Miguel Gila - Y entonces nací yo
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- Libro:Y entonces nací yo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1995
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Y entonces nací yo: resumen, descripción y anotación
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La vida es un camino que comienza en el nacer y termina en el morir.
Camino áspero si se recorre con los pies desnudos del fracaso.
M. Gila
Luis Buñuel, en su libro de memorias Mi último suspiro, dedica una parte a decir lo que le gustaba y lo que aborrecía. Me he tomado la libertad de, imitando a Buñuel, manifestar las cosas que me gustan y las que aborrezco.
Me gusta la música clásica, preferentemente Mahler, Mozart, Smetana, Bartok y Dvorak, prefiero los adaggios a los allegros. Me entusiasma el jazz, en particular el interpretado con saxo —Gerry Mulligan es, sin lugar a dudas, mi preferido—, y por supuesto el tango, tal vez porque durante muchos años ha sido el fondo musical de mi vivir feliz en ese Buenos Aires donde tuve la oportunidad de descubrir los afectos. Según mi estado de ánimo elijo entre Astor Piazzolla, Aníbal Troilo con El Polaco Goyeneche o el maestro Osvaldo Plugiese, sin que esto signifique que no me gusten Canaro, Roberto Firpo, Osvaldo Piro, el negro Rubén Juárez, Susana Rinaldi y muchos más con los que compartí escenarios y que, aparte de sentir por ellos una gran admiración, son amigos entrañables. Aborrezco el rock, salvo cuando quien lo canta es gente a la que quiero, como Miguel Ríos o Loquillo. Personalmente, la música me entra por las orejas o por la piel. La que me entra por las orejas se va por el sumidero del olvido, la que me entra por la piel se hace imborrable, como esos tatuajes que lucen algunos marinos en sus brazos. Lloro feliz con Serrat, porque en el contenido poético de sus canciones hay siempre un algo que hemos vivido y que teníamos olvidado en quién sabe qué oscuro rincón de la memoria. Me enternece Joaquín Sabina, me inyectan ideología Víctor Jara, Quilapayún, los Parra, Víctor Heredia, Ana Belén y Víctor Manuel. Me asombro y me divierto con Facundo Cabral. Me hinchan las pelotas el pasodoble y el chotis. Creo que las canciones que más me han impresionado son Si la muerte pisa mi huerto de Joan Manuel Serrat y Ay, Carmela de Jesús Munárriz y Luis Eduardo Aute, cantada por Rosa León, posiblemente porque me transporta a mis dieciocho años, cuando estaba combatiendo en el frente de Madrid. Lo cierto es que no la puedo escuchar sin que se me haga un nudo en la garganta. También Aleluya de Luis Eduardo Aute. Tengo un gran respeto y una gran admiración por Montserrat Caballé, José Carreras y Plácido Domingo, pero, como he dicho anteriormente, con toda la música me ocurre lo que con el tango, depende de mi estado de ánimo el elegir una u otra; lo que es innegable es que no podría ser feliz sin la música.
Dedico muchas horas a la lectura, tal vez porque ahora, a esta altura de mi vida, cuando he superado la barrera de los setenta, hay en mí una necesidad de acercarme a todo lo que me fue negado por haber vivido una infancia en una familia de condición, no pobre, pero sí humilde y, más tarde, una juventud perdida en una guerra civil y en una dictadura que no me dieron posibilidad de leer. Me aburre la novela, soy un entusiasta de los cuentos. Admiro a los rusos Chejov, Averchenko y Pushkin, a los latinoamericanos Borges, Cortázar, Horacio Quiroga, Marco Denevi, Beatriz Guido, Ernesto Sábato, Múgica Laínez y a la norteamericana Flannery O’Connors. Admiro y envidio la personalidad narrativa de Gabriel García Márquez. Me gustan los libros testimoniales como los del antropólogo Oscar Lewis y las biografías, si son de los grandes hombres de la literatura, de la música, del arte, o recorren una vida curiosa, y al mismo tiempo interesante y divertida, como es la de Terenci Moix.
Aborrezco las biografías de los que deben su fama a triunfos militares, las de los dictadores, las de los millonarios y las de aquellos que su popularidad es debida a un título nobiliario o a algo tan estúpido como pertenecer a una familia de aristócratas.
Estoy convencido de que el ruido es el enemigo natural del pensamiento, por esa razón aborrezco las motos y los coches, y si estuviera en mis manos el poder para borrarlos del planeta, ya no existirían ninguno de estos vehículos.
Me gusta el avión, por su comodidad y su rapidez. Me gustan los viajes en barco, de los que he disfrutado durante muchos años. Aborrezco los viajes en tren, donde por lo general nos toca compartir asiento con alguien que se empeña en contarnos su vida, la de su familia y la de sus amigos, o duerme dando ronquidos con la boca abierta. Sin embargo, puede parecer una paradoja, pero me gustan las estaciones. Hay en ellas el eco de voces que están flotando, tal vez desde hace cien años, en el techo, donde algunas palomas hacen sus nidos; personajes que parecen haber nacido ahí, en ese mismo banco donde dormitan con la barbilla sobre el pecho o con la cabeza colgando hacia atrás, como si estuviera a punto de desprendérsele del cuello. Hay en las estaciones un arco iris de olores y colores que se mezclan con el ruido y el chirriar de los vagones, el sobresalto que nos produce el tren que anuncia su salida con un pitido que nos provoca una momentánea y breve arritmia. Despedidas con la incertidumbre de cuándo volveremos a ver al amigo o al familiar que se nos aleja en ese tren, que se va achicando hasta perderse. Hay algo de magia en las estaciones. Pero el vehículo que amo por encima de todos, son mis piernas. Creo que no hay nada comparable a un paseo por las calles. Me gustan esas plazas donde sentados en un banco hay varios ancianos que son amigos de tomar el sol.
Me gusta el invierno, aborrezco el verano y aborrezco a los turistas de playa. Aborrezco a la gente que habla a gritos. Aborrezco a esa gente que entra en un restaurante donde están vacías todas las mesas y se sientan precisamente en la que está junto a la nuestra. Aborrezco a los que, mientras me están contando algo, repiten cada dos minutos: “No sé si me entiendes”, de la misma manera aborrezco a los que acompañan sus palabras dándonos golpecitos en el pecho, en el estómago o en el brazo. Aborrezco a los que cuando sale en la pantalla del cine la torre Eiffel, le dicen a su mujer: “Mira, París”.
Esto puede parecer irreal, onírico, pero envidio a los pobres, no a los pobres que padecen hambre y no consiguen o no pueden mantener una familia, amo a los pobres vocacionales, a los que han dado la espalda a la sociedad, envidio su libertad, su haber sabido descolgarse de la burocracia, de las cuentas bancarias, de los créditos y los préstamos.
Supongo que no debe ser agradable dormir los inviernos tapado con una vieja manta en el hueco de un portal, pero creo que no debe ser mucho más agradable despertarse rico, con la constante preocupación por el dinero a conseguir para invertirlo en comprar el afecto, la amistad y hasta el amor.
En uno de los muchos viajes que hice en barco desde Buenos Aires a Barcelona, viajaba un millonario brasileño, hablaba de lo importante que es tener una gran fortuna. Cuando el barco pasaba junto a la isla Fernando de Noronha, el millonario brasileño dijo:
—Con dinero se puede comprar todo. Si yo quisiera me compraba esa isla.
Y un hombre de pelo cano que escuchaba al millonario, dijo:
—No lo crea. Yo también tengo mucho dinero. Cuando se casó mi hija, le quise comprar la Quinta Sinfonía de Beethoven y lo único que le pude comprar fue un long play.
Aborrezco ese trapo de colores conocido con el nombre de corbata. Amo el calzado y la ropa cómoda.
Hay muchísimas cosas más que amo y aborrezco, pero si tuviera que citar todas no terminaría jamás. Lo dejo en éstas que he mencionado y que creo son suficientes para definir, de alguna manera, mi modo de pensar.
A Manuela Reyes y Antonio Gila, que me criaron, me educaron y que murieron antes de que pudiera pagarles lo que hicieron por mí.
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