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Eben Alexander - La prueba del cielo El viaje de un neurocirujano a la vida después de la vida

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Eben Alexander La prueba del cielo El viaje de un neurocirujano a la vida después de la vida
  • Libro:
    La prueba del cielo El viaje de un neurocirujano a la vida después de la vida
  • Autor:
  • Editor:
    Zenith
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  • Año:
    2013
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La prueba del cielo El viaje de un neurocirujano a la vida después de la vida: resumen, descripción y anotación

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Este libro está dedicado a mi querida familia,

con infinita gratitud

PRÓLOGO

«Un hombre debe buscar lo que es y no lo que cree que debería ser.» A LBERT E INSTEIN (1879-1955)

Cuando era niño, muchas noches soñaba que volaba. La mayoría de las veces me veía en el jardín. Era de noche y estaba mirando las estrellas cuando de repente comenzaba a levitar. Los primeros centímetros me elevaba de manera automática. Pero pronto comenzaba a darme cuenta de que cuanto más ascendía, más dependían de mí mis progresos, de lo que hacía. Si me emocionaba demasiado, si me dejaba llevar por la experiencia, volvía a caer al suelo... en picado. Pero si me lo tomaba con calma, si aceptaba la cosa tal cual era, me elevaba y me elevaba, cada vez más de prisa, hacia el cielo estrellado.

Puede que estos sueños contribuyan a explicar por qué, al crecer, me convertí en un enamorado de los aviones y los cohetes, de cualquier cosa que pudiera llevarme allá arriba, al mundo que hay sobre éste.

Cuando mi familia tomaba un avión, yo me pasaba el vuelo entero, desde el despegue al aterrizaje, con la cara pegada a la ventanilla de mi asiento.

En verano de 1968, cuando tenía catorce años, me gasté todo el dinero que había ganado cortando céspedes en unas clases de vuelo con un tipo llamado Gus Street en Strawberry Hill, un «aeropuerto» (o más bien una pequeña franja alargada de terreno cubierto de hierba) al oeste de Winston-Salem, la ciudad de Carolina del Norte en la que crecí. Aún recuerdo cómo me latía el corazón la primera vez que pulsé el gran botón rojo que soltaba la soga que me mantenía unido al aparato de remolque e incliné el planeador en dirección a la pista. Era la primera vez que me sentía realmente solo y libre. La mayoría de mis amigos obtenía esa misma sensación en sus coches, pero apostaría algo a que la emoción de estar en un planeador a 1.000 pies de altitud es cien veces más intensa.

En los años setenta, me uní al club de paracaidismo deportivo de la Universidad de Carolina del Norte. Era como una hermandad secreta, un grupo de gente que se dedicaba a algo especial y mágico. Mi primer salto fue aterrador y el segundo más aún, pero ya para el duodécimo, cuando crucé la compuerta y me dejé caer más de 1.000 pies antes de abrir el paracaídas (mi primera «espera de diez segundos»), sabía que aquello era lo mío. Hice un total de 365 saltos en la universidad y pasé más de tres horas y media en caída libre, sobre todo en formaciones, con hasta veinticinco paracaidistas más. Aunque dejé de saltar en 1976, seguí teniendo sueños sobre la experiencia, unos sueños que, además de vívidos, siempre eran agradables.

Los mejores saltos se daban a última hora de la tarde, cuando el sol empezaba a ocultarse detrás del horizonte. Cuesta describir la sensación que experimentaba en ese tipo de saltos: era como estar cerca de algo a lo que nunca alcanzaba a poner nombre, pero que sabía que necesitaba. No era exactamente soledad, porque en realidad nuestra forma de saltar no tenía nada de solitaria. Solíamos saltar en grupos de cuatro, cinco, diez o doce personas a la vez, para hacer toda clase de formaciones en caída libre. Cuanto más grandes y complicadas, mejor.

En 1975, un hermoso sábado de otoño, todos los paracaidistas de la Universidad de Carolina del Norte (UNC) nos juntamos con algunos de nuestros amigos del club de paracaidismo del este del estado para hacer unas cuantas formaciones. En nuestro penúltimo salto del día, nos lanzamos desde un D18 Beechcraft a 10.500 pies de altitud para hacer un copo de nieve de diez personas. Logramos completar la formación antes de atravesar los 7.000 pies y así pudimos disfrutar de dieciocho segundos de vuelo completos en formación, por un claro abierto entre dos gigantescos cúmulos, antes de separarnos a los 3.500 pies y apartarnos para abrir los paracaídas.

Cuando llegamos al suelo, estaba haciéndose de noche. Pero corrimos a otro avión, despegamos rápidamente y logramos ascender de nuevo con los últimos rayos del sol para hacer un segundo salto en medio del anochecer. En este caso, dos de los miembros más jóvenes del grupo probaban por primera vez a entrar en formación, es decir, unirse a ella desde el exterior en lugar de ocupar uno de los puestos de la base (lo que es más fácil porque, esencialmente, tu trabajo consiste en mantenerte estático en la caída mientras los demás maniobran hacia ti). Era una ocasión muy emocionante para ellos, pero también para los más veteranos, porque de aquel modo contribuíamos a construir el equipo y ayudábamos a ganar experiencia a saltadores que más adelante podrían ayudarnos a realizar formaciones aún más grandes.

Yo tenía que ser el que cerrase una formación de estrella de seis hombres sobre las pistas del pequeño aeropuerto de Roanoke Rapids. El tipo que estaba frente a mí se llamaba Chuck. Tenía bastante experiencia en «trabajo relativo» (que es como se llama a la construcción de formaciones en el aire). A los 7.500 pies los rayos del sol aún incidían sobre nosotros, pero abajo ya se habían encendido las farolas de la ciudad. Los saltos en el crepúsculo siempre son experiencias sublimes y estaba claro que aquél iba a ser realmente hermoso.

Aunque yo saldría sólo un segundo detrás de Chuck, tendría que moverme rápidamente para alcanzar a los demás. Caería a plomo, como un verdadero cohete, durante los siete primeros segundos, aproximadamente. Tenía que descender casi 150 kilómetros por hora más de prisa que mis amigos para poder llegar a su lado poco después de que hubieran completado la formación inicial.

El procedimiento normal para los saltos de este tipo es que todos los saltadores se separan a los 3.500 pies y se alejan todo lo posible unos de otros. A continuación, cada uno de ellos agita los brazos (para anunciar que se dispone a abrir el paracaídas), mira hacia arriba para asegurarse de que no tiene ningún compañero por encima y luego tira de la cuerda.

—Tres, dos, uno... ¡Ya!

Los cuatro primeros saltadores salieron del avión y luego los seguimos Chuck y yo. Estaba cabeza abajo, aproximándome a la velocidad terminal, pero sonreí igualmente al contemplar la puesta de sol por segunda vez en el día. Mi plan consistía en frenar la caída abriendo los brazos una vez que alcanzase a los demás (para lo que teníamos unas alas de tela que iban de las muñecas a las caderas y que ofrecían una enorme resistencia al viento cuando se inflaban a máxima velocidad) y extender las mangas y las perneras en forma de campana del mono en la dirección de mi avance.

Pero no tuve la ocasión de hacerlo.

Mientras me acercaba como una flecha a la formación, vi que uno de los chicos jóvenes había acelerado demasiado. Puede que la rápida caída entre las nubes lo hubiera amilanado un poco, al recordarle que estaba moviéndose a más de setenta metros por segundo hacia un enorme planeta, parcialmente envuelto en la oscuridad. En lugar de aproximarse con lentitud al borde de la formación, la había embestido y había obligado a todos los demás a soltarse. Y ahora los otros cinco saltadores caían dando vueltas, sin control.

Estaban demasiado cerca. Los paracaidistas dejan tras de sí una estela de turbulencias de baja presión extremadamente violenta. Si otro paracaidista se mete dentro, su caída acelera al instante y puede chocar contra el que hay debajo de él. Por su parte, esto puede provocar que los dos saltadores aceleren y embistan a cualquiera que se encuentre por debajo de ellos. En pocas palabras, un desastre seguro.

Doblé el cuerpo y me escoré para no entrar en contacto con aquella masa de cuerpos giratorios. Maniobré hasta colocarme justo encima del «objetivo», el punto del suelo sobre el que debíamos abrir los paracaídas para disfrutar de un apacible descenso de dos minutos.

Me volví y comprobé con alivio que mis desorientados compañeros habían logrado deshacer aquella letal maraña de cuerpos y estaban separándose.

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