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Juan Abarca Sanchís - Dios es chiste

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Juan Abarca Sanchís Dios es chiste

Dios es chiste: resumen, descripción y anotación

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El juicio final

El día del juicio final había un poquillo de desorden. Nadie se ponía de acuerdo, y un ángel con un silbato trataba de organizar a los buenos y a los malos en dos grupos, pero se llevaba alguna colleja en el intento y empezaba a pensar que debería haberse tomado un año sabático. Y Dios sin aparecer, dónde se habría metido. Aquellos que pensaban que habían sido buenos se peleaban entre sí, disputándose el mejor puesto a la derecha del Padre. El ángel los iba apartando a empujones, pero su tarea se veía continuamente estorbada: con el ánimo de satisfacer su curiosidad natural, algunos de los presentes aprovechaban para levantarle el faldón.

Finalmente quedaron establecidos los dos bandos. Se lanzó una moneda al aire, y a los buenos les tocó el campo que tenía el sol de cara. Los malos hicieron la ola. Tras un nuevo toque de silbato comenzó el encuentro y se liaron a guantazos todos contra todos. Pinochet perseguía a Teresa de Calcuta, pero se vio interceptado por Hitler. San Agustín y el Cid se abofeteaban acompasadamente, hasta que les interrumpió James Manson hecho una hidra, acompañado de Humphrey Bogart y Carlos Jesús, y la emprendieron todos a cabezazos entre sí. Gloria Fuertes derribaba gente por doquier, a golpes de hombro, hasta que Ángel Nieto le robó el bolso por el procedimiento del tirón. Julio César se detuvo en el círculo central, se agachó y se puso a hacer de vientre, momento que fue aprovechado por Alejandro Magno para darle un capón. Gila, en hábil filigrana, se acercaba a Mussolini por detrás y le daba sustos de vez en cuando. Bin Laden pisó a Calimero.

Tras unos emocionantísimos noventa minutos, sólo quedó en pie Monseñor Escrivá de Balaguer. Apareció Dios y pateó uno por uno los cadáveres, arrojándolos todos al infierno de la segunda división. Luego preguntó a Montse si le había traído lo suyo. El opusino respondió que sí, y le tendió un fajo de billetes. Dios los contó, sonrió tras sus gafas de sol e hizo un gesto a San Pedro para que lo dejara pasar.

Una vez en el cielo, los ángeles de Charlie le facilitaron una aureola de santo y un escapulario en plan hawaiano. También le hicieron entrega del carnet de socio y una urnita que contenía la ceja izquierda incorrupta de San Francisco de Asís. Luego le marcaron como a una res con un hierro candente, escribiendo en su frente la palabra «Bueno», letra por letra.

Montse se acercó a la barra y pidió un Manhattan. El camarero, que casualmente era aquél que un día trató de convencer a Jack Nicholson de que matara a su mujer y a su hijo con un hacha, lo miró fijamente y le dijo: «Oiga, usted es un pecador, yo le vi en la tierra destruyendo ilusiones, aniquilando mentes, fundando sectas y enculando monaguillos». Montse le alcanzó un fajo, a lo que el barman respondió que sin duda se había equivocado de persona.

Pasadas unas cuantas horas, todos los funcionarios del cielo tenían su correspondiente fajo. A Escribá se le acabó la pasta y le arrebataron el carnet, la aureola y el escapulario hawaiano. También le tacharon la marca de la frente con otro hierro candente de tachar y por fin Dios le dio su correspondiente patada en el culo, arrojándolo al infierno con los demás. A causa del golpe, el resto de los humanos salieron rebotados hacia arriba, tomaron el cielo a cuchillo, asesinaron a Dios, se bebieron el manhattan del beato y se pusieron todos en fila para observar el eterno tormento de Monseñor Escrivá de Balaguer a través de un telescopio de esos de moneda.

La crítica

Le di a leer a Marta uno de mis cuentos breves. Se tomó su tiempo. Fue a leerlo debajo de un pino y pasó allí largos minutos con la mirada fija en los papeles. Cuando volvió me preguntó si realmente quería saber lo que opinaba de él. Le dije que sí. Me dijo que acababa de perder unos minutos preciosos de su vida. Me dijo que en el transcurso de la lectura no había aprendido nada, que incluso había olvidado cosas que antes sabía. Me dijo que cómo escribía esas cosas, que estaba todo mal, que no decía nada. Me dijo que a la vista del estilo, más valía de todas formas que no hubiera intentado decir nada, porque a nadie le iba a interesar lo que pudiera decir semejante imbécil. Me dijo que no era un cuento de mal gusto, porque para poder aspirar a serlo debería al menos tener gusto. Me dijo que me fuese a la mierda, que cómo me había atrevido a mostrarle ese, ese… «eso». Me dijo que había estado a punto de desmayarse mientras leía las primeras frases, y luego le habían dado arcadas y hasta contracciones, y eso que no estaba embarazada. Me preguntó si realmente estaba escrito en español, me dijo que si era así ya nunca podría volver a disfrutar de la lectura de Cervantes, Quevedo o García Márquez. Me dijo que nunca más volvería a leer nada mío, que ni en mi lecho de muerte accedería, si se lo pidiera, a leer otro de mis cuentos. Me dijo que si un día me ponen ante un pelotón de fusilamiento (que será pronto seguramente, me dijo) y mi última voluntad era leerle algo mío, se pondría unos tapones en los oídos. Me dijo que si en un apretón campestre tenía que elegir entre un suave pañuelo de doble hoja y mi cuento impreso sobre papel de lija elegiría sin dudarlo lo segundo. Me dijo que estaba en contra de la censura, hasta ahora. Me dijo que estaba en contra de la tortura y por eso mismo estaba en contra de mi forma de escribir. Me dijo que si no me asesinaba allí mismo es porque no tenía a mano nada con que hacerlo, pero que me anduviera con ojo en adelante. Me dijo que me iba a poner una denuncia, que su abogado iba a pedir una fuerte indemnización aunque ya nada, nada podría resarcirla de los graves trastornos psíquicos que le había producido y que arrastraría de por vida. Me dijo que no se me ocurriera acercarme a ella ni a los suyos a menos de cien kilómetros. Me dijo que ya nunca volvería a ser la misma, me maldijo. Me dijo cosas muy feas sobre mi madre, mi padre y toda mi ascendencia. Me dijo que yo era un peligro público, que debería estar encerrado en una húmeda mazmorra, amarrado y escuchando a Enrique Iglesias con auriculares, a todo trapo. Me dijo que de pronto Enrique Iglesias le parecía un gran artista, al fin y al cabo, ya que a mi lado cobraba una nueva enjundia que hasta ahora no había descubierto. Me propuso que me hiciese el Harakiri allí mismo. Se ofreció a hacérmelo ella. Me dijo que le estaban entrando unas ganas terribles de arrancarme los testículos de un tirón. Me escupió en la cara. Me dijo que si lo llega a saber no toca con sus manos esos papeles, que ahora tendría que desinfectarse, que se iba a hacer la prueba del SIDA, que se iba a dar una ducha y se iba a frotar todo el cuerpo con un estropajo metálico. Me dijo que me iba a rociar con gasolina y me iba a pegar fuego. Me dijo que luego iría a mi casa envuelta en un traje de amianto y quemaría todas mis pertenencias, con especial incidencia en todo aquello que fuese parecido a un papel, que no le importaba morir ella misma en el incendio, con tal de salvar a la tierra de un nuevo cataclismo, que ya hubo bastante con las glaciaciones, los meteoritos y la formación de los continentes. Masculló algo sobre Herodes y Hitler, y pude oír cómo decía: «aprendices». Le di las gracias por ser sincera. Me respondió: «Ah, pero ¿querías que fuese sincera del todo?».

La caidita

Tus tetas no son una vulgar masa de silicona. No las he visto, pero lo sé. Me fijo en tus curvas cada vez que te veo. Voy al banco sólo para contemplar de nuevo tu contorno, coronado por tu sonrisa mecánica pero agradable. Tú me sonríes brevemente, yo respondo con un saludo y te cuento que quiero sacar cien euros, o hacer una transferencia. Durante este breve lapso atravieso el cristal blindado con dos brazos imaginarios que se abalanzan sobre su presa, y dos manos que no existen aferran con firmeza dos senos suspendidos en el aire, porque no llevas ropa y desaparece la ley de la gravedad. Flotando por encima de mí, me ofreces tus nalgas juguetonas, que yo mordisqueo con ansiedad, sin dejarme un solo rincón, ni siquiera ése. Te voy poniendo cabeza abajo y lamo tu entrepierna, que me sabe a miel, porque ya que me lo estoy imaginando no me va a saber a merluza, y te oigo comentar algo acerca de una piruleta de chistorra. Pero apenas escucho. Permanecemos en tan culinaria posición hasta que no puedo más y me desparramo. Tú no has alcanzado el orgasmo, porque he sido egoísta y no me he preocupado por estimularte, pero al fin y al cabo era yo el que me estaba frotando contra el mostrador como un chucho, mujer, no me mires con esa cara. Que me he corrido encima y me está mirando todo el banco. No me lo pongas más difícil.

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