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Nikos Kazantzakis - Carta al Greco

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Nikos Kazantzakis Carta al Greco
  • Libro:
    Carta al Greco
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1957
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Carta al Greco: resumen, descripción y anotación

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AL BORDE DEL ABISMO

A NTES de salir de París, fui una tarde a despedirme de Notre-Dame. Siempre le estaré reconocido por la emoción que me produjo cuando la vi por vez primera. La cúpula de nuestras iglesias parece ser una graciosa reconciliación de lo finito y de lo infinito, del hombre y de Dios. El templo surge hacia la altura, como si ambicionara alcanzar el cielo, y bruscamente, con piadosa resignación, somete su impulso a la santa mesura, se inclina y se doblega ante la infinitud inaccesible, se convierte en cúpula y hace bajar a su cima al Todopoderoso.

La temeraria ambición de la catedral gótica me parecía más orgullosa. Sale del suelo, se creería que moviliza todas las piedras de la tierra, para disciplinarlas y hacer que rematen en una flecha que se precipita hacia el cielo, puntiaguda, audaz, como un pararrayos. En esta arquitectura sagrada todo adquiere forma de cima, todo se vuelve flecha. Ya no es la lógica rectilínea, cuadrada, del estilo griego, que hace reinar el orden humano sobre el caos, realizando el equilibrio de lo bello y lo necesario e instaurando un entendimiento razonable entre el hombre y Dios. El gótico tiene algo de demencial, de delirante, cual un furor divino que de pronto se apodera de los hombres y los impulsa a lanzarse al asalto de la peligrosa soledad celestial para hacer descender a la tierra el gran Rayo, Dios.

Quizá sea así la plegaria o el alma del hombre. Movilizar las esperanzas y los terrores humanos y lanzarlos como una flecha hacia la altura inaccesible y sobrehumana; un impulso y un orgullo, un grito en medio del cobarde e insoportable mutismo, una lanza rígida, inflexible, que el cielo no deja caer sobre nuestras cabezas… A medida que miraba subir sin miedo esta flecha al cielo, sentía mi alma afirmarse, tenderse y convertirse a su vez en flecha.

Y bruscamente lancé un grito de alegría: ¿acaso no era semejante el grito de Nietzsche? ¿No era también una flecha disparada hacia el cielo? ¿Un pararrayos erigido para atrapar a Dios y hacerlo bajar de su trono?

Me sentía feliz de andar así bajo las altas bóvedas góticas, mientras se ponía el sol, en medio de esta alma de Zaratustra, hecha de piedra, de hierro y de vitales multicolores llenos de luz, y de ecos profundos de un órgano invisible y sumido en divino éxtasis.

Fue así, lentamente, con el corazón lleno de preguntas, y de esperanzas, y de locas desesperaciones, como me despedí de París.

¡Cuánta ternura: la fina llovizna de París, la leve bruma, los castaños en flor, las trenzas rubias!

Marché de París y mi corazón perdió su certidumbre y su calma. ¿Quién era el pecador que decía: «Estás en reposo y tu corazón en calma, pero si oyes el canto de un gorrión, tu corazón ya no tiene su calma anterior»? ¡Y yo que había oído el grito horadante de un gavilán salvaje! Yo dejaba a París, y todas las llagas de la Crucifixión, en los pies, en las manos, en el costado se habían cerrado; pero mi alma se debatía dentro de mí, ensangrentada y rebelde, y me hacía sufrir violentamente.

Siempre que alcanzaba una certidumbre, el reposo y la seguridad duraban poco y pronto surgían de esta certidumbre nuevas dudas, nuevas inquietudes, y me veía obligado a emprender un nuevo combate, para liberarme de la antigua certidumbre y encontrar una nueva; hasta tanto ésta madurara a su vez y se convirtiera en incertidumbre… ¿Qué es la incertidumbre? Es la madre de una nueva certidumbre.

Nietzsche me enseñó a desconfiar de toda teoría optimista; yo sabía que el corazón femenino del hombre tiene siempre necesidad de consuelo; y que la mente, astuto sofista, está siempre dispuesta a prestarle este servicio. Toda religión que promete al hombre lo que desea empezó a parecerme un refugio para los miedosos, indigno de un hombre de verdad. ¿Lleva el camino de Cristo a la redención del hombre? —me preguntaba—. ¿O bien es un cuento bien organizado, que promete el Paraíso y la inmortalidad, con mucha inteligencia, de tal manera que el fiel no pueda saber nunca si este Paraíso es algo más que el reflejo de nuestra sed; puesto que sólo se puede juzgar después de la muerte y nadie ha venido ni vendrá de entre los muertos para decírnoslo?

Elijamos, pues, la visión del mundo más desesperada y si se da el caso de que nos equivoquemos y que exista una esperanza, tanto mejor; por lo menos así nuestra alma no se ridiculizará y nadie, ni dios ni demonio, podrá burlarse de ella, diciendo que se ha embriagado como un fumador de haxix y ha creado, por ingenuidad y por cobardía, Paraísos imaginarios para cubrir el abismo. La fe más desesperada me ha parecido, no la más verídica, pero sí la más viril; la esperanza metafísica como un señuelo que el hombre de verdad no quiere morder. ¿Qué es lo más difícil, entiendo con esto lo más digno del hombre que no lloriquea, no suplica, no mendiga? Esto es lo que quiero.

Pero el verdadero ser humano no es un cordero, ni un perro ganadero, ni un lobo, ni un pastor; es un rey que lleva consigo su reino y que camina, que sabe dónde va, que llega al borde del abismo, se quita de la cabeza su corona de papel y la arroja, se despoja de su reino y como un buzo, todo desnudo, juntas las manos y los pies, se lanza de cabeza al caos y desaparece.

¿Podría yo alguna vez afrontar el abismo con esta mirada serena y sin temblar?

¿Se ha oído alguna vez elevarse en la tierra un grito lo bastante orgulloso como para despreciar la esperanza? Nietzsche mismo se asustó un instante, vio en el Eterno Retorno un martirio sin fin y forjó con su terror una gran esperanza, un futuro salvador, el Superhombre. Era también un Paraíso, un reflejo capaz de engañar el hombre desdichado y permitirse soportar la vida y la muerte.

ALEXIS ZORBA

E N el curso de mi vida, mis mayores bienhechores han sido los viajes y los sueños; muy pocos entre los hombres, vivos o muertos, me han ayudado en mi lucha. Sin embargo, si quisiera discernir los hombres que más profundamente han dejado su impronta en mi alma, nombraría a Homero, Buda, Nietzsche, Bergson y Zorba. El primero fue para mí el ojo apacible y resplandeciente, como el disco del sol que alumbra el universo con su brillo redentor; Buda, el ojo tenebroso e inaccesible donde el mundo se ahoga y se libera; Bergson me ha liberado de algunas preguntas filosóficas que habían quedado sin respuesta y me atormentaban en mi primera juventud; Nietzsche me enriqueció con nuevas angustias y me enseñó a amar la vida y a no temer la muerte.

Si debiera en mi existencia elegir un guía espiritual, un Guru como dicen los hindúes, un Viejo como dicen los monjes del Monte Athos, seguramente elegiría a Zorba. Porque él poseía lo que un chupatintas necesita para salvarse: la mirada primitiva que atrapa de lo alto su presa, como una flecha; la ingenuidad creadora, nueva todas las mañanas, que hace ver sin cesar el universo por primera vez e infunde virginidad a los elementos eternos y cotidianos —el viento, el mar, el fuego, la mujer, el pan—; una mano segura, un corazón fresco, el valor de burlarse de su propia alma y por fin la risa estridente y salvaje, surgida de una fuente profunda, más profunda que las entrañas del hombre, risa que brotaba, redentora, en los instantes críticos, del viejo pecho de Zorba: y cuando brotaba, podía él derribar, y derribaba de hecho, todos los muros —moral, religión, patria— que el hombre, miserable y miedoso, ha erigido alrededor para caminar cojeando, con seguridad, a lo largo de su pobre vida.

Cuando pienso en el alimento que durante tantos años los libros y los maestros habían brindado a una alma hambrienta, y en el tuétano de león que Zorba me brindó durante algunos meses, apenas puedo contener mi amargura y mi furor. No puedo recordar sin que exalte mi corazón las cosas que me decía, las danzas que ejecutaba, el santuri que tocaba, en una costa de Creta donde vivimos seis meses, con una multitud de obreros, cavando la tierra con la esperanza de encontrar un poco de lignito. Los dos sabíamos que ese fin material era un pretexto para ocultarnos a los ojos del mundo; y teníamos prisa para que se pusiera el sol, que los obreros acabaran el trabajo, para instalarnos los dos en la playa, comer el buen pan campesino, beber nuestro vinillo seco de Creta y entablar conversación.

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