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Pearl S. Buck - Carta de Pek?n

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Pearl S. Buck Carta de Pek?n
  • Libro:
    Carta de Pek?n
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    2014
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Carta de Pek?n: resumen, descripción y anotación

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Mi querida esposa Antes de que te diga lo que he de decirte deseo que sepas - photo 1

«Mi querida esposa: Antes de que te diga lo que he de decirte, deseo que sepas que te quiero como siempre. Pase lo que pase, recuerda que sólo te quiero a ti. Si no vuelves a recibir carta mía, piensa que mi corazón está escribiéndote a diario».

Gerard, hijo de madre china y padre escocés, contrae matrimonio con Elisabeth, joven norteamericana. A raíz de la implantación de régimen comunista en China, Gerard decide quedarse en el país, mientras que su mujer y su hijo regresan a los Estados Unidos. Esta dramática situación, y las consecuencias que de ella se derivan, sirve a la autora para plantear unos temas de capital importancia.


Pearl S. Buck

Carta de Pekín

Título original: Letter from Peking

Pearl S. Buck, 1957

Traducción: Juan G. de Luaces

Diseño de cubierta: Salay

Editor digital: Salay

ePub base r1.2


Dentro del mundo de las artes me agrada todo lo que es bello. No admito exclusivismo alguno. No creo en escuelas. Me gusta lo jocoso tanto como lo serio, lo terrible, lo pequeño o lo grande. En resumen; me atrae todo lo que es como debe ser: hermoso y sincero.

(Verdi al pintor Morelli).


Setiembre es el mes, 1950 el año y veinticinco el día. ¿Y el lugar? El lugar es ese valle de montes de Vermont donde nací y pasé mi niñez. Luego crucé los mares y el amor a mi país vino a convertirse casi en el amor a mi misma persona. Sobrevino la guerra, me sentí en ella al margen de todo, a pesar de mis inclinaciones, y entonces volví al antiguo valle.

Hace media hora descendí por el camino campesino, bajo la bóveda, roja y encarnada, de las ramas de los arces, en busca del cartero rural, que sólo viene tres veces por semana a este lugar apartado, perdido entre las montañas de Vermont. Por ello, yo me despertaba, en plena inquietud y desasosiego, tres días de cada semana. Siempre existía la posibilidad de que llegase carta de Pekín, carta de Gerard…

Transcurrieron meses sin que nada llegase. Pero esta vez había una carta. El cartero la separó de entre las otras y me la tendió.

—Ahí está lo que esperaba usted —dijo.

No rasgué el sobre hasta que el hombre se hubo separado. Entonces, a solas en la campestre calleja, bajo los encendidos tonos de las hojas de los arces, abrí la carta.

Mientras leía sabía de antemano lo que iba a decir aquella misiva tan esperada. Nada de lo que hace Gerard me sorprende nunca, ni me impresiona, ni me hiere. Le he querido mucho. Y le quiero todavía y siempre le querré.

Mi querida esposa:

Antes de que te diga lo que he de decirte, deseo que sepas que te quiero como siempre. Pase lo que pase, recuerda que sólo te quiero a ti. Si no vuelves a recibir carta mía, piensa que mi corazón está escribiéndote a diario.

Aquéllas eran las frases iniciales de la misiva. No necesitaba más para saber lo que venía luego. Pero leí el texto hasta el fin. La voz de Gerard parecía resonar en mis oídos.

Después de que Rennie sale para la escuela, la casa se queda siempre muy sola. Y a mí no me desagrada esa soledad.

Estoy en mi cuarto, ante mi mesa, escribiendo. He guardado la carta. Procuraré olvidarla. Olvidarla al menos por algún tiempo, hasta que no sienta tan pesado el corazón. Mi único consuelo radica en escribir todo lo que siento, ya que no tengo nade con quien hablar.

Y el caso es que esta mañana empezó como tantas otras. Ahora me levanto pronto. El granjero vecino se levanta a las cuatro y se acuesta al oscurecer. Es su costumbre. En cambio a Gerard le gusta pasar una tranquila vigilia mientras los demás duermen, y por ello, a través de nuestra larga convivencia, me había habituado a acostarme tarde. Las noches pasadas en vela en nuestra casita china eran particularmente dulces. A partir del oscurecer se iban amortiguando los ruidos y los rumores callejeros sonaban muy apagados. Si tocábamos música, lo hacíamos con prudencia, una vez terminadas las ocupaciones del día. Flotaba en el aire de nuestros patios el rumor de un violín de dos cuerdas manejado por el señor Hua, nuestro vecino, que trabajaba durante el día como dependiente de un cercano almacén de sedas.

En verano, Gerard y yo nos sentábamos a la sombra de un pino junto a un estanque lleno de peces de colores y permitíamos a nuestro hijo Rennie que pasase la velada a nuestro lado, aunque estuviera con nosotros hasta mucho más tarde de la hora en que sensatamente debe acostarse un niño.

Pero Rennie es nuestro único hijo. Nuestra hija murió repentinamente siendo muy niña. Una mañana se despertó riente y contenta, y por la noche se nos había ido… Ni yo misma sé de qué murió. Aquel disgusto fue parte del precio que pagué por enamorarme de Gerard y acompañarle en su viaje a China.

Durante un tiempo que nos pareció interminable, Dios no nos dio más hijos. Yo estaba disgustadísima, pero algo me confortaba tener que mitigar el mayor disgusto de Gerard. Llegué a creer que nunca dejaría de deplorar la pérdida de nuestra hijita. Pasó meses enteros sin conciliar el sueño y adelgazó tanto que su cuerpo, siempre leve y frágil, acabó pareciendo literalmente esquelético. Y yo tenía que contener mis lágrimas para escuchar sus lamentaciones.

Gerard no hacía más que repetir:

—Debí quedarme en tu país. De vivir en América, no se hubiese muerto nuestra hija. Me he portado muy mal contigo.

Y yo apoyaba mi cabeza contra su pecho.

—Donde tú vayas, iré yo. Con tal de hacerlo renunció a todo lo demás.

Él me miraba con extraña expresión.

—Ésa es la diferencia que hay entre las mujeres americanas y las mujeres chinas. Tú tienes más de esposa que de madre.

Yo decía:

—A tu lado no soy más que tu esposa. Además, sabes que nunca hubieras sido feliz en América.

No, no podía ser feliz. Yo, en Pekín, sentía a veces accesos de añoranza recordando las verdes montañas de Vermont, pero me sentía muy dichosa donde estaba. Porque Pekín era una verdadera joya urbana, ricamente engarzada, con la pátina de la Historia y el tiempo. La gente es alegre y cortés, y los horizontes de mi vida se extendían ante mí bellos y placenteros. Allí, según esperaba, me enterrarían al lado de Gerard cuando los dos muriésemos cargados de años. Tanto él como yo descendemos de gente que ha alcanzado muchos años de vida.

Y he aquí que ahora me encuentro en Raleigh, una aldea de Vermont, en una solitaria casa campesina, en compañía de nuestro hijo Rennie, que ya cuenta diecisiete años. Y, después de recibir carta de Pekín, pienso que no volveré a ver a Gerard.

Ya he dicho que el día empezó como los demás. Me levanté a las seis, ayudé a Matt a ordeñar nuestras cuatro vacas y llevé el cubo de leche al cobertizo, reservando un jarro de peltre, totalmente lleno, para Rennie.

Rennie es como Gerard. Levantarse temprano es una tortura para él, aunque no le importa trabajar hasta muy tarde. De haber estado sola, yo hubiera vuelto a las horas de niñez al encontrarme en la casa que fue de mi abuelo y de mi padre y ahora es mía.

Mi padre fue un inventor modesto, lleno de fe y de esperanza. Abandonaba en parte el trabajo de la finca para buscar «novedades», como él las llamaba. Algunas de ellas tuvieron buen éxito, como, por ejemplo, una máquina para lavar las cáscaras de los huevos. Nuestra vida material dependía de la producción de la finca y en cuanto al dinero en efectivo nos ateníamos a un legado hecho a mi padre por mi abuelo, que no había sido granjero, sino un abogado famoso. Cuando Gerard y yo nos casamos, mi padre había muerto y mi madre vivía sola en nuestras tierras. Murió antes de que Rennie naciera y me dejó la finca. Matt Greene se encargó de administrarla mientras yo estaba en Pekín y aún hoy sigue acudiendo todos los días, como siempre lo ha hecho. Y cuando Gerard y yo comprendimos que teníamos que separarnos, yo volví a este lugar. ¿Adónde, si no?

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