Miguel Ezquerra - Berlín, a vida o muerte
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- Libro:Berlín, a vida o muerte
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1975
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Berlín, a vida o muerte: resumen, descripción y anotación
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Berlín, a vida o muerte — leer online gratis el libro completo
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MIGUEL EZQUERRA (Canfranc, Huesca, 10-01-1913 - Madrid, 29-10-1984) fue un militar español que combatió en la Guerra Civil Española por el bando nacional y en la Segunda Guerra Mundial, como parte de la División Azul en apoyo de la Alemania nazi, primero, y posteriormente como voluntario de las Waffen-SS, donde alcanzó el grado de SS-Hauptsturmführer, equivalente al de capitán en la Wehrmacht.
Durante la Guerra Civil luchó en los frentes de Aragón, Madrid, Extremadura y Teruel, encuadrado en la 7.ª Bandera de Falange, llegando a ascender a alférez provisional. Al terminar la guerra fue destinado con una compañía a Málaga, donde recibió su licenciamiento. Regresó a la vida civil como maestro de escuela, se casó y tuvo dos hijas: Pilar y Consuelo.
Al estallar la segunda guerra mundial, se presentó como voluntario aunque no fue hasta 1941 en que Ezquerra, apelando a su experiencia en combate, presionó a la embajada alemana para que le escogieran. Entonces, con los relevos de finales de 1942, fue destinado con el grado de teniente a una unidad antitanque. Desde Logroño partió hacia Alemania y después al Grupo de Ejércitos Norte del Frente Oriental, que se encontraba inmerso en el Sitio de Leningrado. Allí combatió en la Batalla de Krasny Bor. El 7 de octubre de 1943 la División Azul recibió la orden de regresar a España.
En abril de 1944 cruza ilegalmente la frontera hispano-francesa, junto a otros veteranos de la División Azul, para combatir como voluntario junto a los alemanes. Participó en la batalla de Normandía y posteriormente en la de las Ardenas, integrado durante este tiempo en diversas divisiones de las Waffen-SS (Liebstandarte, Das Reich y Wallonien).
Tras la batalla de las Ardenas, fue enviado con su unidad a Berlín, donde luchó junto a muchos otros voluntarios de diferentes nacionalidades en la defensa de la ciudad ante el Ejército Rojo.
Tras la capitulación alemana, fue apresado se ordenó su deportación a la Unión Soviética, pero logró escapar cuando se encontraba en Polonia y finalmente pudo regresar a España.
En su libro Berlín, a vida o muerte, narra sus experiencias durante la Batalla de Berlín. Se saben pocos datos sobre él respecto a su vida privada fuera de los campos de batalla.
Miguel Ezquerra, 1975
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
En la Guerra de España y en la División Azul
La ibérica Huesca es una de tantas capitales de provincia, curtida entre duras guerras e inevitables reconquistas. Desde aquella lejana ocasión en la que se mostró partidaria de Julio César en sus luchas contra Pompeyo, ha visto pasear por su amurallado recinto a romanos, godos, árabes y cristianos. Con la braveza acumulada durante siglos, en las horas de dramática duda de julio de 1936, optó por el alzamiento militar. Y en consecuencia sufrió dos años de constante asedio.
Todos los españoles recordamos aquel mes de julio. Para mí, la imagen que lo refleja es la de un grupo de muchachos jóvenes, entre los dieciocho y los veinticinco años, sentados en una terraza del Café Universal. En una de aquellas mesas que estaban en los arcos de los porches, entonábamos una y otra vez el «Cara al Sol». Mutilábamos muchas de las estrofas, volvíamos a repetir comenzado, pero nunca lográbamos que nos saliera como debía cantarse.
Allí estaban Perico y Moncho, maestros nacionales, Fontana, contable, Pintado, agricultor, Ena, comerciante, y algunos más. Nunca dejaba de visitarnos un guardia civil amigo. Aquélla era la mesa de los «fascistas», una isla rodeada de agua roja o derechista por todas partes. Las mesas que nos circundaban estaban ocupadas por enemigos ideológicos, pero como sabían que estábamos dispuestos a todo, respetaban hasta nuestras sillas.
Así llegó el día en que se declaró el estado de guerra. Era el sábado 18 de julio. Los militares que pasaban por las calles iban con la pistola al cinto. Nuestro amigo el guardia civil nos informó de que las tropas de África se habían sublevado. El Gobierno Civil era un hervidero de gente. A las últimas horas de la tarde, las autoridades locales se movían con rapidez. Todos aquellos jefes y jefecillos de los partidos políticos, que se creían verdaderos napoleones, daban órdenes y pedían armas.
Nosotros, como hacíamos todos los días, nos sentamos en nuestra mesa. Las de los marxistas no estaban tan concurridas como en días anteriores.
Los pocos que había, cuchicheaban con los que llegaban. Pronto nos dimos cuenta de que aquello no era un juego. Teníamos que estar prevenidos, y ciertamente estábamos dispuestos a todo. Es probable que aquel descaro nos protegiera de ser apaleados.
Era ya tarde cuando mis camaradas se retiraron. Con alguno de ellos me dediqué a recorrer los bares. En todos, las radios nos repetían una y otra vez, con sus altavoces a gran potencia, los continuos comunicados de Madrid. El asunto estaba al rojo vivo. Serían las dos de la madrugada, o quizás más tarde, cuando me retiré a la pensión.
Era imposible dormir en calma aquella noche. Cada minuto que transcurría, sentía como se ahondaba más y más el foso que nos separaría durante tres años a los españoles. Nadie sabía hacia dónde íbamos, pero los desastres que habían jalonado los cinco años de República la acusaban ante el mundo de haber agravado los problemas de nuestro país.
A primera hora de la mañana, el guardia de asalto que vivía en la misma pensión, fue el primero en avisarme de que el Ejército había salido a las calles de Huesca para declarar el estado de guerra. Me vestí apresuradamente y fuimos al Gobierno Militar. Al dar el nombre del capitán Adrados, que también militaba en Falange Española, un centinela me acompañó hasta su despacho. De allí pasé a otro, donde se encontraban el capitán Miguel González Ruiz, y dos camaradas que se me habían adelantado. Tres fue por tanto el número de mi licencia de uso de armas, que me entregó el capitán con el sello del Gobierno Militar. Muchas otras serían entregadas en aquellas horas decisivas, y las milicias marxistas, a pesar de sus entrenamientos para la lucha callejera, hubieron de capitular.
Aquel domingo 19 de julio de 1936, como un español más de filas, comencé mi campaña. Con la mochila repleta de esperanzas, conocí los frentes de Madrid, Aragón y Extremadura. Tres años después, terminada la guerra, fui destinado a Málaga con la compañía que mandaba. Era teniente provisional. Solicité mi licenciamiento y, una vez concedido, reanudé mis tareas de maestro nacional.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial, yo me encontraba en Madrid. Decidido a ayudar personalmente a quienes nos habían apoyado frente al comunismo, me presenté en la Embajada Alemana. Me dijeron que me lo agradecían, y tomaron nota de mi dirección por si algún día precisaban mis servicios.
Por el ministerio de Asuntos Exteriores fui destinado a Francia como profesor de español. Mi escuela estaba en Bayona. Aquel mismo año de 1940 fue batido el ejército francés por los alemanes. Para salvar al país del desastre, los franceses reclamaron los servicios del mariscal Pétain, entonces embajador en España.
Al año siguiente, el gobierno alemán, decidido a poner fin a la amenaza comunista, y creyendo que los ingleses accederían a una paz honrosa, inició la campaña del Este. Millones de europeos marcharon como voluntarios a aquél frente. También a mí, me llegaron a Francia aquellas palabras pronunciadas en un discurso por un ministro español: «¡Rusia es culpable!».
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