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Miguel Bonasso - Recuerdo de la muerte

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Miguel Bonasso nadó en Buenos Aires en 1940 Se inició en el periodismo en la - photo 3

Miguel Bonasso nadó en Buenos Aires en 1940. Se inició en el periodismo en la revista Leoplan; fue jefe de redacción de Análisis, Exira y Semana Gráfica, y secretario de redacción de La Opinión. Fundó el diario Noticias, clausurado por órdenes de José López Rega en septiembre de 1974. Perseguido por la Triple A y luego por la dictadura militar, vivió en la clandestinidad hasta su exilio, en 1977. En Roma integró el Consejo Superior del Movimiento Peronista Montonero (por lo que sería procesado judicialmente durante el gobierno democrático de Alfonsín y no podría regresar al país hasta 1988). Residió en México doce años, donde fue editor de las agencias de noticias ALASEI y PAL y presidente de la Asociación de Corresponsales Extranjeros. En 1983 apareció la primera edición de Recuerdo de la muerte, que se convirtió en uno de los libros de la década (con más de cien mil ejemplares vendidos), traducido al francés, italiano y holandés, y galardonado en 1988 con el Premio Rodolfo Walsh a la mejor novela testimonial de tema criminal, otorgado por la International Crime Writers Association.

MIGUEL BONASSO

Recuerdo de la muerte

EDICIÓN DEFINITIVA

Un día se puso a investigar con nosotros. Un día desenmascaró a los asesinos que enviaban a México los militares argentinos. Un día lo puse como personaje en este libro. Un día me prometió que presentaría la edición mexicana. Otro día, que nadie deberá olvidar, cayó acribillado por la espalda. Por otros asesinos. Que algún nuevo Buendía deberá desenmascarar. En un ciclo demasiado largo de asesinos que disparan por la espalda y periodistas que los desenmascaran y caen de bruces sobre las avenidas de América Latina. Hasta que los pueblos. Hasta que manden parar. Hasta ese día. Manuel Buendía. No in memoriam. Acá, entre nosotros.


Y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte. ”

Francisco de Quevedo y Villegas Salmo XVII

Epílogo
a manera de prólogo

Roma , enero de 1979

Manuel no se llamaba Manuel; era en realidad el Teniente de Navío Miguel Ángel Benazzi. Tampoco el fusil que desarmaba en aquel residence romano era un fusil destinado a la caza mayor, salvo que, por una curiosa licencia poética, incluyamos dentro de ese deporte la caza del hombre.

El objetivo que Manuel pretendía colocar en la mira se encontraba en ese momento muy cerca de allí: apenas unas diez o doce cuadras en dirección al centro de la ciudad. Ignoraba la presencia de Manuel y otros hombres como Manuel y se paseaba tranquilamente por la Piazza del Popolo, haciendo tiempo antes de cubrir una cita.

Ni el gerente, ni el conserje, ni siquiera las dos mujeres que hacían la limpieza, habían encontrado nada que llamara la atención en ese argentino alto, delgado y elegante, que hacía pocas llamadas y recibía pocas visitas.

De haberlo visto, el fusil sí les hubiera llamado la atención. Pero no lo vieron. Y no podían verlo porque Manuel adoptó todas las precauciones del caso. El Tigre había sido claro.

—No queremos líos de ninguna clase. La Embajada tiene que quedar completamente al margen. Tendrán que arreglárselas solitos y más vale que no fracasen.

Sus últimas palabras en Madrid, corolario de largas y reiteradas instrucciones para la operación. Las pronunció, se levantó y abandonó la cafetería de la avenida Serrano. Manuel lo observó desde la vidriera y lo vio perderse entre la gente.

Como conocía al Tigre y sabía desde mucho tiempo atrás que las órdenes no se discuten, se esforzó por cuidar todos los detalles.

Uno de los detalles principales era el fusil. Entendiendo que lo que mejor se oculta es lo que está a la vista, lo incorporó a su equipaje junto a los clásicos adminículos de un pacífico cazador. Lo demás: su propia vestimenta y los papeles impecables que le preparó el Caín, le permitieron atravesar sin sobresaltos las fronteras terrestres desde España.

El recorrido era lar go, pero le gustaba conduc ir y el Ford Capri alquilado en Madrid no le dio ningún dolor d e cabeza.

La adaptació n del fusil de caza fue fácil. Ahora arrojab a d ardos en lugar de bal as.

Manuel recordó aquel día que el Trueno llevó los dardos a la Escuela. Los había conseguido en Estados Unidos y los “ vendía” como un verdadero hallazgo. Con una alta dosis de veneno podían servir para liquidar subversivos en el exterior. En el país se provocaba el desvanecimiento con una dosis menor, eliminando las posibilidades de resistencia o intento de fuga. El único problema técnico era que no se había encontrado la dosis precisa para que el individuo recuperara pronto el conocimiento y se le pudiera dar máquina para hacerlo cantar rápido.

Una mañana el Trueno eligió al azar uno de los centenares de chupados que se hacinaban en Capucha, lo hizo llevar al Solano y decidió hacer un experimento. El conejito de Indias fue Daniel Schapira. Daniel pensó que lo iban a fusilar cuando el Trueno le ordenó ponerse de cara a la pared. Estaba muy débil y aún no se había repuesto de las heridas de bala y las sesiones de picana. El Trueno apuntó cuidadosamente y luego le disparó con una pequeña pistola. Daniel se desplomó y durmió durante más de un día.

Un día era mucho tiempo. Para tirar de la piola y sacar todo lo que había por debajo, era importante actuar con celeridad y acortar al máximo los interrogatorios.

Pero nada de eso preocupaba a Manuel ahora. La carga que se iba a emplear en este caso iba a ser decisiva. El hombre que estaba en la mira debía morir, simplemente. Para que se restableciera el equilibrio universal que había desafiado con insolencia.

Las preocupaciones de Manuel se referían a la operación en sí misma. “La guacha de la Chinita no quiso transportar Fierros desde España’’. No podían recurrir al agregado naval de la Emba jada, ni siquiera a Don Licio y por lo tanto, la única arma de que disponían en Roma era ese fusil. Esto aumentaba considerablemente los riesgos de la operación: el hombre debía estar solo y había que pescarlo desprevenido.

—No es fácil —le dijo al Tigre.

—Ya lo sé —respondió el Tigre después de sorber con irritante morosidad el express. Luego se lo quedó mirando con ojos sonrientes y agregó la letanía acostumbrada.

—Mensaje a García. —Era una de esas clásicas expresiones cuarteleras, basada en una vieja película de acción, que se ponía por delante de la nariz a todos los que planteaban las dificultades de una misión imposible.

“Esa Chinita es una hija de puta”, pensó mientras desenroscaba el cañón. La habían liberado por ser del mini s t aff , les debía a ellos estar viva “y ahora se bacía la estrecha”. Conjeturó que debía sentirse impune porque era la sobrina del capo, de Cero o el Negro, como ellos le decían.

Guardó las piezas en el bolso de cuero marrón que estaba sobre la cama. Corrió el cierre relámpago y se dirigió al ventanal para abrir las cortinas que lo habían ocultado de los indiscretos italianos.

Apagó la luz y salió. Se cruzó en el pasillo “con la negra esa”, la altísima modelo que protagonizaba algunas fiestas escandalosas. Bajaron en silencio. Ella con una sonrisita apenas esbozada. El, relojeándola con disimulo.

Pasó frente al cubículo de plástico de la conserjería y recibió un untuoso saludo del conserje, “un mariconazo perfumado". Respondió con un hosco “Ciao” al operístico “Bon giorn o , dottore” y traspuso la puerta de cristales.

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