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Javier Das - Todas las ciudades y París

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Javier Das Todas las ciudades y París
  • Libro:
    Todas las ciudades y París
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2017
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Todas las ciudades y París: resumen, descripción y anotación

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París

Desde el principio, París me dio más de lo que había esperado. La primera mañana, tras visitar el Museo d’Orsay y mientras intentaba asimilar todo lo que había visto, cruzamos la Passerelle de Solférino hasta los Jardines de las Tullerías. Tras dejar a nuestra derecha el Museo de l’Orangerie y planear una visita que nunca ocurrió, llegamos a la Place de la Concorde. Entrar en ella supuso un verdadero golpe en el pecho. De pie en uno de sus laterales, su gran tamaño y el hecho de ser casi diáfana me provocó una sensación parecida al vértigo, una desorientación por la que me resultaba completamente imposible encontrar una salida. Me costaba incluso cruzarla, pese a que todo el rato conocía la dirección que seguíamos y tenía presente la referencia del Sena a mi izquierda. Sólo al entrar en los Campos Elíseos logré salir de aquel estado y volver a sentirme seguro de mis pasos. Fueron unos minutos extraños que incluso me cuesta recordar, el primer acercamiento a una ciudad que parecía quererme decir algo.

La segunda noche, haciendo caso a una recomendación de nuestra guía, decidimos cenar en un restaurante peruano cerca de los Jardines de Luxemburgo: Machu Pichu, en el número 9 de la rue Royer-Collard. No puedo recordar la parada de metro en que nos bajamos ni el camino que recorrimos, aunque sí tengo una imagen clara de rodear el Panteón y entrar en la rue Soufflot. Durante todo el camino, la Torre Eiffel era visible por encima de los edificios, y aunque habíamos marcado en un plano de bolsillo la calle a la que nos dirigíamos, avanzábamos dejando que fuese la ciudad la que decidiese nuestro rumbo. Tras unos minutos descubrimos que teníamos a nuestra izquierda la entrada al restaurante. Aunque no habíamos estado atentos al camino, habíamos girado por la rue le Goff y no habíamos cometido el error de volver a hacerlo en la rue Malebranche. Ahora, en el cruce con la rue Gay-Lussac, haber levantado un segundo la mirada permitía que no nos pasáramos nuestro destino. Había sido, en total, un camino de unos pocos minutos que hicimos de manera casi automática. Podríamos haber elegido otras calles pero el resultado habría sido el mismo: encontrar aquel restaurante aunque caminásemos sin buscarlo. Tal vez ahora, al leerlo, suene como un recuerdo demasiado dibujado de lo que ocurrió realmente, pero aquellas noches, mientras paseábamos, el azar siempre formaba parte de la ruta a seguir. Teníamos un lugar en mente donde dirigirnos pero no siempre conocíamos el camino de antemano. En una ciudad como París no puedes llevarlo todo planeado. Cualquier esquina, cualquier bocacalle puede llamar tu atención y hacer que te desvíes. Aun así, tus pasos te llevarán donde tenías pensado, pero lo que aprendas por el camino, lo que la ciudad te pueda ofrecer en ese momento, será algo que no podrás controlar.

Aquel viaje había supuesto hacer realidad un sueño que había comenzado varios años antes. París era sinónimo de buena parte de la pintura y literatura que tanto admiraba. Poder recorrer sus calles se convertía, por lo tanto, en un punto de inflexión en mi vida. Y aunque todavía no podía saberlo, porque este libro ni tan siquiera era una pequeña idea en mi cabeza, acabaría estableciendo con ella una relación que tendría sus raíces en los aspectos más personales de mi vida.

A los pocos meses de regresar, quise escribir una serie de textos acerca de todas las ciudades a las que había viajado o en las que había vivido, hablando de cómo me habían cambiado y de lo que conservaba de cada una de ellas. Nueva York, París, Ámsterdam, Valencia, Málaga, Madrid, Alicante, Londres o Dublín, iban formando parte de una serie de textos que más adelante quería editar en forma de libro, aunque enseguida me di cuenta de un hecho que lo cambiaba todo. Las páginas correspondientes a París crecían mucho más que el resto, adquirían personalidad, peso y necesitaban ser separadas, tratadas como un único libro. De esa manera nacía Todas las ciudades y París, aunque en aquel momento aún no tenía muy claro dónde me llevaría, qué iba a contar, si acabaría mereciendo la pena, o si lo tendría que rechazar y volver a la idea inicial. El resultado es un libro que mezcla tres viajes diferentes: el mío en 2012, el que mi padre hizo en 1968 para estudiar francés, y el que mis padres hicieron en el 2000, celebrando sus bodas de plata, menos de un año antes de morir mi padre. El libro está, a su vez, divido en dos partes: la primera, que se titula simplemente París y a la que ya pertenece este texto, comienza centrándose en mis recuerdos, en aquellos pocos días que pude recorrer la ciudad y en el poso que acabarían dejando. Es, también, el inicio de una investigación que me llevaría a bucear en mis recuerdos, a pasar horas y horas delante del monitor y a acabar construyendo una historia que tendría su claro reflejo en lo que sería la segunda parte: Tentativa de reconstruir un viaje a París. En esas páginas, partiendo de 140 diapositivas, recompongo el que fue el último viaje de mis padres, dando como resultado algo que he llamado: un viaje dentro de un viaje. De esa manera, no elaboro simplemente un listado con calles y lugares sin el menor sentido, sino que busco todas esas historias que permanecen ocultas y que sólo se aparecen a quien quiere descubrirlas. Todas esas páginas, que acabaron suponiendo casi la mitad del libro, son con seguridad el proyecto más apasionante, personal y divertido en el que me he embarcado.

1. Rue Simart

Tuvimos la suerte de tener un pequeño balcón en nuestra habitación. Tenía el tamaño justo para poder estar de pie en él y dejar una bolsa con algo de comida que comprábamos en una tienda Dia en el Boulevard Barbès. Cualquier ciudad se ve diferente desde una habitación de hotel, como si un filtro que mezcla melancolía con ilusión se interpusiera entre nuestros ojos y la calle que tenemos delante. Nos asomamos y sabemos que esa postal que podemos dibujar va a durar escasamente cinco, seis, diez días. Y esa coreografía que interpretan tanto los peatones como los coches se irá borrando poco a poco hasta que no queden más que los trazos mal dibujados por la memoria. El balcón se convierte de esta forma en un palco desde el que observar la obra de teatro continua que ocurre tres pisos por debajo de nosotros, y un gran cartel a nuestra izquierda con el nombre del hotel nos recuerda continuamente que estamos de paso.

El Hotel Amarys Simart había sido, unas semanas antes, la opción más barata que habíamos encontrado por Internet. Ofrecía desayuno, estaba bien situado y no tenía demasiadas críticas negativas. Aun así, siempre tuvimos el miedo a encontrarnos con un auténtico desastre, un lugar tan lúgubre que tuviésemos que salir corriendo la primera noche. Nuestra habitación estaba situada en el tercer piso. Se accedía a través de unas escaleras estrechas, pues como buen edificio antiguo carecía de ascensor. Todo el suelo del hotel estaba recubierto de moqueta y desde el principio tuvimos la sensación de haber dado con el lugar correcto. Hay que decir que el hotel era sencillo, nuestra habitación estaba compuesta por una cama, una pequeña mesa y un baño no muy grande. Y el balcón, claro. Nada más llegar y dejar las maletas, investigué en busca de aquellos comentarios negativos que había encontrado antes de reservar. No sé si nosotros tuvimos más suerte que el resto o yo lo miraba con otros ojos, pero no di con tantos problemas como para arrepentirme de la decisión. No estábamos en un hotel lujoso de los que puede presumir París, pero era el lugar perfecto para volver cada día con Laura, subir a la habitación con un café de la máquina que había en recepción y, asomados a la calle, planear la ruta del día siguiente.

En el edificio de enfrente vivía una chica que parecía recibir de vez en cuando la visita de su novio. Sus ventanas se teñían de una luz roja procedente de alguna pequeña lamparita y los ratos que no tenía las cortinas echadas podíamos introducirnos en pequeñas escenas de su vida cotidiana. La vimos tender la ropa, estar al ordenador, leer y dar un beso a su chico. Lo siguiente fue que ellos también nos vieron a nosotros y decidieron terminar con cualquier tipo de intercambio cultural que estuviésemos intentando hacer.

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