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James N. McKean - Quattrocento

Aquí puedes leer online James N. McKean - Quattrocento texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2003, Editor: Ediciones B, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Quattrocento: resumen, descripción y anotación

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In the tradition of Time and Again, a sweeping love story/time-travel epic situated between the modern-day New York art world and fifteenth-century Tuscany. Matt O’Brien has a quiet life: A painting restorer with a particular love of the Quattrocento period of the Italian Renaissance, he toils away millimeter by millimeter, bringing old oils to new light. But one day he happens upon a painting in the basement of the Metropolitan Museum that is thick with centuries of yellowed varnish and dust. As he uncovers the portrait of a mysterious, beautiful woman, he finds himself suffering from an urgent sense of déja vu coupled with the pain of falling in love with a person long dead. Meanwhile, strange things have been happening in the museum since the installation of a wood-paneled room from Gubbio called a studiolo. As Matt increasingly seeks refuge in this magical room from the pressures of having potentially discovered a Leonardo da Vinci, the centuries slip away and he finds himself in the center of a love triangle, with Anna on one side and the Machiavellian knight Leandro, fighting for her fortune, on the other. Obsession and passion combust in this exotic tale that is at once contemporary and rich in period detail. Rooted in art history, music theory, and the rudiments of physics, McKeans debut novel is a mesmerizing tale of time travel and possibility. With twists and turns that are as thrilling as they are unexpected, Quattrocento is escapist storytelling at its very finest.

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QUATTROCENTO JAMES MCKEAN 1 Azul Más oscuro que el cielo tan profundo - photo 1
QUATTROCENTO
JAMES MCKEAN

1

Azul. Más oscuro que el cielo, tan profundo como el mar, un azul tan rico que Matt casi podía saborearlo en la brisa que ondulaba sobre el campo de margaritas. Tras protegerse los ojos del caluroso sol de Umbría, vio que la manticora recorría el terreno y saltaba al cielo batiendo sus poderosas alas. Emitió un grito penetrante antes de desaparecer, perdiéndose por encima de los árboles, mientras en tierra resonaba la débil llamada metálica de las trompetas entre los agudos ladridos de los perros de caza. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
Hacía fresco entre los árboles, y el aire estaba cargado con el olor de abeto y laurel silvestre. Guiado por los relinchos de los caballos y los gritos que resonaban más adelante, Matt avanzó entre los matorrales, quebrando las gruesas hojas y ramas, mientras el sudor le corría por la espalda y le resbalaba por la frente. No es demasiado tarde, pensó. Las sinuosas siluetas de los perros, desaparecidas antes de que alcanzara a verlas, surcaron las sombras, seguidas por la figura de un hombre, un destello de rojo y amarillo con un alto bastón negro en las manos, y luego otro.
La yegua lo siguió, sacudiendo la cabeza mientras Matt la apremiaba a continuar sorteando los matorrales. Al llegar a un claro su montura reculó, asustada. Matt resbaló, dejando escapar la espada de su mano mientras los árboles trazaban círculos a su alrededor, sus copas chispeando con la lejana luz. El suelo lo golpeó con fuerza bajo la fina capa de hojas, dejándolo sin aliento mientras agitaba los brazos para agarrarse a algo; sintió la fría tierra en la mejilla.
— Orlando —jadeó. El pecho le ardía.
El muchacho, tenía que encontrar al muchacho. Se obligó a ponerse de rodillas, y luego se incorporó con un gruñido. Avanzó tambaleándose mientras los árboles lo rodeaban como halcones en el cielo; el brazo le dolía tanto que parecía que iba a estallar. El jubón azul manchado de tierra y hojas secas, una rodilla blanca asomaba por el desgarrón de la calza. Matt buscó su espada en el suelo. Orlando, su espada, todo estaba mal. Un tronco de árbol se separó de los demás, que formaban una silenciosa hilera alrededor del claro. Armadura negra, gigantesca, brillando oscura como el agua bajo la luz de la luna; la coraza blasonada con una doble águila, y otra águila, de bronce, destacando en el casco, las alas alzadas y el pico abierto en mitad de un grito. Una espada, ancha y plana, se alzó en las manos enguantadas mientras la figura avanzaba hacia Matt a través del claro.
Matt se sujetaba el brazo y trataba de mantener el equilibrio. La hoja se fue acercando cada vez más hasta posarse por fin sobre su pecho. La afilada punta atravesó el lino de su jubón y luego la camisa, fina y empapada en sudor, hasta encontrar el suave hueco bajo el esternón. Matt retrocedió paso a paso hasta que el ancho tronco de un árbol lo detuvo. La punta de la espada lo presionó contra el árbol, obligándole a alzarse de puntillas.
— Éste no es tu sitio —dijo una voz, sin cuerpo, surgida de detrás de la pulida visera, en la que se adivinaban unos ojos como un arañazo negro. Otra punta de acero se detuvo ante los ojos de Matt, la hoja de un cuchillo helado contra su piel, aplastándole la mejilla—. ¿Verdad que no? —susurró el hombre—. ¿Verdad que no? —gritó, riendo más y más fuerte mientras la espada se retiraba del pecho de Matt. Una mano enorme, enguantada de cuero y cota de malla, se cerró en torno a su garganta y le golpeó la cabeza contra la áspera corteza del árbol. Luego lo fue alzando hasta hacerlo flotar. La suave luz del claro se oscureció y se volvió roja y luego negra, explotando con ráfagas de vibrante color mientras la risa lo atravesaba y se convertía en una sola nota, desafinada y ronca, que resonaba desde muy adentro, aplastándolo con su poder, el tono del lobo...

2

—¿Chopo? —preguntó Sally, volviendo el pequeño cuadro para ver el panel de madera de detrás. Acarició la superficie, suave como el marfil viejo y casi negra por el tiempo. Notó el relieve de las vetas como las venas talladas de una estatua de mármol.
—Chopo lombardo —aclaró Matt.
—Oh, chopo lombardo. Una gran diferencia.
—Bueno, pues sí —dijo Matt con una leve sonrisa—. Ya te puedes reír.
Una ráfaga de lluvia golpeó la ventana. La tormenta arreciaba mientras el día de finales de noviembre avanzaba hacia el atardecer. El agua resbaló por el cristal, disolviendo las sombras de la luz que, como una perla, apenas llegaba al fondo de la abigarrada oficina.
—Pues no lo veo —dijo Sally, examinando la pintura oscurecida—. Supongo que hay una cara, aunque apenas se distingue. Aquí hay algo decididamente extraño —añadió, con el ceño fruncido—. Me hace pensar en Ofelia. Flotando entre los hierbajos, olvidada por Hamlet. ¿Crees que podrás devolverle la vida?
—Al menos merece la pena intentarlo.
—Ya veo que escurres el bulto —dijo ella, dirigiéndole una mirada recelosa—. Te conozco. Tú andas detrás de algo, ¿verdad? ¿Qué es? ¿Un Leonardo perdido?
—Sigue soñando. Es más que posible que ni siquiera yo pueda identificarlo.
Se pasó la mano por el pelo, apartándolo hacia la sien, pero el mechón volvió a caer hacia la frente. No podía echarle la culpa, pensó, pues a él le ocurría lo mismo. Por más que lo niegues, mientras observas el cuadro e intentas decidir si merece la pena, también piensas en quién lo pintó. Como cuando caminas por la calle. Una persona te llama la atención entre la multitud; ¿hay algo singular en ese rostro, o es un conocido? Para él, como conservador asociado para pintura italiana en el Metropolitan Museum, también era una deformación profesional. Después de cinco años había aprendido a desviar la mirada, por su propio bien.
—Aquí hay un montón de trabajo —comentó Sally—. ¿Cuánto tiempo tardarás?
—Es difícil de decir —respondió Matt, encogiéndose de hombros—. Depende de las capas que hayan ido colocando a lo largo de los años. Pero no es muy grande. No debería llevarme más de cien horas. Ciento cincuenta, con el exterior. Tal vez doscientas, si algún restaurador listo aparece con un barniz que no conozco.
—¡Doscientas horas! ¿Merece la pena?
—No lo sé. Nunca había pensado en esos términos.
—Eres el colmo —rió Sally—. ¿De qué otra manera podrías hacerlo?
—¡Ah, claro! Me olvidaba de que en el mundo legal, el tiempo es la medida de todas las cosas. Doscientas horas serían, ¿qué? ¿Cuarenta mil dólares? ¿Un pincelito para el SEC?
—Ochenta mil, pero ya sabes que no me refería a eso. Es mucho tiempo de tu vida, no importa cómo lo cuentes. Y tú eres quien recela siempre de todo lo que parece viejo. ¿Cómo sabes que no es una falsificación?
Matt tomó el cuadro y lo apoyó contra el borde de la mesa de trabajo. Tras él había un montón de libros y herramientas que había apartado para otros proyectos que tenía pendientes. En la esquina de la mesa, junto a un arco iris de jarras ocultas por un bosque de pinceles reunidos en tazas de café y latas viejas, destacaba un pequeño reloj de bronce bajo una cúpula de cristal. Las manecillas giraban en una intrincada danza, lanzando chispas a la luz de la lámpara. El minutero subió, alineándose a la perfección con la manecilla de las horas formando una flecha de doble punta. El reloj empezó a dar la hora, un suave contrapunto que flotó sobre el irregular tamborileo de la lluvia en la ventana. Al detenerse, el minutero cayó a la derecha, rompiendo la flecha. En el rostro de Matt apareció por fin una leve sonrisa.
—¿Entonces qué es lo que piensas? —preguntó Sally — . ¿Cuál es tu veredicto?
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