Patricio Abarca - Goles sagrados del fútbol chileno

LEONEL SÁNCHEZ Y SU GOL A YASHIN.
CUARTOS DE FINAL DEL MUNDIAL DE 1962

Justicia divina

Un niño acaba de nacer y se llama Tomás. Es el séptimo hijo de Carlos Dittborn, su hijo póstumo, ya que el creador del Mundial de Fútbol que se disputa en Chile ha muerto hace casi dos meses, el 28 de abril, a los 35 años. En la Clínica Alemana, ubicada en Recoleta, Juanita Barros, su viuda, recibe el saludo del presidente de la República, Jorge Alessandri, y Tomás empieza su vida rodeado de homenajes a su padre. El mismo día será nombrado socio honorario del Real Madrid, gesto realizado por los jugadores de la selección de España que juegan en el equipo merengue, con Alfredo di Stéfano a la cabeza.

Es un domingo con pocas señales en el mundo. Perú despierta para votar por un nuevo presidente. En Alemania —se sabrá dos días después—, once personas logran escapar por un túnel desde el lado comunista hacia territorio occidental. Los que traspasan el muro de Berlín son siete adultos y cuatro niños, una guagua de cuatro meses entre ellos.

En Chile, la calma se interrumpirá esa tarde en la plaza Victoria de Valparaíso, donde un toro romperá sus amarras, provocando el pánico entre la gente. A punto de volcar un auto, luego de quebrar los cristales de la vitrina de la Algodonería Nacional, acabará su furiosa carrera con el balazo de un carabinero.

Otra alarma sonará después en el centro de Santiago. Las compañías quinta y sexta reunirán cerca de veinte voluntarios que llegarán a Amunátegui número 72 para apagar un incendio en el quinto piso. Los bomberos actuarán con frialdad, pero atentos a la radio. Mientras trabajan, se viven los últimos 15 minutos de un partido trascendental de los cuartos de final del Mundial.

Porque el centro del mundo está en el estadio Carlos Dittborn de Arica. Desde las 14:10, Chile juega con Unión Soviética el partido más importante de su historia. Ante el campeón de Europa, liderado por el portentoso arquero Lev Yashin, el equipo dirigido por Fernando Riera disputa su paso a las semifinales.

El triunfo es redondo pero sufrido. Eladio Rojas logra el gol de la victoria a los 27 minutos del primer tiempo. Antes, a los 26, Igor Chislenko había conseguido el empate parcial. Pero en un partido apretado, el golpe de efecto ha sido la apertura de la cuenta. A los 11 minutos, un tiro libre de Leonel Sánchez sacude la leyenda de Yashin, con un zurdazo desde un ángulo imposible. Todos recuerdan que gritaron penal, pero el árbitro holandés Leo Horn cobra el foul a Armando Tobar fuera del área. Es un fallo incomprensible: el capricho de un tipo excéntrico. El capitán Sergio Navarro recuerda todavía que un año después, mientras iba en una gira con Universidad de Chile, se lo encontraría en el aeropuerto de Bucarest con un bolso y un rifle con mira telescópica, cazando ciervos en Rumania. Pero la injusticia de Horn tendría una reparación, justo el día en que el relator Julio Martínez, al borde de la cancha, inventaría la expresión “Justicia divina” para describir el gol de la apertura. Desde la izquierda del área, cuando lo que dicta la geometría es tirar un centro, Leonel, el goleador del Mundial, respira profundo, da cinco pasos compactos, impacta el balón con la zurda como si todo su cuerpo fuera el puño de un boxeador, y a partir de ese segundo vivirá para siempre con la sensación de haber derribado a un gigante.

Minuto 11

“Si le pego como yo quiero, puede pasar algo”.

Cuando entramos a la cancha vi por segunda vez a Yashin. Se hablaba harto de él y se decía que era la “Araña Negra”. Con los rusos habíamos jugado en el Estadio Nacional y habíamos perdido 1-0 en un partido de preparación para el Mundial. Yashin era un gallo grandote, alto, como el flaco Nitsche, el que tenía la Unión Española, pero con más cuerpo. Era muy confiado, muy suelto, muy canchero para sus cosas. En el calentamiento, por ejemplo, saltaba mucho y tomaba la pelota en el aire como para mostrarse.

Antes del partido, en la charla técnica, don Fernando nos había dicho: “No pierdan la pelota, jueguen su juego, recuerden que están en Chile. No la suelten”. Porque, claro, a algunos les quemaba la pelota en los pies en partidos así de importantes.

Nosotros empezamos bien, concentrados. En el primer gol vino todo de una jugada por la orilla. Armando Tobar se corre al lado izquierdo y busca entrar, como un wing , y le hacen el foul dentro del área. Nosotros gritamos penal, pero el árbitro tomó la pelota y la ubicó afuera del área. “Pero si fue penal”, le decíamos. Estábamos como locos, pero él se puso como diciendo “aquí mando yo y aquí fue”. Contó los pasos. En ese momento miré hacia afuera y vi a Julito Martínez. Estaba al lado del arco, porque desde ahí transmitía en esos tiempos, a la orilla de la cancha, entre el palo y el córner. Lo escuchaba que decía: “Fue penal, legítimo”. Estaba enojado, como todos nosotros, indignado.

Como la jugada fue por el lado izquierdo, vino Jorge Toro, que era derecho, y me dijo: “Déjame pegarle a mí”. “No, hueón”, le dije yo. “Déjame a mí, tengo una corazonada. Si le pego como yo quiero, puede pasar algo”.

Con Jorge no peleábamos por esas cosas. Nos conocíamos desde que éramos niños. Además, don Fernando Riera siempre me decía: “Si hay un penal, tú lo tiras porque le pegas fuerte”. Yo tenía una buena zurda. No cabeceaba, le tenía miedo a la pelota cuando venía por aire, pero con la zurda sí hacía cosas.

Muchos me preguntan si fue mi gol más importante, pero tengo dos: ese y el que le hice a Colo-Colo en una final, jugando por la U. Es que yo llegué a la U cuando tenía once años. Me llevó don Luis Tirado. Me acuerdo que hasta me hicieron un carnet donde decía que tenía doce para poder jugar en una categoría más grande.

Venía del barrio, de la población Juan Sebastián Bach, al lado del Zanjón de la Aguada. A mi papá le habían dado una casa ahí porque trabajaba en la papelera. Mi papá se llamaba Juan y era también boxeador, campeón de Chile amateur y subcampeón sudamericano. Era peso gallo y pluma. Yo iba con él a sus peleas en el Caupolicán. Debo haber tenido diez años. Me vestían entero de blanco y me ponían en el equipo que lo atendía en el rincón. Me han preguntado si me daba miedo, pero no. Uno cuando es chico no se da cuenta. Me paraba al lado de la escalera viendo cómo peleaba. La gente me decía: “¿Y qué pasa si a tu papá le están pegando?”. Pero en serio, no me daba miedo. Tal vez eso me ayudó a no tener miedo.