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Virginia Barber Rioja - Más allá del bien y del mal

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Virginia Barber Rioja Más allá del bien y del mal
  • Libro:
    Más allá del bien y del mal
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2019
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Más allá del bien y del mal: resumen, descripción y anotación

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Espero no volver a verte

El paciente fue ingresado anoche procedente de Rikers Island después de que otro interno lo encontrara en su celda con una sábana al cuello, colgando de una tubería del techo. Varón afroamericano de treinta años, acusado de intento de asesinato en segundo grado, tras presuntamente haber apuñalado en diez ocasiones a su hermano. Diagnosticado con trastorno esquizoafectivo y con dependencia al cannabis, con cinco hospitalizaciones previas por intento de suicidio y delirios paranoides.

Todas las mañanas a las nueve el equipo médico se reúne y una de las enfermeras presenta el parte sobre los pacientes que han ingresado durante la noche anterior: los que vienen de la cárcel local (Rikers Island) y los recién arrestados por la policía de Nueva York (el NYPD). Este parte lo recibí a principios de noviembre de 2011, cuando llevaba dos meses trabajando en la unidad de psiquiatría forense del hospital Bellevue. No tenía nada de particular, excepto que el nombre del paciente me resultaba muy familiar: Henry.

Cuando conocí a Henry, él tenía veinte años. Afroamericano, alto y delgado, vestía ropa de marca, de pies a cabeza, gorra incluida. Yo tenía veinticinco, acababa de terminar un máster en psicología forense y llevaba solo un mes trabajando para el Brooklyn TASC, un programa de la Corte Suprema de Brooklyn que ofrece una alternativa al encarcelamiento para detenidos con enfermedad mental. A Henry lo habían arrestado por posesión de una cantidad elevada de marihuana. Como no tenía antecedentes, el fiscal le ofreció un acuerdo según el cual si se declaraba culpable tendría acceso a un año de tratamiento bajo nuestra supervisión, no tendría que abandonar su comunidad y evitaría el encarcelamiento. Como parte del trato, si faltaba a sus sesiones de terapia o usaba cualquier tipo de droga, el juez podría revisar el acuerdo y sentenciarlo con una pena de hasta dos años de cárcel. Henry podía acogerse a este trato porque había sido diagnosticado con un trastorno depresivo mayor de tipo moderado y abuso de cannabis. Como forense encargada del caso, mi trabajo consistiría en verlo todas las semanas, asegurarme de que no faltara a ninguna de sus citas, e ir al juzgado una vez al mes para dar el parte al juez sobre su evolución.

Henry nació en Brooklyn. Su madre emigró ilegalmente a Nueva York con diecinueve años, procedente de Trinidad y Tobago; trabajó sin contrato en distintas fábricas de ropa de New Jersey y, unos dos años más tarde, se casó con un afroamericano de Brooklyn. Henry era el pequeño de tres hermanos y tenía pocos recuerdos de su padre. Me contó que este era adicto al crack, pegaba a su madre y, cuando él tenía unos siete años, se había ido de casa y no había vuelto nunca más. A pesar de eso, su madre había trabajado «día y noche, siete días a la semana» para sacar adelante a sus hijos, y los tres habían llegado a la universidad. Henry estaba en su primer año de carrera y se sentía muy orgulloso de ello. Con frecuencia me enseñaba sus notas y también las canciones de rap que escribía; incluso una discográfica local le había publicado un CD con sus canciones. A mí nunca me pareció deprimido, pero lo cierto es que su madre me había contado que, aproximadamente tres meses antes de su arresto, Henry empezó a decir que estaba triste, se encerraba en su cuarto días enteros y faltaba a clase. Un día, se negó a salir de su habitación y su madre llamó al 911, el teléfono de emergencias de la ciudad de Nueva York. Una ambulancia llegó y lo trasladaron a un hospital cercano, donde estuvo tres días internado en la unidad de urgencias psiquiátricas. Le dieron el alta con un diagnóstico de depresión inducida por el cannabis. Generalmente, es difícil hacer diagnósticos psiquiátricos cuando los pacientes están consumiendo drogas, pues estas pueden inducir síntomas muy parecidos a los que producen las enfermedades mentales: paranoias, delirios, depresión, manía, etcétera. Así que muchas veces no queda más remedio que esperar y observar al paciente durante un periodo largo de abstinencia para poder realizar un diagnóstico.

Henry era mi usuario favorito, y lo llamo «usuario» porque en aquel entonces yo no era doctora y por lo tanto, técnicamente, él no era mi paciente. En Estados Unidos hay unas normas bastante estrictas al respecto, y no se te considera psicóloga hasta que haces el doctorado. Mi trabajo consistía en asegurarme de que no violara las condiciones de su puesta en libertad. Sin embargo, lo veía todas las semanas y hablábamos durante al menos una hora. En aquel entonces, yo supervisaba unos veinticinco casos, pero a él lo recuerdo mucho mejor que al resto. Henry tenía muchas ambiciones; quería graduarse, trabajar, sacar a su madre del hood (el barrio), ser rapero, casarse y, sobre todo, no parecerse a su padre. Mantenía una buena relación con sus hermanos, que, de vez en cuando, acudían al juzgado con él.

Los primeros seis meses transcurrieron sin problemas, hasta que, un día, su prueba de orina dio positivo en el consumo de marihuana. Henry podía ir a la cárcel un año si no cumplía con todas las condiciones de su puesta en libertad, incluyendo la abstinencia total de estupefacientes. La primera vez, el juez lo pasó por alto. A pesar de incontables conversaciones acerca de la importancia de su privación, Henry siguió fumando y al tercer positivo el juez lo ingresó en la cárcel. Las cosas han cambiado mucho desde entonces en estos juzgados especializados, y actualmente, muchos jueces utilizan una aproximación menos estricta hacia el uso de sustancias, sobre todo el cannabis. Era su primera vez encarcelado y estaba aterrorizado. Yo me encontraba en el juzgado con él y recuerdo su expresión de miedo y confusión, mientras los oficiales de la corte lo esposaban. Después de años de ver a pacientes ingresar en la cárcel, hoy conozco bien esa expresión, pero, en aquel entonces, me quitó el sueño durante varias noches. Aproximadamente una semana más tarde lo fui a visitar para hacer una revaluación e intentar convencer al juez con argumentos clínicos de que Henry merecía otra oportunidad.

Rikers Island es la cárcel preventiva de la ciudad de Nueva York. Se encuentra entre las tres más grandes del país. En aquel entonces había unos doce mil presos. Actualmente la población se ha reducido y hay unos ocho mil, con alrededor de diez mil funcionarios de prisiones. Está localizada en una isla de unos 1.680 kilómetros cuadrados entre Queens y el Bronx, justo frente al aeropuerto LaGuardia, a la que solo se accede a través de un puente que conecta con Queens. Según me contó un funcionario de prisiones, en 1957, un avión de la aerolínea Northeast se estrelló en mitad de la cárcel al poco de despegar. Veinte pasajeros murieron y setenta y ocho resultaron heridos. Tras el accidente, empleados del centro penitenciario y unos sesenta internos acudieron al auxilio de las víctimas. El gobernador de entonces puso en libertad a treinta de los presos que ayudaron a los pasajeros.

La isla alberga quince edificios, aunque actualmente solo nueve se utilizan como cárceles. La mayoría de personas con enfermedades mentales se encuentra en Anna M. Kross Center (AMKC), un edificio que tiene capacidad para unos dos mil quinientos presos. Cuando el juez encarceló a Henry, hicimos una llamada al departamento de salud mental de la cárcel para avisarlos de que el preso tenía un historial psiquiátrico y, de esta manera, conseguir que ingresara en el AMKC, donde por lo menos podría seguir tomándose su medicación y quizá incluso asistir a terapia de grupo. La única forma de llegar al penal es mediante un autobús que cruza el puente y pasa por los distintos edificios. Fui a visitar a Henry en invierno, en uno de esos días típicamente neoyorquinos de temperaturas bajo cero y vientos casi huracanados. La espera del autobús se me hizo eterna. Esa sería mi primera visita a Rikers Island.

Después de atravesar los largos controles de seguridad, por fin pasé a sentarme en una sala para esperar a Henry. La habitación era pequeña, con techos bajos, luz fluorescente muy intensa y un olor que podría situarse entre el detergente de ropa y la comida mala. Creo que en aquel momento decidí que nunca trabajaría en una cárcel. Sin embargo, años más tarde, tras la evacuación de Bellevue que siguió al huracán Sandy, terminaría volviendo a Rikers Island durante tres meses, concretamente al AMKC, el mismo edificio donde me senté a esperar a Henry. Después de unos quince minutos, por fin apareció Henry por la puerta vestido con un mono naranja oscuro y las letras DOC (Department of Corrections) marcadas en la espalda. Su cara estaba demacrada, había adelgazado. «Por favor, sácame de aquí», fueron sus primeras palabras. Tenía un hematoma en la frente y me contó que otro preso le había dado una paliza en el autobús que lo trasladó del juzgado a la cárcel.

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