Título: LUCES DEL NORTE
Autor: (1995) Phil ip Pul man
Título Original: Northern Lights. His Dark Materials
Traducción: (1997) Roser Verdaguer
Edición Electrónica: (2002) Pincho
En este espantoso abismo,
matriz de la naturaleza y tal vez tumba,
no de mar, ni tierra, ni aire, ni fuego,
sino de todos juntos en sus fecundadoras causas
confusamente mezclados, y al que debe combatirse siempre,a menos que aquel que todo lo hace y puede ordene
sus oscuras materias y cree más mundos,
en este espantoso abismo, el cauteloso demonio
se detuvo al borde del infierno y miró un momento,
considerando su viaje..
JOHN MILTON, El paraíso perdido, libro II
PRIMERA PARTE
OXFORD
LA LICORERA DE TOKAY
Lyra y su daimonion atravesaron el comedor, cuya luz se iba atenuando por momentos, procurando mantenerse a un lado del mismo, fuera del campo de visión de la cocina. Ya estaban puestas las tres grandes mesas que lo recorrían en toda su longitud, la plata y el cristal destel aban pese a la poca luz y los largos bancos habían sido retirados un poco con el fin de recibir a los comensales. La oscuridad dejaba entrever los retratos de antiguos rectores colgados de las paredes. Lyra se acercó al estrado y, volviéndose para observar la puerta abierta de la cocina, como no viera a nadie, subió a él y se acercó a la mesa principal, la más alta. El servicio en el a era de oro, no de plata, y los catorce asientos no eran bancos de roble sino sil ones de caoba con cojines de terciopelo.
Lyra se detuvo junto a la sil a del rector y dio un suave golpecito con la uña en la gran copa de cristal. La vibración resonó en todo el comedor.
—Un poco de seriedad —le murmuró su daimonion—. A ver si sabes comportarte.
El nombre de su daimonion era Pantalaimon y normalmente tenía la forma de una mariposa nocturna, una mariposa de color marrón oscuro, a fin de pasar inadvertido en la penumbra del salón.
—Hay mucho ruido para que puedan oírnos en la cocina —le respondió Lyra en un murmul o—. Y el camarero no vendrá hasta el primer campanil azo. ¡Deja ya de darme la lata!
Volvió, pues, a poner la palma de la mano sobre el resonante cristal mientras Pantalaimon se alejaba revoloteando y desaparecía por la puerta entreabierta del salón reservado, situado al otro extremo del estrado. Al poco rato apareció de nuevo.
—No hay nadie —musitó—, pero tenemos que darnos prisa.
Agachándose detrás de la mesa principal, Lyra se lanzó como un dardo a la puerta del salón reservado y, ya al í, se paró a echar un vistazo alrededor. La única luz de la estancia era la procedente de la chimenea, cuyos troncos fulguraron con vivo resplandor mientras los miraba, levantando un surtidor de chispas. Aunque había pasado gran parte de su vida en el col ege, aquél a era la primera vez que entraba en el salón reservado: sólo tenían permiso para el o los licenciados y sus invitados, nunca las mujeres. Ni siquiera lo limpiaban las criadas, sólo el mayordomo.
Pantalaimon se posó en su hombro.
—¿Ya estás contenta? ¿Nos podemos marchar? —dijo en un murmul o.
—¡No seas tonto! ¡Lo quiero ver todo!
Era una estancia espaciosa y en el a había una mesa ovalada de bruñido palo de rosa sobre la cual estaban dispuestas varias licoreras, además de vasos y un artefacto de plata para moler tabaco, provisto de un porta pipas. En un aparador cercano había un pequeño calientaplatos y una cesta de cápsulas de adormidera.
—Se dan buena vida, ¿no te parece, Pan? —observó Lyra, conteniendo la voz.
Se sentó en una de la enormes butacas de cuero verde. Era tan inmensa que podía tumbarse en el a, pero se incorporó y se acomodó sobre las piernas para contemplar los retratos colgados en las paredes. Probablemente antiguos alumnos: todos togados, barbudos y siniestros, mirándola fijamente desde el interior de sus marcos, en actitud de solemne desaprobación.
—¿De qué estarán hablando? —dijo Lyra o, mejor dicho, empezó a decir, ya que antes de terminar la pregunta se oyeron voces al otro lado de la puerta.
—¡Detrás de la butaca! ¡Rápido! —la instó Pantalaimon.
De un salto Lyra se levantó de la butaca y se ocultó detrás. No era el mejor lugar para esconderse, ya que escogió precisamente la butaca que estaba en el centro mismo de la habitación y, a menos que no hiciera ningún ruido...
Se abrió la puerta y en la estancia se produjo un cambio de luz. Uno de los que habían 4
entrado l evaba una lámpara, que dejó en el aparador. Lyra alcanzaba a verle las piernas, cubiertas con pantalones de color verde oscuro, y los pies calzados con unos zapatos negros y relucientes. Era un criado.
Después oyó una voz profunda que decía:
—¿No ha l egado lord Asriel?
Se trataba del rector. Conteniendo el aliento, Lyra vio al daimonion del criado (un perro, como casi todos los daimonions de criados) que, después de entregarse a un trotecil o, se sentó muy tranquilo a sus pies. Acto seguido se hicieron visibles los pies del rector, con sus zapatos negros y raídos de siempre.
—No, rector —dijo el mayordomo—. Ni palabra del Aérodock, tampoco.
—Supongo que estará hambriento cuando l egue. Acompáñelo directamente al salón, haga el favor.
—Muy bien, rector.
—¿Ha decantado para él un poco del Tokay especial?
—Sí, rector. Del de 1898, tal como usted me ordenó. Su Señoría siente una gran predilección por este vino, lo recuerdo muy bien.
—Perfecto. Y ahora retírese, por favor.
—¿Necesita la lámpara, rector?
—Sí, déjela aquí y ocúpese de irla manteniendo durante la cena.
El camarero hizo una ligera reverencia y se volvió para abandonar la sala, mientras su daimonion lo seguía, obediente, al trote. Desde su rudimentario escondrijo Lyra observó al rector y vio que se dirigía a un enorme armario de roble situado en un rincón de la sala, descolgaba la toga de la percha y, con grandes trabajos, se la ponía. El rector había sido en tiempos un hombre fornido, pero ya había cumplido más de setenta años y sus movimientos eran ahora lentos y envarados. El daimonion del rector tenía el aspecto de un cuervo y, así que su señor se hubo puesto la toga, saltó del armario en el que acababa de posarse y volvió a su sitio acostumbrado: el hombro derecho del rector.
Lyra notaba que Pantalaimon estaba erizado de angustia, aunque no profería sonido alguno. En cuanto a el a, se sentía agradablemente excitada. El visitante anunciado por el rector, lord Asriel, era su tío, un hombre al que admiraba profundamente y temía a un tiempo.
Se decía de él que estaba metido en alta política, investigaciones secretas y operaciones militares realizadas en lugares remotos, por lo que Lyra no sabía nunca en qué momento podía aparecer. Era una persona de carácter violento; si la atrapaba al í, el castigo sería severo, aunque el a estaba dispuesta a afrontarlo.
Lo que vio a continuación, sin embargo, cambió por completo las cosas.
El rector se sacó del bolsil o un papel doblado y lo dejó sobre la mesa. Retiró el tapón de la licorera, l ena de exquisito vino dorado, desdobló el papelito y dejó caer en la botel a una fina l uvia de polvo blanco antes de arrugar el papel y, tras hacer con él una bolita, arrojarlo al fuego. Después se sacó un lápiz del bolsil o, agitó con él el vino hasta disolver el polvo y volvió a colocar el tapón en su sitio.
El daimonion del rector soltó un breve graznido casi inaudible. El rector le replicó por lo bajo y miró a su alrededor con los empañados ojos entrecerrados, antes de salir por la misma puerta a través de la cual había entrado.
Lyra preguntó con un hilo de voz:
—¿Lo has visto, Pan?
—¡Pues claro que lo he visto! Y ahora date prisa, ¡antes de que vuelva el camarero!
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