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John Bunyan - El progreso del peregrino

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John Bunyan El progreso del peregrino
  • Libro:
    El progreso del peregrino
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1678
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El progreso del peregrino: resumen, descripción y anotación

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Luz

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CAPÍTULO I

Principia el sueño del autor. Cristiano, convencido de pecado, huye de la ira venidera, y es dirigido por Evangelista a Cristo.

Caminando iba yo por el desierto de este mundo, cuando me encontré en un paraje donde había una cueva; busqué refugio en ella fatigado, y habiéndome quedado dormido, tuve el siguiente sueño: Vi un hombre en pie, cubierto de andrajos, vuelto de espaldas a su casa, con una pesada carga sobre sus hombros y un libro en sus manos. Fijando en él mi atención, vi que abrió el libro y leía en él, y según iba leyendo, lloraba y se estremecía, hasta que, no pudiendo ya contenerse más, lanzó un doloroso quejido y exclamó:

—¿Qué es lo que debo hacer?

En este estado regresó a su casa, procurando reprimirse todo lo posible para que su mujer y sus hijos no se apercibiesen de su dolor. Mas no pudiendo por más tiempo disimularlo, porque su mal iba en aumento, se descubrió a ellos y les dijo:

—Queridísima esposa mía, y vosotros, hijos de mi corazón; yo, vuestro amante amigo, me veo perdido por razón de esta carga que me abruma. Además, sé ciertamente que nuestra ciudad va a ser abrasada por el fuego del cielo, y todos seremos envueltos en catástrofe tan terrible si no hallamos un remedio para escapar, lo que hasta ahora no he encontrado.

Grande fue la sorpresa que estas palabras produjeron en todos sus parientes, no porque las creyesen verdaderas, sino porque las miraban como resultado de algún delirio. Y como la noche estaba ya muy próxima, se apresuraron a llevarle a su cama, en la esperanza de que el sueño y el reposo calmarían su cerebro. Pero la noche le era tan molesta como el día; sus párpados no se cerraron para el descanso, y la pasó en lágrimas y suspiros.

Interrogado por la mañana de cómo se encontraba.

—Me siento peor —contestó— y mi mal crece a cada instante. —Y como principiase de nuevo a repetir las lamentaciones de la tarde anterior, se endurecieron contra él, en lugar de compadecerle. Intentaron entonces recabar con aspereza lo que los medios de la dulzura no habían conseguido; se burlaban unas veces, le reñían otras, y otras le dejaban completamente abandonado. No le quedaba, pues, otro recurso que encerrarse en su cuarto para orar y llorar, tanto, por ellos como por su propia desventura, o salirse al campo y desahogar en su espaciosa soledad la pena de su corazón.

En una de estas salidas le vi muy decaído de ánimo y sobremanera desconsolado, leyendo en su libro, según su costumbre; y según leía le oí de nuevo exclamar:

—¿Qué he de hacer para ser salvo? —Sus miradas inquietas se dirigían a una y otra parte, como buscando un camino por donde huir; mas permanecía inmóvil, porque no le hallaba, al tiempo que vi venir hacia él un hombre llamado Evangelista, y oí el siguiente diálogo:

EVANGELISTA. —¿Por qué lloras?

CRISTIANO (tal era su nombre). —Este libro me dice que estoy condenado a morir; y que después he de ser juzgado, y yo no quiero morir ni estoy dispuesto para el juicio.

EVANG. —¿Por qué no has de querer morir, cuando tu vida está llena de tantos males?

CRIST. —Porque temo que esta carga que sobre mí llevo me ha de sumir más hondo que el sepulcro, y que he de caer en Tofet (lugar de fuego). Y si no estoy dispuesto para ir a la cárcel, lo estoy menos para el juicio, y muchísimo menos para el suplicio. ¿No quieres, pues, que llore y que me estremezca?

EVANG. —Entonces, ¿por qué no tomas una resolución? Toma, lee.

CRIST. (Recibiendo un rollo de pergamino y leyendo.) —«¡Huye de la ira venidera!». ¿Adónde y por dónde he de huir?

EVANG. (Señalando a un campo muy espacioso.) —¿Ves esa puerta angosta?

CRIST. —No.

EVANG. —¿Ves allá, lejos, el resplandor de una luz?

CRIST. —¡Ah!, sí.

EVANG. —No la pierdas de vista; ve derecho hacia ella, y hallarás la puerta; llama, y allí te dirán lo que has de hacer.

CAPÍTULO II

Prosigue Cristiano su peregrinación, viéndose abandonado por Obstinado y Flexible.

Cristiano echó a correr en la dirección que se le había marcado; mas no se había alejado aún mucho de su casa cuando, se dieron cuenta su mujer e hijos, empezaron a dar voces tras él, rogándole que volviese. Cristiano, sin detenerse y tapando sus oídos, gritaba desaforadamente:

—¡Vida!, ¡vida!, ¡vida eterna! —Y sin volver la vista atrás, siguió corriendo hacia la llanura.

A las voces acudieron también los vecinos. Unos se burlaban de verle correr; otros le amenazaban, y muchos le daban voces para que volviese. Dos de ellos, Obstinado y Flexible, pretendieron alcanzarle para obligarle a retroceder, y aunque era ya mucha la distancia que los separaba, no pararon hasta que le dieron alcance. —Vecinos míos— les dijo el fugitivo—, ¿a qué habéis venido?

—A persuadirte a volver con nosotros —dijeron.

—Imposible —contestó él—, la ciudad donde viven y donde yo también he nacido, es la Ciudad de Destrucción; me consta que es así, y los que en ella moran, más tarde o más temprano, se hundirán más bajo que el sepulcro, en un lugar que arde con fuego y azufre. Es, pues, vecinos, ánimo y vengan conmigo.

OBSTINADO. —Pero, ¿y hemos de dejar nuestros amigos y todas nuestras comodidades?

CRIST. —Sí, porque todo lo que tengan que abandonar es nada al lado de lo que yo busco gozar. Si me acompañan, también ustedes gozarán conmigo, porque allí hay cabida para todos. Vamos, pues, y por ustedes mismos infórmense de la verdad de cuanto les digo.

OBST. —¿Pues qué cosas son esas que tú buscas, por las cuales lo dejas todo?

CRIST. —Busco una herencia incorruptible, que no puede contaminarse ni marchitarse, reservada con seguridad en el cielo, para ser dada a su tiempo a los que la buscan con diligencia. Esto dice mi libro, léanlo si gustan, y se convencerán de la verdad.

OBST. —Necedades. Déjanos de tal libro. ¿Quieres o no volver con nosotros?

CRIST. —¡Oh!, nunca, nunca. He puesto ya mi mano al arado.

OBST. —Vámonos, pues, vecino Flexible, y abandonémosle. Hay una clase de entes, tontos como éste, que cuando se les mete una cosa en la cabeza, se creen más sabios que los siete famosos de Grecia.

FLEX. —Nada de insultos, amigo. ¿Quién sabe si será verdad lo que Cristiano dice? Y entonces vale mucho más lo que él busca que todo lo que nosotros poseemos; me voy inclinando a seguirle.

OBST. —¡Cómo! ¿Más necios aún? No seas loco, y vuelve conmigo. ¡Sabe Dios adónde te llevará ese mentecato! Vámonos, no seas tonto.

CRIST. —No hagas caso, amigo Flexible; acompáñame, y tendrás no sólo cuanto te he dicho, sino muchas cosas más. Si a mí no me crees, lee este libro, que está sellado con la sangre del que lo compuso.

FLEX. —Amigo Obstinado, estoy decidido; voy a seguir a este hombre y unir mi suerte con la suya. Pero (dirigiéndose a Cristiano), ¿sabes tú el camino que nos ha de llevar al lugar que deseamos?

CRIST. —Me ha dado la dirección un hombre llamado «Evangelista»; debemos ir en busca de la puerta angosta que está más adelante, y en ella se nos darán informes sobre nuestro camino.

FLEX. —Adelante, pues; marchemos.

Y emprendieron juntos la marcha. Obstinado se volvió solo a la ciudad, lamentándose del fanatismo de sus dos vecinos. Éstos continuaron su camino, hablando amistosamente de la necia terquedad de Obstinado, que no había podido sentir el poder y terrores de lo invisible, y la grandeza de las cosas que esperaban:

—Las concibo —decía Cristiano—; pero no hallo palabras bastantes para explicarlas. Abramos el libro y leámoslas en él.

FLEX. —Pero, ¿y tienes convencimiento de que sea verdad lo que el libro dice?

CRIST. —Sí, porque lo ha compuesto Aquel que ni puede engañarse ni engañarnos.

FLEX. —Léeme, pues.

CRIST. —Se nos dará la posesión de un reino que no tendrá fin, y se nos dotará de vida eterna para que podamos poseerle para siempre. Se nos darán coronas de gloria y unas vestiduras resplandecientes como el sol en el firmamento. Allí no habrá llanto ni dolor, porque el Señor del reino limpiará toda lágrima de nuestros ojos.

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