. Ya me irás conociendo poco a poco.

El hombre del mostrador me devuelve la tarjeta y me indica el camino de la sala de espera. A mí el ojo me escuece una barbaridad, pero, al menos, las explicaciones se han terminado. Ya solo falta que un médico me vea cuanto antes. El problema es que no había caído en que es sábado y, si las urgencias de este hospital siempre están atestadas, hoy no os quiero ni contar. Entro en la sala y me encuentro con una multitud quejumbrosa y de malas caras. Así, a priori, puedo detectar a los miembros de una pelea, un par de borrachos, una guiri pasada de copas con un par de amigas, un señor con un brazo hinchado y una señora que no hace más que gritar que alguien tiene que atenderla porque se está muriendo. Yo no sé lo que tiene, pero de capacidad pulmonar va sobrada. Observo la panorámica y pienso que si aquí entrara ahora mismo un reportero de Callejeros sacaría material para media temporada sin anuncios. Y eso que con el ojo malo no veo ni la mitad que de normal, porque uso gafas o lentillas, pero con el mal rato no llevo ni una cosa, ni la otra. No estaba yo para exquisiteces.

Me paseo como quien no quiere la cosa buscando una silla libre y, a poder ser, que esté al lado de alguien que no tenga ganas de armar jaleo. Me cuesta lo mío, no te creas, porque las urgencias de otras ciudades no sé, pero las de aquí siempre están alteradas. Como que la gente está esperando para saltar a la mínima, y no me extraña, porque a nadie le gusta estar jodido y metido en una sala con tantos extraños.

Que aquí, a más de uno, le recomendaba yo la Nenuco en cantidades industriales.

Al final diviso a un chico moreno, con barba y cara de circunstancias que está sentado tranquilamente sin hablar con nadie. Mira al frente y, de vez en cuando, en derredor, como rezando para que nadie se le siente al lado. Mala suerte es que a mí no me importe, porque es el único que parece normal y no pienso desaprovechar la oportunidad.

—Buenas —contesto ocupando la silla y sintiendo como se tensa en el acto.

A mi otro lado, una señora con un moño entrecano y cara de pocos amigos contesta.

—Buenas noches, hija. —Sonrío y ella señala mi ojo—. ¿Qué? ¿Te has dado con el pomo de la puerta?

—No, qué va.

Ella me ignora y sigue a lo suyo.

—Yo me daba mucho con el pomo de la puerta. Hasta que un día cogí la sartén, le di a mi marido con ella en la cabeza y lo dejé tirao en el suelo. Al carajo el pomo.

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