Houghton Mifflin Company
Boston
Spanish translation copyright © 2000 by Francisco Jiménez
Translated from The Circuit. Copyright © 1997 Francisco Jiménez.
First published by University of New Mexico Press. All rights reserved.
"Cajas de cartón" was previously published in The Bilingual Review.
"El aguinaldo" was previously published in Arriba.
Both stories are reprinted by permission of the author.
Author's note previously published in The Horn Book Magazine © 1998
All rights reserved. For information about permission to reproduce
selections from this book, write to Permissions, Houghton Mifflin
Company, 215 Park Avenue South, New York, New York 10003.
Library of Congress Cataloging-in-Publication Data
Jiménez, Francisco, 1943–
The circuit: stories from the life of a migrant child
Francisco Jiménez,
p. cm.
ISBN 0-395-97902-1 (English hardcover)
ISBN 0-618-22615-x (Spanish hardcover)
ISBN 0-618-22616-8 (Spanish paperback)
1. Mexican Americans—California—Social life and customs—
Fiction. 2. Migrant agricultural laborers—California—Fiction.
3. Mexican American families—California—Fiction.
i. Title.
PS 3560.i55c57 1997
813' FT .54 —dc21 97-4844
cip
Manufactured in the United States of America
MV 20 19 18 17 16 15 14 13 12
A mis padres y a mis siete hermanos:
Avelina/Rorra
Evangelina/Yerman
María Luisa/Licha
Roberto/Toto
José Francisco/Trampita
Juan Manuel/Torito
y Rubén/Carne Seca
Índice
Reconocimientos,
Bajo la alambrada,
Soledad,
De dentro hacia afuera,
Un milagro en Tent City,
El ángel de oro,
El aguinaldo,
Muerte perdonada,
El costal de algodón,
Cajas de cartón,
El juego de la patada,
Tener y retener,
Peregrinos inmóviles,
Una nota del autor,
Reconocimientos
Esta colección de cuentos ha sido posible gracias a muchas personas. Estoy en deuda con mi familia, cuyas vidas están representadas en este libro. Estas historias son tanto suyas como mías. Éstas son también las historias de muchos niños migratorios campesinos de ayer y de hoy. Les agradezco a todos, y les pido disculpas por tomarme la libertad de escribir sobre ellos, conociendo perfectamente mis limitaciones como escritor. El valor, tenacidade inquebrantable esperanza que despliegan en medio de la adversidad han sido para mí una constante fuente de inspiración.
Gracias a los numerosos maestros y alumnos que, en el transcurso de los años, me han comunicado sus impresiones acerca de mi obra. Su particular interés en el cuento "Cajas de cartón" y las exhortaciones que me hicieron para escribir otros relatos más acerca de mi vida me han motivado considerablemente a seguir escribiendo.
Les agradezco a mis amigos y colegas, que orientaron mi camino con sus críticas y observaciones constructivas: Cedric Busette, Kate Martin Fergueson y Alma García, y a mi familia inmediata por escuchar pacientemente los diversos borradores de los cuentos, y ofrecerme valiosos comentarios al respecto.
Quisiera expresar aquí mi sincera gratitud hacia mis profesores, cuya fe en mis capacidades y cuyas enseñanzas me ayudaron a romper el circuito migratorio.
Reconozco la deuda con mis editoras, Andrea Otañez y Lydia Mehegan por sus valiosas sugerencias para mejorar el texto, y a Kristina Baer por su apoyo incondicional. Agradezco también a Douglas Salamanca y a mis muy estimadas colegas, Elsa Li y Lucía Varona, por su ayuda en la revisión del manuscrito.
Finalmente, estoy muy agradecido a Isela Escamilla y a Luz Rodríguez por su asistencia en la preparación del manuscrito, y a la Universidad de Santa Clara por concederme el tiempo y brindarme el estímulo para completar este libro.
Bajo la alambrada
La frontera es una palabra que yo a menudo escuchaba cuando, siendo un niño, vivía allá en México, en un ranchito llamado El Rancho Blanco, enclavado entre lomas secas y pelonas, muchas millas al norte de Guadalajara. La escuché por primera vez a fines de los años 40, cuando Papá y Mamá nos dijeron a mí y a Roberto, mi hermano mayor, que algún día íbamos a hacer un viaje muy largo hacia el norte, cruzar la frontera, entrar en California y dejar atrás para siempre nuestra pobreza.
Yo ni siquiera sabía exactamente qué cosa era California, pero veía que a Papá le brillaban los ojos siempre que hablaba de eso con Mamá y sus amigos. "Cruzando la frontera y llegando a California, nuestra vida va a mejorar", decía siempre, parándose muy erguido y echando adelante el pecho.
Roberto, que era cuatro años mayor que yo, se emocio naba mucho cada vez que Papá hablaba del mentado viaje a California. A él no le gustaba vivir en El Rancho Blanco, aún menos le gustó después de visitar en Guadalajara a nuestro primo Fito, que era mayor que nosotros.
Fito se había ido de El Rancho Blanco. Estaba trabajando en una fábrica de tequila y vivía en una casa con dos recámaras, que tenía luz eléctrica y un pozo. Le dijo a Roberto que él, Fito, ya no tenía que madrugar levantándose, como Roberto, a las cuatro de la mañana para ordeñar las cinco vacas. Ni tenía tampoco que acarrear a caballo la leche, en botes de aluminio, por varias millas, hasta llegar al camino por donde pasaba el camión que la recogía para llevarla a vender al pueblo. Ni tenía que ir a buscar agua al río, ni dormir en piso de tierra, ni usar velas para alumbrarse.
Desde entonces, a Roberto solamente le gustaban dos cosas de El Rancho Blanco: buscar huevos de gallina y asistir a misa los domingos.
A mí también me gustaba buscar huevos e ir a misa. Pero lo que más me gustaba era oír contar cuentos. Mi tío Mauricio, el hermano de Papá, solía llegar con su familia a visitarnos por la noche, después de la cena. Entonces nos sentábamos todos alrededor de la fogata hecha con estiércol seco de vaca y nos poníamos a contar cuentos mientras desgranábamos las mazorcas de maíz.
En una de esas noches, Papá hizo el gran anuncio: íbamos por fin a hacer el tan ansiado viaje a California, cruzando la frontera. Pocos días después, empacamos nuestras cosas en una maleta y fuimos en camión hacia Guadalajara para tomar allí el tren. Papá compró boletos para un tren de segunda clase, perteneciente a los Ferrocarriles Nacionales de México. Yo nunca había visto antes un tren. Lo veía como un montón de chocitas metálicas, ensartadas en una cuerda. Subimos al tren y buscamos nuestros asientos. Yo me quedé parado mirando por la ventana. Cuando el tren empezó a andar, se sacudió e hizo un fuerte ruido, como miles de botes chocando unos contra otros. Yo me asusté y estuve a punto de caerme. Papá me agarró en el aire y me ordenó que me estuviera sentado. Me puse a mover las piernas, siguiendo el movimiento del tren. Roberto iba sentado frente a mí, al lado de Mamá, y en su cara se pintaba una sonrisa grande.
Viajamos por dos días y dos noches. En las noches, casi no podíamos dormir. Los asientos de madera eran muy duros y el tren hacía ruidos muy fuertes, soplando su silbato y haciendo rechinar los frenos. En la primera parada a la que llegamos, yo le pregunté a Papá:—¿Aquí es California?
—No mijo, todavía no llegamos—me contestó con paciencia—. Todavía nos faltan muchas horas más.
Me fijé que Papá había cerrado los ojos. Entonces me dirigí a Roberto y le pregunté:—¿Cómo es California?—No'sé—me contestó—, pero Fito me dijo que ahí la gente barre el dinero de las calles.
—¿De dónde sacó Fito esa locura?—preguntó Papá, abriendo los ojos y riéndose.
—De Cantinflas—aseguró Roberto—. Dijo que Cantinflas lo había dicho en una película.
—Ese fue un chiste de Cantinflas—respondió Papá siempre riéndose—. Pero es cierto que allá se vive mejor.
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