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Virginia M. Axline - DIBS, en busca del yo

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Virginia M. Axline DIBS, en busca del yo

DIBS, en busca del yo: resumen, descripción y anotación

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Luz

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1

Era la hora del almuerzo, la hora de ir a casa, y los niños se movían en desorden por el salón, a su manera ruidosa acostumbrada, perdiendo el tiempo, poniéndose abrigos y sombreros; pero Dibs, no: se había arrinconado en una esquina del salón y estaba ahí agachado, con la cabeza baja, los brazos cruzados apretadamente sobre el pecho, sin hacer caso de que era hora de regresar a casa. Miss Jane y Hedda ayudaban a los otros niños cuando era necesario, y vigilaban a Dibs subrepticiamente.

Los otros niños dejaban la escuela cuando sus madres llegaban por ellos. Ya solas con Dibs, las maestras intercambiaron miradas y lo observaron acurrucado contra la pared.

—Es tu turno —dijo Miss Jane, y salió silenciosamente del salón.

—Andale, Dibs. Es hora de ir a casa. Es hora del almuerzo —dijo pacientemente Hedda.

Dibs no se movió; su resistencia era tensa y resuelta.

—Te ayudaré con tu abrigo —dijo Hedda, acercándose lentamente a él, llevándole la prenda.

Él no levantó la vista. Se apretó hacia atrás contra la pared, con la cabeza hundida entre los brazos.

—Por favor, Dibs. Tu madre no tardará en estar aquí.

La señora siempre llegaba tarde, probablemente esperando que la batalla del sombrero y del abrigo hubiera pasado, a fin de que entonces Dibs se fuera tranquilamente con ella.

Hedda estaba ahora junto a Dibs. Se inclinó y le acarició el hombro.

—Andale, Dibs —dijo gentilmente—. Tú sabes que es hora de irnos.

Como una pequeña furia, Dibs la atacó, golpeándola con los pequeños puños apretados, arañándola, tratando de morderla, gritando:

—¡No voy a casa! ¡No voy a casa! ¡No voy a casa! —era el mismo grito de todos los días.

—Ya sé —dijo Hedda—; pero tienes que ir a casa a comer. Quieres llegar a ser grande y fuerte, ¿o no?

Súbitamente Dibs perdió la energía. Dejó de atacar a Hedda. La dejó que le metiera los brazos en las mangas del abrigo y que se lo abotonara.

—Regresarás mañana —dijo Hedda.

Cuando su madre llegó por él, Dibs se fue con ella, inexpresivo, con la cara manchada por las lágrimas.

Algunas veces la batalla duraba más y no había pasado cuando su madre llegaba. Las veces que eso ocurría, ella mandaba por el chofer, un hombre muy alto y fuerte. Este entraba, tomaba a Dibs en los brazos, y lo llevaba al automóvil, sin decir palabra a nadie. Algunas veces Dibs gritaba por todo el camino hacia el auto y golpeaba al chofer con los puños apretados; otras, se callaba súbitamente, derrotado y sin energías. El hombre nunca le hablaba a Dibs. Parecía no importarle si lo atacaba y gritaba o si se callaba inmediatamente y se quedaba pasivo.

Dibs había asistido a esta escuela particular durante casi dos años. Las maestras habían hecho todo lo que estaba de su parte para establecer una relación con él, obtener una respuesta suya, pero no habían tenido éxito. Dibs parecía determinado en mantener alejados a todos; al menos, eso era lo que Hedda pensaba. Había hecho algunos progresos en la escuela. Cuando empezó a asistir, no hablaba y nunca se aventuró fuera de su silla. Se sentaba ahí mudo e inmóvil toda la mañana. Después de muchas semanas empezó a dejar su silla y a gatear por el salón, aparentemente mirando algunas de las cosas que había a su alrededor. Cuando alguien se le acercaba, se acurrucaba sobre el piso y no se movía. Nunca veía a nadie directamente a los ojos, ni respondía cuando alguien le hablaba.

El récord de asistencias de Dibs era perfecto. Todos los días su madre lo traía a la escuela en el automóvil. A veces ella lo guiaba hacia adentro, torvo y silencioso, o el chofer lo cargaba y lo dejaba justo adentro de la puerta. Nunca lloraba o gritaba al llegar a la escuela. Cuando lo dejaban ahí precisamente dentro de la puerta, se quedaba de pie, lloriqueando, esperando hasta que alguien se le acercara y lo condujera al salón. Cuando portaba abrigo no trataba de quitárselo; una de las maestras, al saludarlo, se lo quitaba, y lo dejaba solo. Los otros niños pronto se ocupaban en alguna actividad en grupo o en tareas individuales. Dibs pasaba el tiempo gateando por los extremos de la habitación, escondiéndose bajo las mesas, o tras el piano, mirando libros todo el tiempo.

En la conducta de Dibs había algo que desafiaba a las maestras a ponerlo en alguna categoría, volublemente y en forma rutinaria, y a dejarlo seguir su camino: ¡su conducta era tan dispareja! En alguna ocasión, parecía ser extremadamente retrasado mental; en otra, hacía rápida y tranquilamente algo que indicaba que quizá tenía una inteligencia superior. Si pensaba que alguien lo estaba observando, se escondía rápidamente en su concha. La mayor parte del tiempo se arrastraba por los extremos del salón, acechando bajo las mesas, meciéndose de atrás para adelante, masticando el costado de su mano, chupándose el pulgar, postrándose rígido en el piso cuando alguna de las maestras o alguno de los niños trataba de involucrarlo en alguna actividad. Era un niño solitario en lo que debe de haberle parecido un mundo frío y hostil.

Caía presa de berrinches algunas veces cuando era hora de ir a casa, o cuando alguien trataba de forzarlo a realizar algo que no quería hacer. Las maestras habían decidido que siempre lo invitarían a unirse al grupo, pero que nunca tratarían de forzarlo a hacer algo, a menos que fuera absolutamente indispensable. Le ofrecían libros, juguetes, rompecabezas, toda clase de materiales que pudieran interesarle. Él no tomaba nada, directamente, de nadie. Si el objeto se colocaba en una mesa o en el piso cerca de él, más adelante lo tomaba y lo examinaba cuidadosamente. Nunca dejó de aceptar un libro. Escudriñaba las páginas impresas «como si pudiera leer», como decía tan a menudo Hedda.

Algunas veces, una maestra se sentaba cerca de él y le leía un cuento o le hablaba de algo mientras él yacía boca abajo en el piso, sin retirarse, pero sin ver hacia arriba y sin mostrar algún interés abierto. Miss Jane había pasado en esa forma mucho tiempo con Dibs. Ella hablaba de diversas cosas mientras sostenía los materiales en su mano, demostrando lo que estaba explicando. En una ocasión el tema era imanes y los principios de la atracción magnética; en otra, tenía una interesante roca en la mano. Hablaba de cualquier cosa que pensaba que podría despertar interés. Decía que a menudo se sentía como una tonta, como si estuviera ahí sentada hablando consigo misma, pero algo en la postura del niño le daba la impresión de que estaba escuchando. Además, se decía ella, ¿qué podía perder?

Las maestras estaban perfectamente desconcertadas con Dibs. La sicóloga de la escuela lo había observado y había tratado de ponerle algunas pruebas, pero Dibs no estaba preparado para ellas. El pediatra del plantel lo había visto varias veces y al final se dio por vencido, no sin desesperación. Dibs desconfiaba del médico, con su bata blanca, y no le permitía acercársele. Se ponía de espaldas contra la pared y extendía las manos hacia adelante, «listo para rasguñar», preparado para atacar si alguien se acercaba demasiado.

—Es un niño extraño —había dicho el pediatra—. ¿Quién puede saberlo? ¿Retrasado mental? ¿Sicótico? ¿Dañado del cerebro? ¿Quién puede acercársele lo suficiente para averiguar lo que le pasa?

No era aquella una escuela para débiles mentales o para niños con problemas emocionales, sino un plantel particular, muy exclusivo para niños de tres a siete años de edad, en una hermosa mansión antigua del alto lado oriente; por tradición atraía especialmente a los padres de niños muy inteligentes y sociables.

La madre de Dibs había convencido a la directora para que lo aceptara a él. Había usado influencias a través de la mesa directiva para que lo admitieran. La tía abuela de Dibs contribuyó generosamente al sostenimiento de la escuela. Debido a estas presiones fue admitido en el grupo de educación prescolar.

Las maestras habían sugerido varias veces que Dibs necesitaba ayuda profesional.

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