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Borís Sávinkov - El Caballo Negro

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Borís Sávinkov El Caballo Negro
  • Libro:
    El Caballo Negro
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1923
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El Caballo Negro: resumen, descripción y anotación

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Polonia 1920 Borís Sávinkov legendario terrorista y provocateur conocido en - photo 1

Polonia, 1920. Borís Sávinkov, legendario terrorista y provocateur, conocido en su país con diez alias diferentes, primero como enemigo del zarismo y más tarde como feroz antibolchevique, admirado por Churchill y Somerset Maugham, modelo para Camus; en complicidad con el legendario “as de espías” ruso-británico Sidney Reilly recluta voluntarios para un ejército que logre acabar con el régimen bolchevique.

El caballo negro, inspirado en esta experiencia, narra en forma de diario la huida caótica y desesperada de un regimiento de voluntarios a través de la llanura rusa devastada por la guerra civil.

Más tarde, traicionado por sus propios camaradas, Sávinkov será encarcelado en la Lubianka, donde se «suicidará» en mayo de 1925.

En prisión, un texto publicado póstumamente en Moscú, describe la última etapa de la vida de este dandi y terrorista con una claridad y una precisión implacables.

Borís Sávinkov El Caballo Negro En prisión ePub r10 Titivillus 140418 - photo 2

Borís Sávinkov

El Caballo Negro

En prisión

ePub r1.0

Titivillus 14.04.18

Título original: Kon voronoi

Borís Sávinkov, 1923

Traducción: Marta Rebón

Introducción: Marta Rebón & Ferran Mateo

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Miré y apareció un caballo negro El jinete tenía una balanza en la mano - photo 3

«Miré, ¡y apareció un caballo negro! El jinete tenía una balanza en la mano».

APOCALIPSIS 6, 5.

«Pero el que no ama a su hermano está en las tinieblas y camina en ellas, sin saber adónde va, porque las tinieblas lo han enceguecido».

PRIMERA EPÍSTOLA DEL APÓSTOL JUAN 2, 11.

Abajo, en la primera planta, se oyó nítidamente el ruido de unos pasos. El coronel Gvozdiov se sentó en el catre, aguzó el oído y se puso a contar: «Tres… Cuatro… Siete… Nueve…». Nueve por delante, nueve por detrás. Alguien caminaba en diagonal… «Un nuevo inquilino», pensó el coronel Gvozdiov y golpeó varias veces el suelo con el tacón. Los pasos cesaron. Volvió a dar un taconazo y esperó. Pero no hubo respuesta de abajo y de nuevo se sintió solo y triste. Por un segundo se abrió la mirilla. La llave chasqueó dentro de la cerradura.

—¡Interrogatorio!

El celador se detuvo junto a una puerta con un pequeño letrero donde se leía «Yagolkovski». El coronel Gvozdiov se palpó el cuello y el pecho. No tenía ni un solo botón y sintió al tacto su cuerpo desnudo, cubierto de vello.

Levantó el cuello de su chaqueta y entró.

Yagolkovski, un joven calzado con botines negros, sonrió y le tendió la mano. Sus botines y su gesto hicieron sentir al coronel Gvozdiov aún más su desnudez. Entornando los ojos al sol, sacó un cigarrillo y se puso a fumar. Luego miró de reojo el gran retrato colgado en la pared: en él se veía a Lenin sentado en su despacho leyendo el Pravda.

—Vasili Ivánovich, ¿formaba usted parte de la sociedad secreta la Cruz Azul?

—Sí, señor.

—Según tengo entendido, ha declarado que está dispuesto a indicar quiénes son los integrantes de este grupo.

—Sí, así es.

—¿Y por qué solo los que viven en el extranjero y no en Rusia?

—No soy un traidor.

Yagolkovski clavó su mirada en él. Se hizo el silencio. A través de la ventana abierta se coló el chirrido de una calesa que circulaba por la calle. Y en alguna parte, sin duda bajo el techo, gorjeaban los gorriones.

—No soy un traidor… —repitió el coronel Gvozdiov.

—Bueno, de todos modos piense en ello, Vasili Ivánovich…

Pero no había nada que pensar. No podía decir que lo habían echado de la sospechosa Cruz Azul por «problemas con la bebida y desobediencia a los superiores» y que, por tanto, no sabía nada. De haberlo confesado significaría reconocer que estaba mintiendo. Bajó la cabeza y se puso a examinar sus zapatones. Un calzado estatal, sólido y de color rojo, con un remiendo en el del pie derecho.

—Lo pensaré…

—Sí, sí, piénselo… Se lo aconsejo.

Al despedirse, Yagolkovski le alargó de nuevo la mano y volvió a sonreír. Gvozdiov se sintió todavía peor. «¿Dónde demonios me he metido…? ¿Y con qué derecho me llama Vasili Ivánovich?». Y mientras se dirigía hacia la celda L-50 con el espinazo curvado tuvo la impresión de que los pasillos y las escaleras no tendrían fin.

Cuando se quedó solo, no se echó sino que se desplomó sobre el catre. Se quedó tumbado mucho rato, inmóvil, luego se levantó y se puso a escribir. Escribió: «Ciudadano Yagolkovski», pero, tras pensarlo, tachó la palabra «ciudadano» y puso «camarada».

Camarada Yagolkovski:

Estoy dispuesto a morir, pero debo decirle por mi conciencia y honor que nunca seré un traidor. He tenido el coraje suficiente para arrepentirme de mis crímenes públicamente y con toda honestidad: que el poder de los obreros y de los campesinos me juzgue con imparcialidad. Creo en la generosidad de los camaradas jueces. Estoy convencido también de que tendrán en cuenta mi pasado revolucionario: en 1910, al mando de un escuadrón, me negué a abrir fuego contra los obreros. Le pido que me exima de toda declaración concerniente a personas residentes en Rusia. Por mi conciencia y honor me sería imposible hacerlo.

20 de abril,

Vasili Gvozdiov

Sabía que lo que escribía era mentira. No estaba preparado para morir y ni siquiera pensaba en la muerte. Además, no había sido él quien se había negado a disparar contra los obreros, sino su amigo, el teniente Shumilin. «Poco importa. Seguro que Yagolkovski no lo sabe… Hace mucho que pasó…», se dijo y recuperó el buen humor. «Acabarán por dejarme tranquilo… No tienen otra opción… Solo es cuestión de resistir». Se acercó a la ventana enrejada y se puso de lado.

Le gustaba aquel rincón. A través de la estrecha rendija del postigo se veía un muro de ladrillo rojo y por las noches resplandecía una gran farola esférica. Reinaba el silencio. El coronel Gvozdiov suspiró. De repente sonaron imperiosas y estentóreas las campanas. Su sonido irrumpió a través de la doble ventana y golpeó contra la puerta cerrada con llave. Y al instante el coronel se acordó de su stanitsa natal y de la iglesia de Santa Bárbara. Levantó la cabeza, esforzándose en ver el cielo. Distinguió una franja gris azulada y trazó sobre su pecho una cruz amplia.

Pasó un día, luego otro, después una semana. Yagolkovski no se apresuró en darle una respuesta y tampoco lo convocó para un interrogatorio. El coronel Gvozdiov le enviaba notas a diario en las que le pedía que «no se negara a conversar con él». Sin embargo, no podía comprobar que esas notas llegaran a su destinatario. El celador las recogía en silencio, con mucha educación, antes de volver a echar el cerrojo, también en silencio. El vecino de abajo no respondía a ninguna llamada. A derecha e izquierda tampoco había nadie. No obstante, Gvozdiov encontró un rastro humano en el alféizar de la ventana: «Yuri Belski». Cada mañana se acercaba a mirar esas letras torcidas y garabateadas con un alfiler. «Tú también, hermano, te has podrido aquí», pensaba con compasión. «Sí, hermano, nos hemos metido en un buen lío… En la boca del diablo…». Y, hablando con este desconocido, posiblemente deportado a Solovkí hacía tiempo, apenas pensaba en su mujer e hijos. «Están en Berlín… Están bien».

Por la mañana temprano salía al pasillo para asearse. Después del té, un silencio denso inundaba la prisión, ese tipo de silencio en el que se oye zumbar el aire en los oídos. Gvozdiov no podía acostumbrarse a él. Sentía una opresión terrible en el pecho, como si lo aplastara un peso inhumano. A veces esta sensación era tan violenta que ardía en deseos de gritar. Incluso la presencia de ratones ahora le causaba alegría. Habían roído un agujero en el tabique de madera y, entre susurros, corrían de aquí para allá por el suelo descolorido. No había libros, solo periódicos. Los leía con desprecio: «Estos bandidos comunistas solo saben mentir». Al cabo de dos semanas dejó de leerlos. Entonces se puso todavía más triste.

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