© 2018, Vida México.
Publicado por HarperCollins México.
Tampico No. 42, 6 piso.
06700, Ciudad de México.
Tras los pasos de Francisco. El relato de un peregrino.
Título original: Chasing Francis. A pilgrim’s tale.
Copyright © 2006, 2013, by Ian Morgan Cron.
Copyright © 2013, Zondervan, HarperCollins Christian Publishing.
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Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, situaciones, comentarios, ideas, descripciones y expresiones que aparecen en esta obra son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Traducción: Germán Martínez.
Diseño de forros e interiores: Fabiola Rodríguez.
Epub Edition July 2018 9786078589012
ISBN: 978-607-97837-1-6
Primera edición: julio de 2018.
Impreso en México.
a Anne, Cailey, Madeleine y Aidan
Pax et bonum
Contendio
Guide
Quiero dar las gracias en particular a mi editor Dave Lambert, mi agente Lee Hough, Carolyn McCready de la editorial Zondervan, mi administrador Jim Chaffee y mis amigos Chuck Royce, Rob Mathes, Rick Woolworth y Mako Fujimura.
Ian Morgan Cron
R efulgente como el amanecer y la estrella de la mañana, o incluso como el sol naciente, iluminando al mundo, limpiándolo y dándole fertilidad, se vio a Francisco levantarse como una especia de luz nueva.
Como el sol, brilló por sus palabras y sus obras sobre un mundo que, yaciendo aletargado entre frío invernal, oscuridad y esterilidad, lo encendió con destellos radiantes, iluminándolo con los rayos de la verdad y agregándole el fuego de la caridad, renovando y embelleciéndolo con el fruto abundante de sus méritos y enriqueciéndolo maravillosamente con varios árboles fructíferos en las tres órdenes que fundó. Así fue como llevó al mundo a una especia de estación primaveral.
Prólogo a la Leyenda de los tres compañeros
A final de cuentas, la vida tiene sólo una tragedia: que no hayamos sido un santo.
Charles Péguy
A mitad del camino de la vida yo me encontraba en una selva oscura, con la senda derecha ya perdida.
¡Ah, pues decir cuál era esa cosa dura esta selva salvaje, áspera y fuerte que en el pensar renueva la pavura!
DANTE ALIGHIERI, Infierno, Canto I, versos 1-6
C uando el vuelo 1675 de Alitalia inició su descenso en Florencia, abaniqué nerviosamente las hojas de mi copia de la Divina comedia. Dos décadas de estar sentado en mi sótano húmedo habían dejado una capa polvosa de moho que flotaba en el aire a mi alrededor. Por un momento lo vi, pequeñas partículas y esporas que flotaban ociosamente en los rayos de sol que entraban por la ventana. Desde que estaba en la universidad no había leído la parte del «Infierno» del clásico de Dante. Por supuesto que, a los diecinueve, la carga que esas líneas tenía me había pasado desapercibida por completo. Ahora, al leerlo a los 39 años, quisiera poder llamar a Dante y invitarlo a almorzar. Tengo una larga lista de preguntas qué hacerle.
A través de la capa de condensación que cubría la ventanilla, observé el campo toscano que había debajo y supe que había perdido «el camino correcto» y que había entrado a una «selva salvaje, áspera y fuerte». Dos semanas antes era Chase Falson, pastor fundador de la iglesia evangélica contemporánea más grande de Nueva Inglaterra. Mis 14 años de ministerio eran una historia de éxito, por el crecimiento de la iglesia. Me consideraba uno de los pocos privilegiados a quienes el Cielo había dotado con una brújula verdadera. Sabía quién era y a dónde iba. Estaba seguro de que un día vería palomeados, sin lugar a duda, cada uno de mis objetivos de vida. Me gustaba quién era . Mucho.
En aquel tiempo, mucha gente se apartaba de ti cuando descubría que estabas hecho de madera evangélica. Una vez que te señalan como cristiano conservador, piensan que eres un fundamentalista autocomplaciente de derecha, con la agudeza mental de una planta de interior. Cada Navidad, mi tío Bob me saluda en la puerta de la casa de mis padres, con un martini en una mano y un grueso puro cubano en la otra. Me palmotea la espalda y grita: «¡Miren quién llegó! ¡El señor Eee-vangélico!». Es desconcertante, pero Bob es un idiota y padece el trastorno del control de los impulsos.
Por muchos años, se ha considerado las expresiones Nueva Inglaterra y evangélico como mutuamente excluyentes. Mi profesor de historia eclesiástica me dijo que Jonathan Edwards se refería a Nueva Inglaterra como «el cementerio de los predicadores». A pesar de lo funesto que eso sonaba, no me disuadió de atender el llamado de dirigirme hacia el este después del seminario. Mis tres amigos más cercanos se mostraron incrédulos cuando les comuniqué mi decisión de comenzar una iglesia en Thackeray, Connecticut, una comunidad dormitorio a unos 56 kilómetros de Wall Street.
–¿Te volviste loco? Hasta Dios le tiene miedo al noreste –dijeron.
Me reí. «No es tan malo. Crecí ahí».
–Pero posiblemente podrías conseguir trabajo en una megaiglesia en otro lugar –argumentaron.
La verdad, no me interesaba trabajar en una iglesia que alguien más hubiera construido. Quería ser el pionero que «descifró el código» de la aridez espiritual del noreste, que heroicamente logró hacer avanzar la causa de Cristo en la región más resistente al Evangelio del país. Como oriundo, tenía la seguridad de que conocía lo suficiente el paisaje cultural como para llegar los egresados de las universidades de la Ivy League, cuyas casas están discretamente escondidas detrás de paredes de piedra y puertas de hierro forjado. Me daba algo de importancia a mí mismo, pero ahí lo tienen.
Aun así, cumplí lo prometido. Construí una iglesia en la que, según los últimos conteos, más de 3000 personas venían cada domingo a rendir culto. Una proeza hercúlea en un lugar del mundo en el que se sospecha de las cosas grandes o nuevas.
Viéndolo en retrospectiva, noto que la Putnam Hill Community Church se construyó por lo atractivo de mi creencia en un Dios que puede ser administrado y explicado. Tenía tal seguridad inquebrantable en mi teología evangélica conservadora que incluso convencí a algunos de los habitantes locales más escépticos. Tras dedicar muchos años de 70 horas de trabajo por semana, Putnam Hill se convirtió en una iglesia llena de jóvenes de Wall Street y sus familias, muchos de los cuales habían llegado porque estaban decepcionados de que la felicidad no venía como equipo opcional en sus vagonetas Lexus.
El mundo había detonado diez días antes. Al contemplar hacia abajo, desde las azoteas de terracota que punteaban nuestro acercamiento a las colinas toscanas, me hallé a mí mismo en una incapacidad laboral forzada. Era muy problable que cuando regresara a casa, ya no tendría trabajo. Había descubierto que llegar al clímax de una crisis espiritual frente a mil personas no es precisamente astuto. En retrospectiva, debí haberme dado cuenta de que estaba parado en la orilla de un precipicio existencial que se abría ante mí. Por dos años, corrientes subterráneas de duda habían succionado el pozo de mis creencias más profundas. El andamiaje que sostenía todo mi sistema de creencias se sacudía como si una fuerza invisible estuviese tratando de derribarlo.