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Pío Baroja - Aquí París

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Pío Baroja Aquí París
  • Libro:
    Aquí París
  • Autor:
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    ePubLibre
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    1955
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Narra Baroja su vida durante la Guerra civil española como refugiado en la Casa - photo 1

Narra Baroja su vida durante la Guerra civil española como refugiado en la Casa de España de la ciudad Universitaria, en París. Fueron días de zozobras e inquietudes, en los que vivió de colaborar en La Nación de Buenos Aires, por trescientos francos al mes. También reafirma su asco por la política y su fuerte posición individualista a pesar de su pobreza, y hace un desfile de personajes con una gran riqueza de opiniones y comentarios.

Pero lo más destacado de este escrito son sus juicios y análisis políticos y filosóficos sobre los momentos que vive, también sobre la cultura y el arte, junto a un constante fluir de personalidades y personajes que pasan por sus páginas en cortas y acertadas descripciones. Alcalá Zamora, Besteiro, Largo Caballero, Marcelino Domingo, Chaves Nogales, Antonio Machado, pasan ante sus ojos. No faltan tampoco abundantes descripciones del París de la guerra, de su tristeza y de tipos que insertaría después en su novela El hotel del Cisne.

Al final, bajo la amenaza de la ocupación alemana, su vuelta a la frontera de España, el final trágico de un grupo de amigos y la entrada a Vera de Bidasoa.

Pío Baroja Aquí París ePub r10 Titivillus 180916 Pío Baroja 1955 Editor - photo 2

Pío Baroja

Aquí París

ePub r1.0

Titivillus 18.09.16

Pío Baroja, 1955

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

PRIMERA PARTE La Ciudad Universitaria I Los estudiantes El viaje a la capital - photo 3

PRIMERA PARTE

La Ciudad Universitaria

I

Los estudiantes

El viaje a la capital fue cómodo y transcurrió sin molestias. Llegué por la mañana y en la estación me esperaba un amigo. Cogimos entre él y yo una maleta y un paquete que no eran cosas pesadas y fuimos a tomar el metro; llegamos a la Casa de España de la Ciudad Universitaria donde me dieron un cuarto. A continuación fui a saludar al director, señor Establier.

El cuarto que me dieron estaba bien, la comida en el restaurante era un poco pobre, pero en cambio resultaba muy económica, cosa de importancia en aquel tiempo mísero. Yo no tenía más remedio que vivir de ese modo porque no contaba con más recursos que trescientos francos, que era lo que ganaba con un artículo que debía mandar a La Nación, periódico de Buenos Aires. Con esos medios de vida resultaba muy difícil dedicarse a la orgía. El desayuno, la comida y la cena, por modestos que fueran, llegaban a los diez francos diarios.

En la Ciudad Universitaria no había ni alemanes, ni italianos. De mujeres las había francesas, inglesas, norteamericanas, griegas, chinas, indias y japonesas.

Entre los hombres, españoles, franceses, turcos, griegos, indios egipcios, japoneses y chinos. Había también unos negros de no sé dónde con un prognatismo terrible, con una cabeza como dos conos unidos por la base. A estos monstruos se los veía entrar en el restaurante de la Ciudad Universitaria con aire de satisfacción y hasta de orgullo, como si fueran Apolos.

Es extraño que en el sitio donde habría ente las diversas residencias quinientas o seiscientas personas jóvenes de ambos sexos no se diera ningún escándalo amoroso. Se ve que todo eso del donjuanismo y de la coquetería femenina tiene más que leyenda que de realidad. La moral sexual de París no se diferencia gran cosa de la moral de una capital de provincia.

La mayoría de los estudiantes franceses, ingleses, españoles, turcos, griegos, norteamericanos, blancos, negros y amarillos, llevaban una vida muy austera, muy seria. Quizá era consecuencia del poco dinero que tenían. Las únicas que se destacaban por su audacia eran las estudiantes norteamericanas, que solían ir y venir como les daba la gana y con frecuencia volvían a su residencia tambaléandose por la ingestión de alcohol.

Pienso que ese libertinaje de las grandes ciudades es pura comedia. Por lo menos en Europa, la idea de ética tradicional es muy fuerte y en un pueblo como París o como Londres, para tres o cuatro calles de bulevares con cierto aire de diversión y de jolgorio, hay centenares y millares de calles silenciosas y tristes, en donde se nota la dureza de la vida y la desconfianza de unos para otros.

El estudiante de París quizá en otro tiempo tuvo carácter de Tenorio, pero ahora en nada se diferencia del oficinista.

Respecto a la muchacha rica tampoco tiene una actitud o una manera de ser especial y si no es por el lujo o por el auto, viéndola en la calle nada la distingue de la aristócrata. Creo que por sus ideas y por sus sentimientos tampoco se las puede separar. En otro tiempo, naturalmente, una señora Dubarry, o una señora Montespan se destacaría y produciría la admiración del público.

Alfredo de Musset hizo en verso el retrato de lo que se llamaba en su tiempo la «griseta» con gracia e ingenio. La primera estrofa de la poesía dice:

Mimi Pinson est une blonde,

une blonde que l’on connaît.

Elle n’a qu’une robe au monde

landerirette!

Et qu’un bonnet.

II

Gente con dinero

En la Casa Española de la Ciudad Universitaria había, cuando llegué yo, varias personas conocidas por mí, otras desconocidas; magistrados, profesores, periodistas y estudiantes. Como quizá a algunos les pueda disgustar que yo ponga aquí sus nombres, citaré a dos o tres que viven en América y a otros que han muerto. Entre los que se marcharon estaba el magistrado Carsi, el profesor González de la Calle, Américo Castro. Entre los que murieron se hallaban don Blas Cabrera, Juanito Barnés y otros que en estos momentos no recuerdo.

Un tal López Rey, muy rojo, y luego su hermano, jefe de la policía de Madrid, se presentó allí con un camión grande vigilado por dos milicianos armados y un chófer. Venían de España. ¿Qué llevaban dentro del camión? Todo hacía pensar que en aquel vehículo cerrado había cosas de gran valor. En el pescante del camión venía López Rey y el director de la cárcel Modelo madrileña.

Entre los españoles que estaban en ese tiempo alojados en la Casa Española de la Ciudad Universitaria de París, no había gentes sin medios. La mayoría tenían dinero abundante, pero fingían no tenerlo. Muchos de ellos eran oficinistas rojos disimulados y vivían de subvenciones del gobierno republicano de Madrid.

Yo, como he dicho, no tenía más que una modesta colaboración en un periódico sudamericano. Desde el principio de mi estancia en París comencé a escribir en La Nación, de Buenos Aires, cobrando por artículo, uno al mes, trescientos francos. Me habría bastado para pagar la comida, pero me cogió un tiempo crudo de lluvias y no tuve más remedio que adquirir unas botas, un gabán y algunas otras prendas indispensables para poder salir a la calle.

En la residencia, a poco de llegar yo, hubo una huelga de estudiantes. Decían estos que la comida del restaurante de la Ciudad Universitaria era menos que mediana. ¿Cómo iba a ser buena si costaban los platos menos que en una ínfima tabernucha? Entonces los estudiantes y las estudiantas se fueron a comer por los figones de las inmediaciones. En el figón que yo frecuentaba se reunían estudiantes, obreros y muchachas jóvenes empleadas que hablaban entre sí y discutían. Había dos mozos y uno a quien los estudiantes encontraban cierto parecido con Mussolini. Este se pavoneaba engreído de satisfacción. ¿Es que podía creer alguno que los estudiantes pensaban que el dictador italiano había venido a vivir de mozo de comedor en una tasca próxima a la Ciudad Universitaria?

Era curioso que los franceses tuvieran en esa época entusiasmo por Mussolini. Oí a una muchacha que vivía en Madagascar, en donde su padre debía ser un alto empleado del gobierno, que dijo que al pasar por Italia, en Roma, había hablado con Mussolini y había llorado de emoción al contemplar de cerca a un político tan importante.

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