Boris Izaguirre - Tiempo de tormentas
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- Libro:Tiempo de tormentas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2018
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Tiempo de tormentas: resumen, descripción y anotación
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Tiempo de tormentas — leer online gratis el libro completo
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Boris Izaguirre
ePub r1.0
Titivillus 31.03.18
Título original: Tiempo de tormentas
Boris Izaguirre, 2018
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Desde muy niño, Boris sabe que es diferente. Muy temprano se detectan problemas de motricidad y dislexia, y el pequeño actúa con unos gestos y una forma de hablar amaneradas. Los adultos dicen que su madre, Belén, una bailarina de renombre, y su padre, crítico de cine, rodean al niño de malas compañías. En Caracas se habla de sus amigos intelectuales y de toda esa gente homosexual con la que ella trabaja. También que Boris está enamorado de Gerardo, el hijo de la influyente periodista Altagracia Orozco. Sin embargo, Belén no se rinde al prejuicio y por más golpes que llegan de fuera, convierte su casa en un refugio para esa diferencia. Primero cara a cara, luego unidos por la línea telefónica, pero siempre juntos bajo el inquietante influjo de un cuadro lleno de historia, Tiempo de tormentas.
Los días de escuela, un amor, una violación, el silencio; sus primeros pasos como columnista o escritor de telenovelas, el salto a la fama en España con Crónicas Marcianas y el finalista del Premio Planeta, el glamour, los abismos, de nuevo el amor y la violencia. Una enternecedora y envolvente novela autobiográfica donde Boris Izaguirre construye una vida a veces complicada, siempre apasionante, a caballo entre dos países que también estaban creciendo.
Para Titina. Y los monos equilibristas.
[…] But in the back of my head I heard distant feet Che Guevara and Debussy to a disco beat. It’s not a crime […]
«Left to My Own Devices», Introspective, 1988.
PET SHOP BOYS.
CARACAS
MALABARES
El salón de ensayos de la Academia y Ballet Nena Coronil quedaba en la planta baja de una inmensa casa colonial en lo alto de La Florida, la que había sido una de las mejores urbanizaciones de Caracas. La casa en sí parecía una réplica tropical del Partenón, con frisos calcados a los que se conservan en el Museo Británico solo que más coloridos, por lo tropical. Esos colores, aun brillantes, tenían pequeñas marcas del paso del tiempo. No es común que un edificio sobreviva en esta ciudad, pero este había conseguido atravesar décadas favorecido por alguna ley patrimonial. Allí sería el funeral por Belén Lobo. Mi mamá. Las dos maneras que a lo largo de cincuenta años tuve para llamarla. Las dos mujeres que había sido para mí.
Fran, siempre Fran, me acompañaba en la subida por el empinado jardín. Parecíamos los Pet Shop Boys en el funeral de alguna princesa europea. A un lado se arremolinaban los periodistas, gritando mi nombre como si estuviera en una alfombra roja. Fran quiso decirles algo y le sujeté fuerte. Me daba igual que para ellos esto no fuera un funeral. «Boris, Boris, tú como paladín del saber estar, ¿cómo se entierra a una madre?». Era insólito. «Es el favorito del programa, ¿piensa abandonar?». Miré, como tantas otras veces, al otro lado. Y allí me sorprendieron las fragancias de los limoneros de ese jardín y los pequeños bulbos de malabares abriéndose camino debajo de los ventanales de la mansión. Los olores de mi infancia, cuando llegaba aquí junto a mi padre a buscar a Belén después del colegio.
—Los malabares —empezó Fran, como si le invadiera un cuerpo extraño.
En el resto del mundo estas flores se conocen como gardenias, solo en Caracas, que es tan dada a la exageración, se les refiere de esa forma, malabares, para tener suficientes vocales para abrir y cerrar la boca creando un chic o glamour extra. Fran parecía incapaz de contener un llanto melodramático.
—Con calma, amiga —ordené—. No vamos a empezar a llorar antes de saludar a mi padre.
—Belén los adoraba —siguió Fran con una nueva voz entrecortada—. Es curioso, esta no es época de malabares —susurró.
—Fran, es noviembre y ha llovido y los malabares florecen entre octubre y enero.
—Te lo estás inventando.
—Fran, para. Intentemos un poco de…
—Normalidad para nada. ¡Estás viendo la que está montada, muuujeeer! Detesto la normalidad desde que tengo uso de razón —sentenció como solo él sabía hacerlo.
Soy escritor y presentador de televisión y, de momento, finalista de un show de telerrealidad con celebridades en apuros económicos y psicológicos. Fran había bajado a buscarme al aeropuerto Simón Bolívar, un lugar en el mundo absurdamente blanco. El único color lo ponen el mar Caribe, al fondo de las pistas, y los aparatosos retratos de Hugo Chávez abrazando niños, libros o aves de colorido plumaje. Cada retrato lleva una frase que habla mucho de la Revolución y del Compromiso pero donde jamás se lee Bienvenidos.
La auténtica bienvenida te abofetea apenas sales de la aduana, cuando el aire acondicionado deja de existir y te invade la realidad: todos los que esperan a sus familiares parecen un cuadro, mezcla de mercado en Katmandú con pícnic improvisado el primer día de rebajas. La desigualdad social ofrecida como emblema de la ciudad. La Guardia Nacional parece escoger sus cadetes más desfavorecidos para que sean los primeros venezolanos que veas y entonces desees retroceder y volver al avión.
La ventanilla de una importante camioneta, por tamaño y altura, bajó al verme cerca.
—Mujer, deja esa cara de asustada. Acabas de irte hace nada —dijo Fran, con su característico mote para todo el mundo desde los años ochenta. Fueras hombre o mujer, para él eras solo mujer y, además, muy pronunciado. Muuuuuujeeeer.
—Frambuesa, estoy muerta. —Siempre que nos reuníamos, adoptaba esa manera de hablar en femenino.
—No, mi vida, la que está muerta es Belén, libre ya por fin de este injusto dolor. —Puso voz de mando, de Generalesa—: Ponga rumbo a casa de los señores Beracasa, Gerardo.
Me impresionó escuchar, siempre de forma inesperada, ese nombre. Gerardo. Gerardo, un fantasma, un dolor. «Gerardo, déjalo, ya está bien». Fran se dio cuenta de mi asombro ante la coincidencia de nombres. Y el nuevo Gerardo decidió quebrar el hielo diciéndome:
—Mi sentido pésame por su pérdida. Estoy seguro que, desde el cielo, su mamita le va a ayudar a ganar el reality.
Estreché la amplia y fuerte mano de ese Gerardo y observé el grosor de sus antebrazos, parecían dos llaves inglesas. Seguro que Fran le habría hecho un catálogo con poquísima ropa. Es uno de los fotógrafos más conocidos de la ciudad. Algunos de sus modelos se han vuelto celebridades, incluso mitos hollywoodenses. Pero él permanecía en Caracas. «No encontraré esta luz en ninguna otra parte», decía en sus entrevistas. En mi opinión, se ha quedado más por antebrazos como los de este Gerardo.
Superados los malabares, mi hermano mayor, su esposa y su hija, Valentina, se acercaron a nosotros con cara de querer saber qué nos había hecho llegar tarde al funeral de mi madre. Los abracé y al hacerlo observé a mi padre. Había perdido peso. Mantenía su sonrisa y se sujetaba a quienes le daban sus condolencias como si ellos fueran el viudo y no él. Sonreí. Estaba haciendo exactamente lo que mi mamá había indicado. «Ya no lloro», le escuchamos papá y yo decirle a su doctora cuando esta le informó que el tratamiento no había resultado. «Antes lloraba por casi todo. Ahora no». Papá y yo, sin decirnos nada, asumimos que sería una falta de respeto hacia ella llorar en su despedida.
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